En una nota publicada en la diaria el 18 de mayo de 2018 describíamos la crisis socioeconómica e institucional que desgarró a Uruguay en los años 60. El país de clases medias, tan orgulloso de su relativa estabilidad, de sus tradiciones democráticas y de la regulación civilizada de sus diferendos, se despeñaba a ojos vistas. Zozobra económica y crecientes tensiones sociopolíticas contribuirían a explicar las protestas masivas protagonizadas en 1968 por jóvenes de 15 a 25 años. En este estudio hemos focalizado una franja minoritaria aunque muy numerosa de aquellos jóvenes manifestantes: los que hicieron de la revolución su razón de existencia. Todos ellos participaron en aquella explosión masiva y espontánea, pero luego se despegaron de sus pares profundizando su involucramiento revolucionario e incorporándose a organizaciones que dieran cauce a un compromiso sostenido en el tiempo. Dispuestos a luchar hasta el final por el poder del Estado –armas en mano, de ser necesario–, muchos fueron luego presos, torturados, secuestrados, exiliados. Nuestros 50 entrevistados pertenecen todos a este subgrupo. En la investigación que nos ocupa, nos hemos propuesto entender sus motivaciones, sus convicciones, los anclajes subjetivos del frenesí militante que se apoderó de ellos.
En una segunda nota, publicada el 16 de mayo en este mismo medio, nos detuvimos en algo que, mirado con ojos de presente, puede parecer un desquicio incomprensible: la entrega en cuerpo y alma a la causa revolucionaria por parte de miles de jóvenes, en plena conciencia de que les podía costar la propia vida. Hoy nos ocuparemos de las relaciones de estos militantes con sus padres.
La generación del 68 no se alzó contra sus progenitores sino contra “el sistema”, que también los oprimía a ellos: los entrevistados dan cuenta de una solidaridad intergeneracional que parece refrendar esta afirmación. Pero quisiéramos saber, más concretamente, qué tanto incidió aquel vínculo familiar en la inclinación de estos jóvenes por la militancia revolucionaria. ¿Su activismo rebelde encontraba asidero en las convicciones políticas o doctrinarias de los padres, en las leyendas y tradiciones familiares? ¿La solidaridad parental que traslucen las entrevistas debe interpretarse como una manifestación de genuina comprensión y acuerdo con las opciones de vida de sus hijos? A medio siglo de los acontecimientos, y sin contar con testimonios directos de la generación de padres, no podríamos dar respuesta cabal a tales preguntas. A falta de contestaciones taxativas, iluminaremos nuestras presunciones con las palabras de los entrevistados procurando verosimilitud, ya que no certidumbre.
Buena parte de los entrevistados son hijos de izquierdistas, de sindicalistas, de católicos posconciliares, de artistas e intelectuales críticos, de liberales diversos; sus relatos denotan una clara comunión intergeneracional de ideas y de compromiso social. Estos jóvenes sentían que con su militancia estaban sosteniendo en alto los ideales de igualdad y justicia compartidos con sus tutores. Tal continuidad de principios y de valores no se traducía forzosamente en identidad político-partidaria entre padres e hijos. A menudo, la solidaridad de principios no impedía fuertes discusiones en torno a las opciones políticas más adecuadas a la lid, y aun cuestionamientos filiales a las fidelidades partidarias de sus mayores.
Esta compleja mixtura de consustanciación ideológica y desavenencia política entre ambas generaciones rehúye toda simplificación, no se deja aprehender con facilidad. En esta breve exposición nos ocuparemos de algunos casos que consideramos paradigmáticos. Hemos seleccionado los testimonios de Germán, Soledad, Atilio, Rogelio y Virginia (nombres ficticios). Como se verá, todos ellos crecieron en un hogar donde el compromiso con los más humildes y contra los más poderosos se daba por sentado.
En la casa de Germán y su hermano se leía a Karl Marx, Friedrich Engels y Lenin, aunque desde una perspectiva declaradamente antiestalinista. En agosto de 1961 se celebró en Punta del Este una reunión de ministros de Economía de los países miembros de la Organización de Estados Americanos, en la que el Che Guevara participó en representación del gobierno cubano. “Estuvo en casa uno de los barbudos de la guardia del Che, invitado por nosotros”, recuerda Germán, que a los 11 años ya era un fervoroso simpatizante de la Revolución Cubana, al igual que sus progenitores. Pocos años más tarde, el padre de Germán, abogado, asumiría un compromiso militante con los tupamaros. Fue preso, sometido a brutales torturas y, finalmente, liberado a fines de 1972. Germán y su hermano estaban presos cuando el padre, apenas recuperada su libertad, asumió la defensoría de sus hijos. En ocasión del juicio a Germán se desarrolló una escena insólita: el juez, el actuario, el abogado defensor y el acusado eran tupamaros, y el propio juez asesoró a Germán sobre lo que le convenía declarar... Luego, el abogado pidió su libertad y el juez la aceptó, condicionada al visto bueno del fiscal; pero este se opuso. “Mi viejo fue a verlo y le dijo: ‘Si usted no le da la libertad, la queda, y yo también’, y amagó que iba a sacar un fierro y que lo iba a matar, aunque no estaba armado”. Así logró intimidar al fiscal; bajo protestas vehementes de que lo estaban amenazando, aceptó finalmente la decisión del juez.
Soledad, hija de militantes comunistas, iba desde muy pequeña con sus padres a actos proselitistas. De niña leía novelas épicas de la Revolución Rusa y de la Segunda Guerra Mundial, lecturas que la marcaron para siempre. En sexto de escuela manifestó su voluntad de afiliarse a la Unión de la Juventud Comunista (UJC); sus padres no encontraban argumentos convincentes para persuadirla de esperar un poco más. Experimentó desde muy pequeña un fuerte sentimiento de responsabilidad; la militancia “estaba ahí como una parte de la vida… como comer, como dormir, yo qué sé”. Esa naturalización del compromiso político traslucía un mandato familiar que no necesitaba palabras: “Mi padre me iba a buscar al local de la UJC cuando se terminaba la reunión, ¡y a mí me daba una vergüenza espantosa!”. En el hogar se respiraba politización e involucramiento sin tapujos en las luchas sociales, en la causa de la Revolución Cubana, en la toma de partido activa por los trabajadores y contra la “rosca oligárquica” en el poder. “No estaba de moda ser comunista, sino todo lo contrario. entonces tenías que estar muy bien parado. Cuando yo me afilié [a los 12 años] en el sector estudiantil no éramos más de 100... Nosotros crecimos mucho con la Revolución Cubana”. Compromiso político-partidario y crecimiento personal se amalgamaban en Soledad de modo indiscernible: “En mi caso, la militancia me dio autonomía en términos de que me obligó a asumir responsabilidades”.
El padre de Atilio, mecánico textil, había sido militante comunista hasta la invasión soviética a Hungría en 1956; su madre también era obrera textil. En el hogar se leía el semanario Época, revistas chinas, textos marxistas, aunque para Atilio las motivaciones provenían ante todo de la práctica social. “Los primeros gases me los comí cuando tenía siete años, en una marcha textil que se llamó Marcha del Sacrificio. Yo iba en los hombros de mi padre, y cuando llegamos había una represión terrible; me acuerdo de ver a mi vieja con un paraguas pinchando la panza de los caballos de la Guardia Republicana [...] No sé si para otros, pero para mí no había escapatoria; estabas marcado por ese ambiente, que ya empezaba en la niñez, de motivación, de preocupación social”. Atilio sentía el respaldo familiar a su militancia, aunque también las aprensiones por los riesgos que corría en la calle: “Claro, si volvías a tu casa el 1° de mayo a las dos de la mañana después que sonaban bombas por todos lados... Era esa preocupación por la seguridad que uno siente hoy cuando salen los gurises a la calle”. Tenía 16 años cuando se incorporó a la Resistencia Obrero-Estudiantil (ROE). “En la ROE estaba toda esa mística de obreros y estudiantes, y uno colaboraba con los conflictos: estaba el conflicto de TEM, el conflicto de Seral, el conflicto de CICSSA”.
Virginia recuerda que, con apenas seis años al momento del triunfo de la Revolución Cubana, asociaba la palabra “barbudo” a la rebelión, a la lucha contra la tiranía. Sus padres, ambos profesionales, eran militantes de izquierda cultivados. Su padre, de origen anarquista, era hijo de un italiano que había llegado a Uruguay a fines del siglo XIX. El abuelo paterno, de convicciones ácratas, se había hecho anarcobatllista a comienzos del siglo pasado. El abuelo materno de Virginia era español y había desertado cuando fue enviado a Túnez como enfermero; no quería hacerse cómplice del colonialismo de su país. “En mi casa la presencia de las luchas sociales formaba parte de los familiares, de sus historias”. Los padres de Virginia integraban un Comité de Amigos de Argelia; en los años 50, cuando ella era muy pequeña, pasaron por su casa argelinos, seguramente militantes del Frente de Liberación Nacional en pie de guerra contra la ocupación francesa. El triunfo de la Revolución Cubana fue motivo de un gran revuelo familiar. El compromiso con la causa de la revolución que también aquí se anunciaba fluía con toda naturalidad de lo aprendido en la familia: “En algún momento de 1968 le dije a una de mis hermanas que nosotras íbamos a terminar siendo tupamaras, que con nuestra historia familiar no nos quedaría otra”.
Rogelio tenía ocho años cuando los “barbudos” se hicieron del poder en Cuba; se hablaba mucho del asunto en su casa. Su padre era socialista y gran admirador de Emilio Frugoni, quien había contestado una carta suya; aquella respuesta era conservada en la familia como una reliquia. El bisabuelo paterno, catalán, había hecho dinero en España y colaboraba activamente con los republicanos comprando ambulancias para el frente, así como mantas, alimentos y medicamentos. Los abuelos paternos de Rogelio habían sido blancos de Aparicio Saravia en la guerra de 1904; el abuelo participó de muy joven en esa guerra recargando los fusiles. Rogelio recuerda sus anécdotas de muy niño: aquí había una trinchera, allá se recargaban las armas... El nieto las encontraba divertidas, pero pensaba que eran fantasías de anciano; años más tarde, descubrió documentos familiares que confirmaban aquellos relatos. La madre de Rogelio, católica progresista, recibió con entusiasmo las nuevas directivas eclesiásticas del Concilio Vaticano II, con Juan XXIII a la cabeza. En aquel hogar había abundante lectura; Rogelio recuerda en particular el Correo de UNESCO, cuyos informes sobre la pobreza en África, entre otros, lo llenaban de indignación contra “el sistema”. Cuando se construyó el muro de Berlín, en 1961, Rogelio tenía 11 años; el asunto dio lugar a discusiones encendidas en la familia, y significó para el padre y sus hermanos la ruptura radical con la URSS.
“Nuestros padres se pasaron con armas y bagajes a nuestro bando”. Son palabras de Enzo, protagonista de primera línea en los enfrentamientos callejeros del 68, luego militante tupamaro y preso político por más de una década. Siente que los familiares se merecen un homenaje “porque sostuvieron a nuestros hijos, nos sostuvieron a nosotros, no gozaron de ningún privilegio, tuvieron todas las contras”.
Los padres de la generación del 68 comprendieron el entusiasmo de sus hijos, se dejaron seducir por sus sueños, se angustiaron por ellos, sufrieron en carne propia la prisión, las torturas y el destierro de sus hijos. ¿Estuvieron en un todo de acuerdo con sus opciones de vida? Muchos sí y muchos otros no. Pero, a despecho de cualquier ambigüedad, una certidumbre se abre paso: para aquellos jóvenes militantes, la ansiada revolución se haría con los padres, no contra ellos.
François Graña es doctor en Ciencias Sociales, investigador y docente de la Facultad de Información y Comunicación, Universidad de la República.