Es posible que mi generación haya sido de las primeras a las que en la escuela se les habló de la necesidad de cuidar el medioambiente. Recuerdo, como si fuera hoy, las pancartas escritas en cartulinas de colores tenues que preparábamos cada año para salir a dar la vuelta a la manzana junto a la maestra todos los 5 de junio. Aquello que parecía el futuro lejano llegó. El problema ambiental constituye hoy un tema que se ha colado de manera insoslayable en la discusión política y en la campaña electoral, y esto ocurre no sólo porque los conflictos ambientales son reales y acusan urgencia de ser resueltos, sino también porque ha llegado a la vida adulta una generación cuya sensibilidad entiende el problema ambiental como un problema de derechos.

Durante décadas este no sólo no fue un problema de la política en general, sino que siquiera fue un tema incorporado de manera clara en el pensamiento político de izquierda. La lucidez de otras épocas estuvo centrada en la acumulación del capital, la redistribución de la riqueza y las diferencias de clase como el centro del conflicto político e intelectual. Quizá por ello, en estos últimos años ha costado tanto confluir en una síntesis que incluya de manera más o menos clara y armoniosa los desafíos ambientales y productivos en una misma ecuación. El abordaje de manera sectorial a través de distintas reparticiones del Estado demuestra esa dificultad y pone de manifiesto al menos dos elementos: por un lado, la necesidad de políticas de foco en las que se dé una fuerte articulación entre ministerios, direcciones y demás estamentos del Poder Ejecutivo; por otro, la necesidad de construir nuevas lógicas donde lo ambiental y lo productivo no coexistan separadamente sino que lo hagan en un diálogo continuo.

A diferencia de lo que puede haber acontecido en otras áreas, como las políticas de género y de equidad, sobre las que se ha avanzado sustantivamente en términos culturales, en el caso de la relación siempre tensa entre ambiente y producción el abordaje fragmentado ha conducido a una serie de políticas orientadas hacia la consecución de resultados tangibles pero muchas veces inconexas con las políticas productivas. La búsqueda de resultados siempre debe desvelarnos a la hora de pensar el país y diseñar las políticas públicas; sin embargo, no es posible generar cambios de segunda generación si continuamos en una lógica fragmentada. Más aun, hace falta dar de manera frontal y fraternal una disputa en términos culturales hacia adentro del pensamiento progresista que nos interpele sobre la inseparabilidad de lo ambiental y lo productivo. Evidentemente, la complejización de las cosas exige lucidez intelectual, política y social para resolver aquello que está en el tintero.

Para poder transformar los desafíos ambientales en oportunidades productivas es necesaria una fuerte coordinación y acción conjunta de las políticas públicas. Esto implica esfuerzos articulados para poder trabajar sinérgicamente entre los distintos actores públicos y privados. A su vez, no sólo hace falta una fuerte articulación a nivel de los actores involucrados, sino que es importante construir una lógica territorial donde el avance en términos de ambiente y desarrollo productivo parta del reconocimiento y la valorización de la diversidad que tiene la matriz cultural sobre la que transcurre nuestra producción. En este sentido, es importante superar una lógica basada en un modelo productivo que nace y muere en los resultados económicos del ejercicio agrícola, y al que muchas veces le cuesta integrar una visión de mediano y largo plazo que entienda que la interacción entre ambiente y producción supera los límites temporales del balance contable de las empresas. Apostar a la coinnovación como estrategia de cambio técnico requiere la mirada territorial como elemento de partida y la acción coordinada entre los productores, los técnicos privados y las instituciones de investigación del país. La gran apuesta debe ser no sólo en términos de I+D para la generación de conocimiento y tecnología que nos permitan producir mejor siendo cuidadosos del medioambiente, sino también un fuerte foco en la transición hacia tecnologías de procesos como epicentro de las políticas productivas.

En los países que han comenzado con la llamada “transición ecológica”, el problema no ha sido tanto de corte técnico sino de dificultades políticas. Por ello, para que las transformaciones de segunda generación que Uruguay debe llevar adelante incorporen centralmente lo ambiental y lo productivo de manera conjunta, hace falta no solamente capacidad de gestión, hace falta una buena dosis de política. La igualdad ambiental como derecho transgeneracional y aspiración política en un nuevo gobierno del Frente Amplio supone una mirada de largo aliento, una práctica de la solidaridad hacia las generaciones futuras, y el compromiso de trabajar desde este momento, porque el futuro es ahora y no admite la menor demora.

Ezequiel Jorge Smeding es ingeniero agrónomo, estudiante de la Maestría en Ciencias Agrarias y militante de Lista Amplia (42020), que apoya a Carolina Cosse como precandidata a la presidencia por el Frente Amplio.