Una semana antes de que la Justicia italiana declarara culpable y condenara a cadena perpetua al ex capitán de Navío Jorge Tróccoli por la desaparición de más de 20 ciudadanos uruguayos en el marco del Plan Cóndor, se cumplieron 20 años del escrache que los hijos de desaparecidos hicimos en su domicilio.

Después de una larga discusión a la interna, desde HIJOS –colectivo creado en 1996 que nucleaba en su mayoría a hijos de desaparecidos, aunque también de asesinados, ex presos y exiliados– decidimos denunciar y repudiar públicamente a Tróccoli. Era el segundo escrache en Uruguay; el primero –también convocado por HIJOS– había sido unos meses antes, en diciembre de 1998, a José Nino Gavazzo en su domicilio en Pocitos.

¿Por qué a Tróccoli? Tiempo antes, el ex capitán de Navío había reconocido su participación en la represión y la tortura. Fue una declaración en primera persona, sin precedentes entre los torturadores uruguayos, que se daba en un contexto particular. En Argentina, en 1995, el ex marino Adolfo Scilingo confesó haber arrojado a detenidos desaparecidos vivos al mar, con lo que confirmaba la existencia de los vuelos de la muerte, que según el propio militar alcanzaron a 4.000 víctimas. Dos años después, se declaró culpable ante el juez Baltasar Garzón, en España, en el marco de sus investigaciones por genocidio, aunque en 1999 –unos meses después del escrache a Tróccoli– se retractó de sus confesiones.

En Uruguay algunos veían a Tróccoli como una versión autóctona de Scilingo. Pero había al menos tres diferencias sustanciales con el argentino: primero, Tróccoli negó haber participado en asesinatos; segundo, no aportó información con respecto al paradero de los desaparecidos; y tercero, aseguró que el arrepentimiento es inútil. “Es lo que a uno le toca vivir, es la circunstancia de vida que uno desarrolla. Uno no puede arrepentirse de haber nacido. Uno no puede arrepentirse de haber llegado a determinados extremos, pero tiene que aprender de ellos”, dijo en una entrevista en el programa En perspectiva, realizada por Emiliano Cotelo el 24 de setiembre de 1996. También, a diferencia del argentino –que confesó sus crímenes de motu proprio–, la salida de Tróccoli fue a partir de la declaración de dos soldados que lo nombraron e identificaron como jefe de Inteligencia del Fusna y lo situaron operando en Argentina, en el período que coincide con la desaparición de ciudadanos uruguayos.

A su “oportuna” confesión se le sumó la publicación de La ira de Leviatán, un libro en el que intentó justificarse desde una perspectiva académica al presentarse como un “profesional de la violencia” que por circunstancias históricas se vio obligado a torturar.

Las reacciones fueron variadas. Algunas voces cuestionaron al torturador confeso: por nombrar algunas, el centro de estudiantes de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación –él era estudiante de Antropología– lo declaró persona non grata, la Universidad de la República lo expulsó, el psicólogo Daniel Gil publicó El capitán por la boca muere, un libro en el que toma el concepto de banalización del mal de Hannah Arendt para develar las intenciones detrás del sinceramiento de Tróccoli. Y otros actores, importantes en el espectro político, referentes de la izquierda y buena parte de la prensa, valoraron positivamente el gesto de Tróccoli, al punto de que nuestro anuncio de escrache despertó casi de inmediato fuertes críticas y cuestionamientos.

Desde nuestra perspectiva, en HIJOS no era aceptable –ni suficiente– que un militar rompiera el silencio para confesar que había torturado si iba a omitir a quienes se lo había infligido. Era un insulto a nuestra inteligencia pretender conformarnos con una confesión que no aportaba un ápice de verdad.

El escrache era visto por muchos como una acción violenta, una práctica importada desde Argentina que creían que poco tenía que ver con la idiosincrasia y la cultura política uruguaya. En declaraciones a La República, el 29 de junio de 1999, Tróccoli dijo que se trataba de “gente muy joven y muy nerviosa. Es algo lamentable” y agregó que “seguramente hay gente detrás” de HIJOS, y que la marcha tenía “motivos electorales”.

“La ley de caducidad y el pacto de silencio entre militares y sus cómplices no son la única causa de la impunidad, sino que existen otros factores que se expresan en formas más sutiles, cotidianas y a escalas más pequeñas”

Nosotros, sin embargo, la defendíamos como una herramienta que nos permitía dar a conocer a la población en general, y a los vecinos en particular, quiénes eran los torturadores y asesinos protegidos por la ley de caducidad. Una manifestación pacífica que, a falta de justicia legal, construía condena social y rompía con la cultura de silencio y olvido que persistía, a diez años de la derrota del voto verde.

En Uruguay estaba mal visto hablar de justicia en esos años. Incluso las organizaciones de derechos humanos y de familiares de detenidos desaparecidos sentían pudor por reclamarla.

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La cita a marchar hasta el domicilio de Tróccoli fue el miércoles 30 de junio de 1999. En las semanas previas fuimos a su barrio, Buceo, a conversar con vecinos y organizaciones sociales para informarles e invitarlos a participar activamente en el escrache. Al mismo tiempo, hicimos una convocatoria abierta por medio de comunicados de prensa y afiches con su cara que empapelamos por toda la ciudad.

En esos días nos llamaron del programa de televisión De igual a igual para invitarnos junto con Tróccoli, a lo que respondimos que no compartíamos espacio –ni nos sentábamos en la misma mesa– con torturadores. Al día siguiente nos llamaron nuevamente para proponernos esta vez entrevistas por separado; lo aceptamos. No fuimos bien tratados, a diferencia de Tróccoli, que sí recibió un trato respetuoso y, de obsequio, una matera y yerba de la marca auspiciante.

Ya en los aprontes finales, la noche anterior al escrache recibimos la visita del senador Rafael Michelini en nuestro local; vino a pedirnos que no hiciéramos el escrache. Dijo que estaba manteniendo conversaciones con él y aseguró que se encontraba en una actitud colaborativa, e insistió con que era un grave error escracharlo.

Sabíamos que escrachar a Tróccoli no era la elección más conveniente desde el punto de vista político; sin embargo, mantuvimos la decisión porque entendimos que en su reciente accionar –y sus repercusiones– se expresaba la impunidad en múltiples e incluso nuevas dimensiones.

Finalmente, el día del escrache sucedió todo según lo previsto: nos concentramos en el cruce de Propios y Rivera con el objetivo de llegar a su domicilio, pero tuvimos que detener la marcha cuadras antes al encontrarnos con un vallado policial que lo protegía un par de manzanas a la redonda. Leímos la proclama y regresamos pacíficamente al punto de concentración.

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Al día siguiente, el diario El Observador tituló “Insultos frente a la casa de Tróccoli”; éramos los señalados. A los pocos días, el 8 de julio, el semanario Búsqueda publicó una carta de Tróccoli en la que decía que nos entendía, que cuando era joven era igual a nosotros, y la cerraba enumerando los derechos humanos que violamos con él. “El acto –decía, en referencia al escrache– no es una denuncia, es un acto de violencia [...] Es algo denigrante y degradante, que violenta mi privacidad, mi honra y mi reputación. Es algo cruel. Tal vez dentro de algunos años sea calificado como una tortura, una verdadera tortura psicológica y moral”. También pretendió “advertir sobre la existencia de un grupo de nuestra juventud que se encuentra sectarizada, guetizada en un pozo de dolor, de odio y de rencor [...] A ellos les digo: yo recorrí ese camino hace más de 20 años, cuando tenía la misma edad. Y sólo obtuve violencia y dolor. [...] No podemos dejar que hagan de la venganza y del odio, su objetivo de vida. No podemos dejar que se arruinen moral y espiritualmente”. Y finalizó: “Un nuevo contrato ético se impone para nuestro país, y dentro de él, se encuentra la reconciliación nacional y la recuperación de estos jóvenes. Pero ellos deben tomar conciencia de que, en estos momentos en que todos valorizamos los derechos humanos, y está muy bien que así sea, mi familia y yo también los tenemos, tan derechos y tan humanos como los de ellos”.

En otro marco, al ser consultado por el escrache, el entonces diputado José Pepe Mujica dijo en una entrevista en el programa El reloj, conducido por el periodista Ángel María Luna, que –palabras más, palabras menos– había que entender el dolor de los gurises, pero que era una macana porque si otro militar quisiera hablar quizá no se animara después de eso.

Sus palabras quedaron resonando en nuestras cabezas, y lo invitamos a conversar para intercambiar al respecto. En esa reunión le manifestamos que no habíamos hecho el escrache desde el dolor –desde el dolor haríamos cosas bien distintas– y que nuestras decisiones surgían de procesos de discusión y reflexión colectiva; también le expresamos que no compartíamos la idea de que Tróccoli hubiese “hablado” realmente y le dijimos que no creíamos que los escraches fueran un obstáculo a potenciales confesiones de torturadores. Su respuesta fue evasiva: nos dijo que desde una perspectiva filosófica no creía en la Justicia; se despidió con lágrimas en los ojos, manifestándonos que nos quería mucho.

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Años más tarde se empezaron a abrir algunas investigaciones judiciales de casos que fueron considerados no comprendidos por la ley de caducidad. Uno de los más relevantes fue el que investigaba la responsabilidad del Estado en los secuestros, traslados y desapariciones de 37 ciudadanos uruguayos en Argentina entre finales de 1977 y principios de 1978, entre los que figuraba mi padre. Finalmente, en 2009 el juez Luis Charles condenó al ex dictador Gregorio Goyo Álvarez y al ex capitán de Navío Juan Carlos Larcebeau, mientras que Tróccoli huía a Italia para evitar su procesamiento.

Lo que este no imaginaba era que su ciudadanía italiana podía darle protección por un tiempo, pero lejos iba a estar de salvarlo. El mismo año que sucedía el escrache, cinco mujeres uruguayas familiares de desaparecidos con descendencia italiana se presentaron a la Fiscalía de Roma para reclamar justicia. Al residir en Italia, Tróccoli sería sumado a la causa en calidad de indagado.

Hoy, luego de 20 años de ser denunciado y a más de 40 años de los delitos cometidos, Italia finalmente lo declaró culpable y lo condenó a cadena perpetua. Hoy, en caso de que la sentencia se confirme y Tróccoli no se fugue nuevamente, va a ir preso de por vida.

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De estos acontecimientos, a pesar de no ser tan lejanos en el tiempo, no existen casi rastros. En internet no existen registros de aquella época y tampoco hay referencias a esta en los textos, declaraciones y noticias recientes a raíz de la condena.

La ley de caducidad y el pacto de silencio entre militares y sus cómplices no son la única causa de la impunidad, sino que existen otros factores que se expresan en formas más sutiles, cotidianas y a escalas más pequeñas, y aquellas personas que no los vivieron tienen hoy menos posibilidades de conocer esta trama en toda su complejidad.

La cultura de la impunidad, entre sus tantos efectos, subvierte códigos de conducta social y de referencia ética, e instala nuevos imaginarios. A modo de ejemplo, hasta hace poco se asumía sin mayor cuestionamiento el absurdo por el cual se les reclamaba a los familiares de desaparecidos que perdonaran a personas que no habían manifestado –ni se les había exigido– arrepentimiento alguno.

El paso del tiempo es quizá el testimonio más preciso y elocuente que tenemos como sociedad para medir los efectos concretos de la impunidad; y ojalá estos efectos –con los que hemos convivido y seguimos conviviendo– se diluyeran mágicamente cuando un hijo de desaparecidos recupera su identidad o cuando un torturador es condenado.

En pocos meses, después de más de 40 años de haber cometido crímenes que jamás confesó, es posible que Tróccoli vaya preso de por vida. Habrá entonces menos impunidad. Si esta misma persona dijera al fin lo que ha ocultado todos estos años y cuál fue el paradero de los desaparecidos, además de menos impunidad, tendríamos como sociedad un poco más de verdad y justicia.

Valentín Río Enseñat fue integrante de la organización HIJOS Uruguay.