En realidad, el último domingo de octubre los uruguayos tomaremos decisiones que irán más allá de la elección de un gobierno. La obviedad anterior se dice en todas las elecciones, pero este año, por las especiales circunstancias, la frase tan manida toma un significado diferente. Para el país el resultado será central, sin duda, pero para las internas de los partidos los números que aparezcan el 27 de octubre marcarán inflexiones que difícilmente tengan marcha atrás.

El Uruguay de los 15

Los 15 años del Frente Amplio (FA) dejan un balance positivo. El país salió del desconsuelo y la depresión económica de 2002 y se reconfiguró en todos los sentidos. No sólo el crecimiento fue sostenido, la inclusión social fue real y las mejoras generales fueron notorias, sino que en el concierto internacional el país logró una inserción y un prestigio que no tenía desde la Segunda Guerra Mundial. Pero en todos los logros –incluso en los “debes”– el FA reafirmó y profundizó un valor esencial en nuestra época: la libertad. Los uruguayos somos más libres porque las políticas del FA habilitan. “Un pueblo pobre no es un pueblo libre”, decía Emilio Frugoni, pero tampoco lo es un pueblo inculto, o una sociedad en la que las presiones de agentes externos a la democracia determinan las acciones del Estado.

El desarrollo social y económico y la agenda de nuevos derechos profundizan la libertad y, al hacerlo, radicalizan la democracia. Tal vez sea eso lo que la oposición, pero principalmente los conservadores, no le perdonan a los gobiernos frentistas. Y la prueba más dura, la caída de Raúl Sendic, demostró, a pesar de los vaivenes, que el FA tiene capacidad para solucionar los graves errores de algunos y de corregirse radicalmente de acuerdo con lo que siempre proclamó.

Hay debes importantes aún, en los que el FA no supo lidiar con las corporaciones, como en el caso de la enseñanza, y otros, producto de errores de diagnóstico y de propuestas, como en el tema de la seguridad ciudadana. Así también, la existencia de asentamientos luego de 15 años es, más que un debe, una vergüenza que debió ser solucionada hace mucho.

En octubre la gente decidirá entre mantener la estabilidad y el crecimiento y proteger todo lo logrado, pero también deberá elegir a aquellos que logren lo no realizado aún, lo que las inercias burocráticas y los dogmatismos frenan, postergan o evitan.

Es paradójico que la oposición no pueda lidiar ni siquiera con los defectos de los gobiernos frentistas. Las señales blancas y coloradas podrían sintetizarse como una “restauración negada”. No pueden dejar de lado los logros que no les gustan, pero bajar los niveles de calidad espantaría al espectro de la sociedad que aspiran captar. Cuando el presidente de la Asociación Rural del Uruguay, Gabriel Capurro, afirmó que se debe poner la competitividad por delante de las políticas sociales formuló sintéticamente todo un programa social, económico y político. Luego, la obsesión chilena de Talvi, su pasado tan errático como neoliberal, su identificación con los empresarios –o sea, con Gabriel Capurro– y no con toda la sociedad tienen su correlato en Lacalle Pou y su intención de feudalizar los Consejos de Salarios, negar la representación a los sindicatos, atarnos, de nuevo, al destino fondomonetarista. Sostener que cuando el dinero estuvo en los bolsillos de privados el país creció, Luis Alberto dixit, obvia los desastres encabezados por Rohm, Peirano y, antes, por Benahmou y sus cómplices.

Los resultados de las elecciones de octubre redefinirán el mapa interno de los partidos políticos.

Esa “restauración negada” que proponen blancos y colorados haría entrar a Uruguay en un camino de incertidumbre, en el que la estabilidad y el prestigio del país se perderían tan rápido como decir FMI. Y si no lo creen, basta con mirar a Argentina, donde Mauricio Macri –tan querido por la oposición criolla– aplicó el modelo que disparó inflación, desocupación, miseria y desastres varios.

La otra elección

Los resultados de octubre redefinirán el mapa interno de los partidos. Será la postrera derrota de Luis Alberto Lacalle Pou y las alternativas a futuro no son promisorias. Podrá transformarse en su bisabuelo y ser el eterno opositor o dar lugar a nuevos liderazgos, que no se avizoran con claridad. Un problema anexo, llamado Juan Sartori, pone oscuridades entre lo blanco, pues, al fin y al cabo, esa candidatura representa radicalmente la cultura política promovida por la tradición, basada en el poder económico y en la emulación del éxito y la fortuna.

Para el Partido Colorado, en cambio, la derrota de Talvi podría representar una oportunidad de recomposición, si los números no son tan desastrosos como hace cinco años, cosa que dudo. Su caída luego de la novedad lo empujó a informar con cifras falsas y, ahora, a recurrir a la Justicia para que no lo dejen de lado en un debate entre los dos candidatos con reales posibilidades. “La vanidad es yuyo malo”, decía Atahualpa Yupanqui, y la pérdida de protagonismo de Talvi, producto de sus errores, perece confirmar los dichos del poeta. Pero la reaparición de Julio María Sanguinetti, mientras dure, ofrecerá a la oposición guía y timonel, ante la orfandad de criterio de sus dirigentes.

El FA será, sin duda, el partido que cambiará para poder seguir cambiando. La renovación de la izquierda es imperiosa por razones generacionales, ideológicas y políticas. La generación que creó el FA cumplió un ciclo. Frisan los decanos las ocho décadas; ya han cumplido y, obviamente, sus tiempos y visiones tuvieron su época, sus éxitos y sus fracasos. Pero por encima de las edades y los años, también algunos ciclos políticos han llegado a término.

El desarrollo social y económico y la agenda de nuevos derechos profundizan la libertad y, al hacerlo, radicalizan la democracia. Tal vez sea eso lo que la oposición, pero principalmente los conservadores, no les perdonan a los gobiernos frentistas.

Las corrientes nacidas desde la impronta marxista y leninista han dado todo lo que han podido. No es el lugar aquí para discutir el “quantum” de sus aportes, pero la historia se ha encargado de marcar sus etapas y sus desenlaces. El comunismo y su crisis no necesitan mayor explicación. Pero los derivados del impacto de la revolución cubana y de la cultura sesentista, hijos todos del “socialismo nacional”, mantienen su impronta en el imaginario de cierta izquierda. Son ecos de Las venas abiertas de América Latina, a pesar de que su autor, Eduardo Galeano, renegó de la obra poco antes de su muerte. Por un lado, un radicalismo que resultó en un estilo personal y populachero –hijo dilecto de la lucha armada de los 70– se debate entre la aceptación de la institucionalidad otrora condenada y los ecos de aquel pasado radical que funciona hoy como mito que atrae y, cada vez menos, deslumbra a algunos. Con el tiempo, ese espacio mutará en algo que se parecerá poco a este presente y a aquel pasado. El socialismo nacional, por otro lado, quedó con su relato jaqueado y su tercerismo inicial varió –y con él su partido– a una opción tan marxista leninista como prosoviética, que anuló todo el relato fundado en la tercera posición. Así también, el agotamiento de los nacionalismos populares y su inviabilidad como plataforma de lanzamiento para un cambio socialista caducaron definitivamente las propuestas de la izquierda nacional, entrampada, además, en un siglo XXI marcado por la globalización, el cuestionamiento a las identidades locales, el nuevo internacionalismo y la glocalización.

Aquella vieja estructura frenteamplista en la que la militancia se beneficiaba con la discriminación positiva agotó su ciclo. La idea eje de “un frenteamplista, un voto” es tan obvia y evidente que discutirla sólo genera sospechas. La estructura del FA debe cambiar y con ella, además, debe cambiar la cultura política. Si no hay izquierda sin democracia, no hay democracia sin transparencia. Y debatir abiertamente buscando canales nuevos de información y debate es clave para que el FA pueda cambiar. No es cierto que “los comités de base están abiertos a la discusión”; pocos uruguayos tienen tiempo o están dispuestos a marchar hacia un espacio físico, en la época de internet, entre tantas otras trabas y dificultades.

Y volvemos al principio: el eje del siglo XXI, tanto en lo político como en lo económico, es la afirmación de la libertad. La necesitamos para crear todo, incluso la riqueza, pero no la mantendremos sin democracia y no la profundizaremos sin distribución. Esa es una de las grandes enseñanzas: crecimos cuando repartimos. Era mentira que había que “agrandar la torta” para luego distribuir. Los breves ciclos restauradores del vecindario, tan regresivos y empobrecedores, confirman a todas luces que se crece cuando la distribución ofrece mayores posibilidades de todo y para todos. No cuidar esto es una inmensa marcha atrás que el futuro no nos permite dar, por nosotros hoy y por los que vendrán.