Esta nota y las precedentes1 constituyen un avance de mi investigación sobre la pasión militante en los tardíos 60 y tempranos 70. Trataré aquí el profundo movimiento de renovación doctrinaria experimentado por la iglesia católica en los años 60. El foco estará puesto en la imbricación de tales cambios con las ansias de justicia social y revolución experimentadas en esos años por muchos miles de jóvenes uruguayos.

El Concilio Vaticano II, iniciado en 1962 por el papa Juan XXIII, se extendería por tres años. La iglesia llamaba a sus fieles a intervenir en el mundo social, a indignarse contra la injusticia, a vivir su fe en comunión con los más humildes, fuera de la soledad del confesionario y de las puertas del templo.

En esta parte del mundo, estos cambios cobrarían un tono y relieve singulares. A mediados de los 60, el sacerdote colombiano Camilo Torres llamaba a empuñar las armas contra la opresión secular de los pueblos latinoamericanos. Convocaba a “quitarles el poder a las minorías privilegiadas para dárselo a las mayorías pobres” por medio de una revolución que “no solamente es permitida sino obligatoria para los cristianos que vean en ella la única manera eficaz y amplia de realizar el amor para todos [...] Los cristianos podemos y debemos luchar contra la tiranía”.2 Su muerte en combate en filas del Ejército de Liberación Nacional colombiano, en febrero de 1966, lo erigía en ejemplo de entrega y coherencia cristianas para millares de jóvenes en el continente todo. “Donde cayó Camilo nació una cruz, pero no de madera sino de luz. / Cien mil Camilos prontos a combatir, Camilo Torres muere para vivir”, cantaba Daniel Viglietti en 1969.

En la estela del movimiento renovador, sesionaría en 1968 la “II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano” en Medellín, Colombia, inaugurada por el papa en persona. Pero en la ocasión, Paulo VI expresó “un rechazo apriorístico e indiscriminado a la revolución” y omitió toda mención al neocolonialismo, señalado por él mismo meses antes como la cuestión más grave del mundo. Tampoco hizo referencia alguna a la “violencia establecida” por parte de “gobiernos y oligarquías”, que miles de sacerdotes latinoamericanos denunciaban en una carta dirigida a la Conferencia. Pasando por alto la advertencia conservadora de Su Santidad, una mayoría “compacta y amplísima” de obispos acordaría textos en los que figuraba reiteradamente un término clave: “liberación”.3 En su mensaje final, los obispos latinoamericanos denuncian la “violencia institucionalizada” de las estructuras económicas y sociales, reclaman “transformaciones globales, audaces, urgentes y profundamente renovadoras”, declaran que en tales circunstancias lo sorprendente no es el recurso a la violencia revolucionaria, sino “la paciencia de un pueblo que soporta durante años una condición difícilmente aceptable...”4 Si bien la rebelión armada era formalmente desestimada, el texto mostraba comprensión hacia la “tentación” de la violencia.

En esos años, Uruguay se latinoamericanizaba a marchas forzadas y la institución eclesiástica local hacía lo propio. A fines de 1967, el Arzobispado de Montevideo se dirige a todos los católicos lamentando la existencia de un sistema social “que considera el lucro como motor esencial del progreso económico, la competencia como ley suprema de la economía y la propiedad privada de los medios de producción como un derecho absoluto, sin límites ni obligaciones sociales correspondientes”. El texto condena duramente a los privilegiados; mientras continúe este estado de cosas, se dice, “la agitación será permanente y dará lugar a posturas extremas, sistemas antagónicos, recurso a la violencia, asaltos al poder”. La iglesia reafirma el deber cristiano de reclamar justicia para quienes más padecen ese orden social, denuncia la “gran dosis de violencia” que comporta para los más humildes el actual estado de cosas, llama a impulsar las necesarias reformas estructurales y a luchar por “la instauración de un nuevo orden centrado en el hombre”.

En el mensaje se reconoce la existencia de cristianos que se inclinan por la lucha armada, dada su convicción de que los poderosos “nunca cederán voluntariamente sus posiciones de privilegio”. No se los alienta, pero tampoco se los condena; los fieles que elijan esa “riesgosa opción” deberán hacerse responsables de sus actos ante sí mismos y ante Dios, examinando con cuidado “los fines que se persiguen, los medios que se emplean, la situación intolerable, los motivos que la provocan”. El pasado está plagado de revoluciones violentas –agrega el texto– y en muchas de ellas participaron cristianos, por tanto “no viene al caso emitir un juicio acerca del uso o no uso de la violencia”.5

El Episcopado uruguayo fue el primero en todo el continente en adherir a los documentos de Medellín. El obispo Carlos Parteli, que había participado en todas las sesiones del Concilio Vaticano II, promovió la creación de un millar de “grupos de reflexión” en Montevideo. Diseminados por diferentes parroquias barriales, estos grupos atraerían a miles de jóvenes que cuestionaban un amor al prójimo sin compromiso social, que convocaban a practicar la solidaridad en lugar de la caridad, que discutían de marxismo y cristianismo, de reformismo, de revolución y de lucha armada.

Inspirados en el ejemplo de Camilo Torres, unos cuantos religiosos uruguayos defenderían públicamente el derecho a la rebelión armada contra la opresión. Entre ellos, el sacerdote Juan Carlos Zaffaroni, quien sostendría que tras la condena a la violencia revolucionaria “se esconde un prejuicio social, un prejuicio de clases”. En la actitud heroica de Camilo y el Che, Zaffaroni percibía el amor por los explotados: ambos reeditaban “el drama de aquel Cristo que murió por la redención de los pobres [...] El amor violento de los guerrilleros es en el fondo una forma sublime de amor a la verdad. Esa verdad que nos hará libres”.6 En mayo de 1968 es acusado de “atentado a la Constitución” por sus dichos sobre la violencia. El cura rebelde desacata la orden judicial y queda prófugo. En una carta enviada a los medios de prensa, manifiesta que no está dispuesto a someterse a “los manoseos de una ‘Justicia’ que en nuestro país está totalmente desnaturalizada”.7

La violencia inscrita en estructuras sociales injustas merecía una condena tajante y sin matices por parte de la iglesia uruguaya. El “recurso a la violencia” por parte de los “oprimidos”, en cambio, era visto como una reacción entendible, aunque no pudiera ser compartida. Así, el argumento discurría en esa frontera porosa que separa explicación de justificación. Aquellos jóvenes en procura de sustento doctrinario a su rebelión no necesitarían forzar mucho las palabras para encontrar en estas comunicaciones eclesiásticas los ansiados justificativos para su compromiso político.

Un número indefinido de militantes de la izquierda radical hizo sus primeras experiencias sociales en los grupos de reflexión parroquiales. Es el caso de nuestros entrevistados Mario, Fernanda y Marga.

En el grupo de reflexión parroquial frecuentado por Mario se discutía de asuntos filosóficos abstractos, así como de problemas sociales candentes. Por lo general no se hablaba de política, aunque esto cambiaría pronto. En cierto momento ingresó al debate la guerra de Vietnam, por entonces en su apogeo. Fueron designados tres abogados, tres fiscales y un juez; asistió a las sesiones un público barrial numeroso invitado por el grupo. Los abogados fueron a la embajada de Estados Unidos a procurar material escrito y fílmico. Pero el juez no tuvo siquiera que intervenir: terminada su labor, los “abogados” declararon que habían cumplido con su tarea y que la intervención estadounidense en el sudeste asiático era indefendible. Al compás de la agudización de las tensiones sociales en la segunda mitad de los años 60, el grupo iría decantando hacia la izquierda hasta convertirse en un colectivo militante de neta definición política.

Fernanda, educada en colegios católicos, creció en una ciudad del interior: “Les agradezco a los curas hasta el día de hoy esa concepción del compromiso y la solidaridad que me inculcaron desde niña”. Terminaba el bachillerato en 1966, y al año siguiente se trasladaba a Montevideo para ingresar a la Universidad. Pronto se haría asidua del grupo de reflexión de la parroquia del barrio. En el grupo se solía poner en cuestión qué estaba pasando ese día en la sociedad; “aquí y ahora” era la consigna guía para una reflexión crítica que no debía quedarse en la mera observación, sino concebirse como preparatoria de una intervención activa. “Mirando ahora para atrás, yo creo que eso fue de una gran influencia en mí”, expresa Fernanda. En aquellos colectivos efervescentes se aprendía que la transformación de la sociedad era necesaria y posible, que el compromiso con tales cambios tenía estatuto de deber moral.

“Mi militancia fue muy precoz”, testimonia Marga, que cumplía 14 años en los días del estallido de mayo de 1968. Pronto se hizo asidua del grupo parroquial, en el que coincidían católicos practicantes, agnósticos y aun ateos atraídos por la propuesta social del movimiento cristiano. “De ahí salieron militantes casi todos, la mayoría de izquierda radical; el párroco no hablaba de caridad, sino de solidaridad”. El grupo hacía trabajo social en un cantegril cercano; el contacto con realidades bien diferentes a la suya propia los movía a hacer algo contra injusticias sociales tan flagrantes. En mayo de 1968 llegaba a Montevideo la marcha de los cañeros de Bella Unión; el grupo de la parroquia se propuso tener un encuentro con ellos. A partir de esa experiencia, se aceleraría el proceso de politización de esos jóvenes. “Vos veías que la revolución no sólo era posible, sino también la única manera de transformar la realidad”.

Aun antes de coprotagonizar el golpe de Estado, el presidente electo, Juan María Bordaberry, católico devoto, lanzaba esta advertencia: “La iglesia uruguaya cometió varios errores de orden político y espero que se corrija. No vamos a permitir que siga manteniendo una militancia política negativa para el país”.8 Pocos años más tarde, la dictadura clasificaría a Parteli entre los “ideólogos de la subversión”.9

En los 60, las autoridades eclesiásticas cuestionaban duramente las injusticias contenidas en las estructuras sociales vigentes y llamaban a cambiarlas con premura y de forma pacífica, en armonía con el mandato evangélico de paz y amor al prójimo. Pero en medio de aquella violenta polarización que desgarraba a la sociedad uruguaya, los “grupos de reflexión” parroquiales atrajeron a miles de jóvenes predispuestos a alzarse contra el “sistema” por la vía revolucionaria. Para Mario, Fernanda, Marga y muchísimos otros como ellos, el grupo parroquial representaría una escala más en su fulgurante proceso de radicalización política.

François Graña es doctor en Ciencias Sociales, investigador y docente de la Facultad de Información y Comunicación, Universidad de la República.


  1. Ediciones de la diaria de fechas 14.8.19, 24.7.19, 13.6.19, 16.5.19 y 18.5.18

  2. Cuadernos de Marcha (1968). N°9. “De Camilo Torres a Helder Câmara. La Iglesia en América Latina”, pp. 121-123. 

  3. Borrat, H. (1968). Introducción a Cuadernos de Marcha N°17. “Medellín, la nueva Iglesia”, pp.3-4. 

  4. Heredia Zubieta, J.F. (2004). Los derechos humanos en las conferencias generales del Episcopado Latinoamericano de Medellín, Puebla y Santo Domingo: una lectura desde su contexto histórico. México DF: Universidad Iberoamericana A.C., p. 230. 

  5. Parteli, C. (1967). “Carta pastoral de Adviento” (mimeo), pp.7-8. 

  6. Zaffaroni, C. (1968ª). “Los cristianos y la violencia” en Cristianismo y Revolución N° 9, setiembre de 1968, p. 31. 

  7. Citado por Carlos María Gutiérrez en “Un cura entra en la clandestinidad”, Semanario Marcha, 7.6.68 p. 10. 

  8. http://parroquiasagradoscorazones.blogspot.com/2018/03/historia-de-la-parroquia-mons-parteli_15.html Consultada el 26/9/18. 

  9. Martínez, J. L. (2004). Monseñor Parteli: Biografía no autorizada del arzobispo del Uruguay dividido. Buenos Aires, Argentina: Ediciones Carolina.