“Vas a aprender a no robar más, sorete de mierda”, dice uno de los dos hombres que mantienen apretado contra el piso a otro que grita de dolor y avisa que le falta el aire. La filmación, que circuló profusamente por las redes sociales, fue hecha por alguien que estaba en el centro comercial de Paysandú cuando ocurrieron los hechos. Las imágenes son aterradoras, no sólo porque ya sabemos cuál es el desenlace (es difícil no recordar la observación de Roland Barthes ante el retrato tomado en 1895 por Alexander Gardner a Lewis Payne, un condenado a muerte que espera su ejecución: “esto es y esto ha sido”; él ya está muerto en el momento en que vemos la foto, pero va a morir en el momento en que es retratado) sino porque podemos oír la música de fondo (un machacón ritmo de cumbia) y ver a las personas que circulan por el paseo de compras como si tal cosa, como si un hombre no estuviera siendo asesinado ante sus ojos.
Fernando Dávila Cabrera, de 30 años, murió asfixiado en el piso del Mac Center Shopping, después de advertir varias veces a sus captores que le faltaba el aire. La nota informativa que publicó la Jefatura de Policía de Paysandú lleva como título “Detención ciudadana con persona fallecida” y, pasando por alto la espantosa redacción, que bien merecería una reflexión aparte, dice, palabras más, palabras menos, que el fallecido murió tras caer por las escaleras mecánicas. La noticia de El Telégrafo de ese mismo día va un paso más allá y arriesga que el hombre falleció “cuando saltó hacia la planta baja del shopping céntrico durante la fuga”. A medida que fueron pasando las horas y las filmaciones caseras empezaron a circular, las versiones se fueron ajustando a los hechos.
Hace menos de dos semanas, un hombre fue asesinado a golpes en Mercedes por haber robado unos palos de leña. La fiscal actuante en el caso, Silvana Mastroianni, dijo que la muerte de Jesús Marino, un artista callejero de 43 años oriundo de Montevideo y habitante de Mercedes, había sido “muy violenta” y que tres hombres lo habían agredido a golpes de puño y con palos.
Es difícil no asociar esta violencia justiciera de los ciudadanos con el clima de fiesta punitivista que parece anunciar el nacimiento de Cabildo Abierto y su excelente performance electoral. La presencia en el Parlamento y en el Poder Ejecutivo de personas que hablan de enderezar palos torcidos y que repiten como una gracia la frase “se acabó el recreo” abre, sin duda, un amplio campo de aceptación social para estos episodios de linchamiento. Sin embargo, más sensato sería pensar que las cosas se dieron en sentido inverso: la inclinación vengativa y castigadora de buena parte de la ciudadanía es anterior a la irrupción de una agrupación política de corte fascistoide, y es lo que la hizo posible. Y detrás de esa fascistización de la sociedad hay un relato sostenido y alimentado desde hace años por esa máquina infernal que se arma entre los medios masivos, los operadores políticos y la masa informe y manipulable que llamamos “opinión pública”.
En las últimas horas de este miércoles se conoció el pedido de formalización de los dos hombres que asesinaron a Fernando Dávila. La carátula es “homicidio a título de dolo eventual”, lo que significa que los homicidas pueden no haber tenido el plan de matar, pero aun así sabían que la muerte estaba entre las posibilidades, y eso no los detuvo. El abogado defensor de los dos hombres, el ex fiscal Enrique Möller, dijo en televisión que “la adrenalina” generada por la persecución pudo haber tenido algo que ver con el desenlace fatal. Una sobreexcitación, digamos, que actúa sobre los sentidos como una droga tan poderosa que el que está bajo sus efectos no sabe bien lo que hace. En otras palabras, se les fue la mano, pero es que estaban muy sacados con ese asunto de subir y bajar escaleras detrás de un tipo que había intentado, sin éxito, robarse una moto.
Sin embargo, en el audio de al menos una de las filmaciones caseras se escucha claramente a uno de los homicidas cuando le dice al futuro occiso que va a aprender a no robar más. Es una lástima, pero el aprendizaje, en caso de haber ocurrido, ya no le va a servir de nada. Un esfuerzo ejemplarizante inútil; una muerte que sirvió apenas como desahogo para esos dos hombres intoxicados de adrenalina.
Los próximos años no van a ser fáciles en este sentido. La coalición que ganó las elecciones no ha ocultado su vocación de pacificar a la fuerza a los revoltosos, y el Ministerio del Interior va a estar a cargo del hombre que impulsó una reforma constitucional que proponía reducir libertades, aumentar penas, incluir la prisión perpetua revisable y poner a los militares en las calles a controlar la seguridad interna. Pero además, los anuncios en materia económica permiten aventurar que la presión sobre los más pobres va a aumentar, así que las probabilidades de que esa presión se transforme en estallidos violentos también aumentan. Y no estoy hablando de estallidos revolucionarios: hablo de violencia cotidiana, de esa que se vuelca sobre los más próximos o sobre los más vulnerables. Pasajes al acto que pueden costar sangre, sudor y lágrimas, y que la represión difícilmente podrá controlar.
Es hora de pensar muy bien la política. De pensarla como construcción de un horizonte común, y no como un tablero en el que se gana o se pierde. Porque la única cosa que sirve de contrapeso a la barbarie desatada es la capacidad de trascender las condiciones de la mera existencia y proyectar algo como el bien común. Si no hacemos eso, seguirá corriendo adrenalina por las escaleras ante la mirada indiferente de los que estén haciendo compras.