En un artículo publicado en la diaria el 30 de setiembre, titulado “Ignorantes e iluminados: un dilema riesgoso para la izquierda”, su autor, Juan Andrés Pardo, trata las diferencias estratégicas entre la coalición de gobierno y el Frente Amplio (FA) en pos de mayor adhesión en el interior. El asunto, según se dice allí, es que el FA no logra la proximidad con la gente que sí tienen los partidos tradicionales; sucedería que no interpreta correctamente la idiosincrasia de la gente del interior porque la suya –muy distinta, “iluminada”– desprecia el caudillismo y, por tanto, la efectiva y real cercanía que este logra. La izquierda tendría allí un aprendizaje para hacer y la mejor justificación Pardo la encuentra en algunas viejas palabras de Aldo Solari: “La sociedad uruguaya es lo que es, y no lo que se imaginan algunos teóricos”.

En primer lugar, el asunto no está –según creo– debidamente argumentado: es débil la relación entre ambos enunciados; más bien el autor apela a nuestro sentido común, por el que creemos que los “iluminados” (radicados sobre todo en Montevideo) están demasiado apegados a resoluciones administrativas o reflexiones “ideales” (no “reales”) sobre lo que es o debería ser el pueblo; no se mezclan con el barro de sus necesidades... cuestión que sí harían los caudillos. Obviamente, el argumento ya no funcionaría si ese tipo de caudillo (ya veremos cómo definirlo mejor) existiera idéntico también para Montevideo. Pero, sobre todo, porque tiende a identificar la relación del pueblo con los “caudillos locales” como la única relación fructífera entre ambos. Por el contrario, quiero sostener aquí que la izquierda ha querido con razón “superar” ese modelo de enormes resabios feudales y patriarcales, cada vez más puestos en cuestión por las luchas emancipadoras juveniles.

La mayor parte de mi vida ha transcurrido en San Carlos, departamento de Maldonado. En realidad, los supuestos caudillos blancos allí no tienen tanta cercanía con el pueblo como suponen quienes intentan esa vía de análisis: han estado durante años tan sentados en sus escritorios como luego estuvieron los frenteamplistas. A partir de allí el problema es doble: la lógica de gobierno hace de todos los dirigentes algo así como “caudillos de sillón”. La diferencia entre unos y otros en Maldonado ha sido claramente cómo usan ese poder. En ese plano el progresismo ha significado una superación frente a los partidos tradicionales, que, “genéticamente determinados”, ponen en marcha una y otra vez el viejo y útil clientelismo. Un flaco favor haríamos a la democracia con edulcorar el problema y explicarlo como una lógica “distinta”, “del interior” y no censurable. Ya no sirve la metáfora que erige a los “caudillos” como representantes de lo rural frente a los doctores de Montevideo. Por el contrario, el término se continúa únicamente en relación con el atributo de “líder del partido”; hoy bien urbano y en su gran mayoría doctores con poder para distribuir dádivas, calculando beneficios a cada paso que dan. Falsos caudillos entonces, doctores de la diferencia, nunca de igualdad: a vos te toca, a vos no: ¡a ver cómo te portás! Seguramente, ante la evidencia del simulacro, recrean alguna vieja “performance” simbólica que los relaciona con algún héroe ya imposible de emular.

Claro, hay por lo menos una mitad del país que acepta eso como natural, como lo que debe aceptarse, y esto es lo que más debe preocupar a la izquierda.

La izquierda ha querido con razón “superar” ese modelo de enormes resabios feudales y patriarcales, cada vez más puestos en cuestión por las luchas emancipadoras juveniles.

Las demostraciones de poder desde los gobiernos municipales se realizan tanto por el intendente como por otros que tampoco llegan a ser “pequeños caudillos”, sino más bien mandaderos: directores o empleados municipales (o aspirantes a serlo). Los partidos tradicionales durante cada elección crean una troupe de “militantes” fuertemente interesados en dar el salto económico de sus vidas o en la conservación de privilegios o distinciones. Todas aspiraciones radicalmente contrarias a la ética igualitaria que nos interesa defender y que la actual hegemonía cultural hace retroceder. Porque para muchos suena obsoleto priorizar “el bien común”, el hacer lo “universalmente válido”; hacer uno lo que es bueno para todos en sentido kantiano, más allá de costos o beneficios que pueden, en alguna circunstancia, ser perjudiciales incluso para mí mismo. Sin embargo, esa es la única ética posible para la izquierda y la que mejor asegura, a la larga, la convivencia humana, la que impulsa normas para luego ser respetadas por todos sin excepción. Todo lo contrario de lo que hacen estos nuevos caudillos, permanentemente esquivando la norma o aplicándola a su antojo. Pero su ética tampoco es rural o nacional, sino que es una ética del beneficio y el lucro personal.

Hoy son más pertinentes que las palabras de Aldo Solari las de su contemporáneo Mario Benedetti en El país de la cola de paja: los pueblos comulgan activamente con todas las cosas buenas, pero también con todas las mezquindades y las apetencias de sus dirigentes. Desde esta perspectiva, los pueblos aparecen no como meros receptáculos de lo que ponen otros en sus cabezas, sino como los principales agentes políticos, ya sea por lo que aceptan o por lo que resisten de acuerdo a criterios en debate público.

Estamos de nuevo cara a cara con el viejo clientelismo, por lo que me resulta rechazable algo que lógicamente podría desprenderse de lo que dice Pardo en su artículo y que podría enunciarse así: “Bueno, pero a fin de cuentas funciona... ¿no sería hora de que el FA hiciera lo mismo?”. Si en algo concuerdo con su artículo es en que el FA ha perdido cercanía con el pueblo; pero no la ha perdido por no actuar como los caudillos blancos y colorados desde siempre (ojalá nunca lo hagan), la ha perdido porque la forma “iluminada” de hacer política, común a todos, está centrada en la disputa de votos y no en la conciencia o las prácticas cotidianas de los pueblos. Esto último, bastante más duradero, es también mucho más difícil de encarar. Las izquierdas entonces, dejándose llevar por la corriente hegemónica, han sustituido esa tarea (que bien supieron encarar en épocas de crecimiento) por un trabajo menor y esporádico que cede el rol de cercanía militante al publicista, que no halla valor en compartir experiencias de los pueblos para descifrarlas políticamente, que otorga valor estratégico a “campañas” que venden a un presidente como se vende un jabón, que provoca la súbita apertura de locales y recorridas barriales con listas en la mano de los “nuevos postulantes”, etcétera.

Parecería que en la izquierda nos acercamos a aceptar que no basta con alcanzar el gobierno si eso significa perder la cercanía con la gente. Sin embargo, creo que nos falta asimilar que es la propia lógica en la que estamos inmersos para alcanzar el gobierno la que termina generando la no cercanía. Hay dos opciones, no como disyunción sino para priorizar: la izquierda junto a los pueblos o la izquierda aspirando el gobierno. Si se prioriza lo primero, como creo justo, recién allí no pondríamos la carreta delante de los bueyes, lo cual exigiría que los agentes políticos de izquierda ya no deban estar presos también ellos del prestigio y el beneficio personal que, poco a poco, les ha ido conquistando la cabeza. La metáfora de la carreta, tan vieja como la de los caudillos, sí funciona: los pueblos luchando junto a quienes pueden interpretar discursiva y emocionalmente mejor sus vivencias traccionan la eventual carreta del mejor gobierno posible, pero nunca ideal.

No creo que la alternancia generacional (en este caso para las izquierdas) sea determinante, pero pesa. A la generación revolucionaria de los 60 siguió la progresista de la salida de la dictadura. Ambas deberán dar paso ahora a nuestras generaciones más jóvenes de izquierda, tan resueltas a luchar contra la explotación de clase como contra el patriarcado, a desterrar de una vez para siempre a los Moreira de la política, pero también dispuestas a superar el acaso más honesto, pero débil y tan preocupado por sí mismo, “caudillo de sillón”.

José Stagnaro es magíster en Ciencias Humanas y docente de Formación en Educación.