El domingo 25 de octubre de 2020 quedó configurado un nuevo mapa político en Chile. La derecha pinochetista, que representa a 20% de la sociedad, resultó rechazada con vehemencia por el 80% restante. Casi 15 millones de chilenos fueron convocados, la participación –que no era obligatoria– superó 50%. En 2017 Sebastián Piñera había ganado en segunda vuelta con 54,5%, y en esa oportunidad votó 49,2% de los habilitados. En política, el tamaño sí importa.

El 18 de octubre de 2020, en Bolivia, un contundente 55% ratificó su apoyo al Movimiento al Socialismo (MAS). La extrema derecha santacruceña llegó a 14%, lo que no es poco, por cierto; la derecha –¿moderada?– de Carlos Mesa, casi a 30%.

En esas votaciones estuvo presente, más que el apoyo a las izquierdas, un amplio abanico de posturas opositoras al neoliberalismo. En primer lugar, por las consecuencias económicas y sociales de sus recetas.

Antes había ganado, por razones parecidas, Andrés Manuel López Obrador en México, y en Argentina el binomio Fernández-Fernández. A Mauricio Macri, con su gobierno de “empresarios exitosos” y tecnócratas enajenados le bastó cuatro años para sembrar la desilusión suficiente. En México, después de largas décadas de gobiernos impresentables, se votó por un cambio de rumbo. Cambios complejos, con tentativas que parecen buscar un rumbo.

Resultan por tanto más contundentes el fracaso y el retroceso de las derechas que la consolidación de esas izquierdas que lucen renovadas. ¿Estamos ante el nacimiento de un neoprogresismo? Porque no se avizora la consolidación de procesos de cambios revolucionarios, ni de organizaciones sociales y políticas que puedan poner timón a los procesos que se desarrollan. Lo que no queremos aparece más claramente que nuestros objetivos o proyectos de mediano y largo plazo.

Resulta por tanto más contundente el fracaso y el retroceso de las derechas que la consolidación de esas izquierdas que lucen renovadas.

No sé si alguna vez el papel de los movimientos sociales fue subsidiario de las organizaciones políticas de izquierda. No se conciben políticas trascendentes sin movimientos, organizaciones, conciencia social popular que las impulse. Si de las rebeldías nacen las luchas, y de estas mejor conciencia, organización y luego más luchas de un nivel superior, es posible que el proceso chileno sea un paradigma. Habrá que estar muy atentos a los próximos meses. ¿Morirá el neoliberalismo en su cuna?

El neoprogresismo, si llega al gobierno, tiene, en cualquier caso, grandes desafíos: 1) el rumbo de las economías pospandemia; 2) la construcción de nuevas instituciones (reformas constitucionales) que consoliden democracias de nuevo tipo; 3) la instalación de sistemas judiciales más transparentes y democráticos, menos elitistas, independientes de intereses y lógicas político-empresariales; 4) procesar un cambio cultural profundo; 5) intentar cambiar las lógicas del mercado, de la propiedad privada de los medios de producción –y cómo “los últimos serán los primeros” –; 6) cómo encarar los asuntos relativos a ‘la seguridad’ pública.

Desafíos no faltan. En un panorama de este tipo se generaría una conflictividad de cuya “buena administración” dependería la continuidad de los procesos. Hay acumulaciones en cantidad y calidad que resultan ingredientes imprescindibles para estas recetas.

Por todo lo anterior, hay que poner especial atención en las comunicaciones, en construir una política de comunicaciones para defender el relato desde ópticas no capitalistas. En darnos las herramientas adecuadas y elaborar los mensajes. Allí está el primer desafío democrático. ¿Cómo encarar la batalla cultural entre izquierdas y derechas, que representa un eje central en las contradicciones fundamentales de nuestro tiempo, sin una adecuada política de comunicaciones?

David Rabinovich es periodista de San José.