Las escuelas cerradas en forma mantenida y prolongada son una catástrofe por donde se la mire. Quizás sea la peor consecuencia de esta pandemia. Los niños, casi liberados de la infección por el virus nuevo (de la cual enferman poco y casi nunca en forma grave), se comieron el garrón de sus vidas sin saberlo: allá por marzo, de golpe y porrazo, todos a casa por tiempo indeterminado y acusados a priori de ser los que iban a contagiarnos a todos. Los mocosos, con sus mocos a casa.
El tiempo y el conocimiento acumulado por el mundo del comportamiento de la infección pandémica mostraron que esta decisión sanitaria fue, a la luz de la evidencia, exagerada. Cerrar las escuelas puede que no haya tenido efecto alguno sobre la covid-19. Los niños no son población de riesgo ni tampoco el grupo etario que más contagia. En el peor de los casos puede que contagien igual que sus padres o abuelos. Y por lejos, los niños y sus familias tienen más riesgo de dañarse en un accidente de tránsito de camino a la escuela, que de enfermarse en la escuela de coronavirus y terminar internados.
El problema gigante fue la paradoja de que a pesar de que son los menos infectados (e infectantes), puede que sean ya, por lejos, la población más dañada. Por desgracia (e injusticia) para los niños, el daño no es ni visible en tiempo real, ni tampoco visibilizado por los adultos. El cierre de escuelas, como sucedió este 2020, es una catástrofe con jet lag, pues el impacto de las acciones educativas se ven en años. Es como una bomba con retraso. El daño sucede en 2020 pero veremos las consecuencias en cinco, diez, 20 o más años, cuando los coronnials crezcan. Sabemos que la educación es una inversión a largo plazo, pero si no se cuida, como pasó este 2020, las pérdidas serán como caer a un abismo.
El cierre de las escuelas patea a los niños a las calles. Siempre fueron mano de obra barata y ubicua en países pobres. El cierre chupa a los niños hacia el mundo del trabajo. Trabajo sin ninguna protección obrera, insalubre. Desde la mendicidad lisa y llana hasta convertirse en mineros del coltán en el Congo, armando camisetas para transnacionales en Bangladesh, pidiendo monedas en Río o traficando paste base, merca o faso en algún barrio en Montevideo.
Los números lloran. 192 países cerraron escuelas durante la pandemia, provocando la expulsión de 1,6 billones de estudiantes a sus casas. UNICEF a mitad de setiembre calculó que 463 millones de escolares no tuvieron siquiera acceso a la tan promocionada “enseñanza remota”. Al momento, uno de cada cuatro países todavía no fijó ni siquiera la fecha para regreso a clases, a pesar de que es sabido que cuanto más se retrase el regreso, menos probable es que regresen a la escuela, sobre todo los más pobres.
La escuela es una aliada sanitaria para decenas de distintos tipos de enfermedades de la niñez. Cuando la escuela queda chueca, se torna un problema de salud pública, pues ataca el buen vivir y crecer.
Los números hablan, gritan, pero nadie los escucha. Los malditos terminan siendo como un veneno que mata en el silencio, pues los responsables son, encima, sordos. Parece que todos olvidamos que las escuelas son refugios para millones, asegurando educación sanitaria, ayudan por ejemplo a controlar las inmunizaciones (¿recuerdan cuando nos dábamos todos la BCG y el sarampión o nos pedían el carnet de vacunas como requisito cuando íbamos a la escuela?), proveen servicios nutricionales y son un entorno protector para la niñez. Como pediatra les digo que la cantidad de cosas que diagnostican los maestros a los niños nunca dejan de asombrarme (maltrato infantil, sordera, poca visión, dislexias, entre otros). La escuela es una aliada sanitaria contra decenas de distintos tipos de enfermedades de la niñez. Cuando la escuela queda chueca, se torna un problema de salud pública, pues ataca el buen vivir y crecer. Allí nos enseñan los grandes lineamientos de ciudadanía, el respeto por el otro, el cuidado de nuestros propios físicos y el de nuestras familias. ¿O acaso mi generación de los 80 no recuerda que en la escuela nos inculcaban que fumar está mal y daña nuestra salud, o el valor por el cuidado animal y la ecología? No hay aliado sinérgico mejor para la formación de ciudadanía (que comienza y prosigue en casa, claro está) tan imprescindible como la escuela.
El caso de Uruguay es paradigmático: tiene hoy día escasísima circulación de coronavirus, las tasas de detección son por lejos aún las más bajas del continente. Y eso que estamos rodeados del caos brasileño y argentino. El “caso uruguayo”, una isla entre tanto desmadre regional, es motivo de orgullo nacional. El día que escribo esto, sólo tres adultos están internados en un CTI con covid-19 detectado, 36 nuevos casos reportados y en lo que vamos de pandemia sólo 48 personas murieron. Brasil cuenta el mismo día con 32.000 casos detectados, casi 1.000 muertos y hace rato que pasaron a toda la población de Uruguay en casos detectados. En esta banda oriental del Uruguay, la mayoría de los hospitales pasaron casi vacíos durante todo 2020, e incluso la mortalidad poblacional por otras causas (no covid-19) que llenaban los hospitales cada invierno bajó.
¿Qué hay detrás del éxito? Me animo a decir que no fue una app milagrosa (en ninguna parte del mundo estas aplicaciones demostraron salvar vidas, aunque así se promocionen), ni tampoco un grupo de gobernantes iluminados que fijaron medidas sanitarias innovadoras. No. Lo que hubo detrás del éxito fue una ciudadanía responsable construida sobre el basamento de una población educada y respetuosa de las instituciones estatales que hizo caso a las sugerencias atinadas de su gobierno, que tenía un sistema sanitario al que echó mano para continuar la larga tradición de cobertura sanitaria de todos sus habitantes.
Es una hipótesis demostrable que detrás del éxito en el manejo de la covid-19 estuvieron la escuela y un sistema educativo que fue orgullo de nuestros abuelos y que nos enseñó que aquí naides es más que naides y que estos tres millones nos cuidamos todos o no nos cuida nadie. Aún desprestigiada, vilipendiada y drenada de recursos y prestigio tras decenios de deterioro, la educación uruguaya resiste en la cancha. El ser uruguayensis es reconocido entre sus hermanos latinoamericanos por ser aún gentil, educado, muy respetuoso (casi confundido con timidez paisana) y amigo de la cultura del hogar que hace sentir como en casa al visitante. En este recoveco del mundo que Artigas abandonó, vivimos los hijos de José Pedro Varela, que con moña azul resisten en su grisura los embates del mundo moderno refugiados en nuestra comarca. ¿De dónde salió el acatamiento al llamado gubernamental de quedarse en casa? ¿De dónde salió el respeto a la sugerencia de cuidar a los viejos de la tribu, los abuelos? ¿El lavado de manos? ¿El acatamiento de vacunarse contra la gripe y evitar concurrir a los hospitales por cosas que podían resolverse en el hogar? ¿De dónde salió evitar las aglomeraciones y mantener distancia como en la fila de la escuela antes de que tocara la campana para entrar a clase? ¿De dónde salieron los científicos que todos aplauden por sus atinadas recomendaciones? No salieron de la universidad por generación propia. Para llegar a la universidad tenés que pasar por la escuela.
Entonces, ¿qué nos pasa que no vemos ni queremos ver lo que está pasando? ¿La zoomocracia nos está ganando? ¿Por qué nadie se acordó de los coronnials? En Uruguay se fueron retomando las actividades económicas desde julio casi sin pausa. El orden parece haberlo dictado Don Mercado. Los shoppings comenzaron un mes antes que las escuelas. Todo lo vinculado a cultura, al final de la fila. Fue más prioritario que reiniciara el fútbol que los teatros. Los futbolistas siguen teniendo privilegios por delante de los dramaturgos y el opio futbolero llegó para calmar a las masas. Indigna que haya pasado toda una campaña electoral municipal entera con actos públicos, festejos y políticos abrazándose y teniendo reuniones de festejo a puerta cerrada, hacinados en un cuarto, dándose besos con tapabocas y elevando los brazos de victoria. No vi a ningún representante exigir en reuniones y asambleas los dos metros de distancia entre banco y banco como sí se les exige a los niños en las escuelas. Tampoco vi a ningún político pedirles a sus votantes que fueran a sus casas con las banderas y echar a los periodistas que los acosan con micrófonos para sacar la primicia a 20 centímetros de distancia. Qué fácil olvida el adulto que fue en la escuela donde nos enseñaron la importancia de las elecciones. ¿Recuerda el lector cuando votaba en secreto a sus compañeros abanderados o a los que llevarían a la cruz roja sobre la túnica en el brazo? Ya entiendo, los niños no votan. A los votados debería darles vergüenza.
Hay un relato que falta y cuya ausencia duele: el relato de las consecuencias nefastas de nuestras sociedades si las escuelas siguen cerradas.
Vivimos en una guerra de relatos. Está el relato de que no podemos descuidarnos, de que por un acto irresponsable todo se puede ir al garete. Nos viven inyectando el cerebro de miedo. De que hay que cuidarnos que el R, que el número de camas y los brotes. Siguen los relatos de los que comparan con sus gráficas y numerologías en Excel que avizoran lo que puede pasar y lo que pasó. Está el relato importado de las vacunas que vienen y nos salvarán. Hay un relato que falta y cuya ausencia duele: el relato de las consecuencias nefastas para nuestras sociedades si las escuelas siguen cerradas. Nos sigue faltando la vacuna de la empatía por los niños, que nunca llega. Se repite que “se hará esto hasta que las escuelas sean seguras”, que “no se puede obligar a concurrir hasta que deje de existir riesgo”. Patrañas. Lamento, señores y señoras: siempre hubo riesgo y habrá riesgos. Vivir tiene riesgo. El asunto es qué valor se le da al riesgo y con qué riesgo la sociedad acepta vivir. Con covid-19 hoy día es claro que los niños tienen más riesgo en sus casas o en el ómnibus que en las escuelas. Las escuelas reabiertas por el mundo se convirtieron en brotes en la excepción de los casos, y por lejos, los brotes y eventos “superdiseminadores” fueron aquellos organizados y asistidos por adultos. En Uruguay mismo, los casos que hubo en centros educativos pasaron sin pena ni gloria y no representaron riesgo en las sociedades. Entonces, si pretendemos que no haya riesgos, mejor cerramos las escuelas ad eternum. Pues si no es por coronavirus, tenemos cientos o miles de virus que se siguen transmitiendo mientras haya homo sapiens en la faz de la tierra. Me parece muy claro que seguimos anteponiendo el mundo adulto al del niño.
Alguien podrá contestarme que las escuelas en mi país reabrieron. Contesto que es una verdad a medias o una mentira incompleta, según como se mire. Ocho de cada diez escolares asisten a enseñanza pública, o sea que la situación de la mayoría de los escolares es muy complicada. Lo conversamos con un padre del colectivo Familias Organizadas de la Escuela Pública: “Sebastián, siguen cerradas la mayor parte del tiempo; en las escuelas de 20 horas semanales los niños asisten de forma promedio 8,5 horas, o sea menos de la mitad del horario normal”. Y al seguir siendo voluntaria la asistencia, muchos niños ya se expulsaron: estiman que 7.000 niños perdieron ya vínculo con centros educativos. Los hijos de los más ricos tuvieron 80% de asistencia mientras que sólo 63% del nivel socioeconómico más bajo asiste. La brecha educativa ampliada una vez más, y los pobres serán cada vez más pobres. Porque las escuelas privadas reabrieron casi por defecto todas y a toda máquina. No sorprenderá que muchas familias que apostaron por llevar a sus hijos a la escuela pública opten por deportarlos a las privadas, que se van pareciendo cada vez más a guetos de niños bien, dejando a la escuela vareliana como un depósito de pobres, cuando toda la vida funcionaron para amalgamarnos en nuestras diferencias a pesar de nacer en distintas cunas. Si en Uruguay nos dormimos en los laureles, en Latinoamérica la situación educativa es por defecto peor. ¿Qué futuro próximo le espera a nuestro continente?
La amenaza no es estar con escuelas abiertas. La amenaza es mantenerlas cerradas. Y la venganza inconsciente para nuestras sociedades se servirá en plato frío pues volverá en forma lenta. Volverá con estos coronnials convertidos en padres menos educados, con peores trabajos, con menor capacidad de defenderse ellos y a los suyos frente al mundo que les dejamos. Ni ilustrados ni valientes. Serán nuestros hijos más dispensables y menos importantes si no reaccionamos y tratamos este problema como una emergencia. Orientales, la escuela o la tumba. Hace rato es hora de poner a los niños primero. Después no nos quejemos cuando seamos viejos, nuestros hijos no nos traten bien y no quede nada bueno bajo el ceibo.
Sebastián González-Dambrauskas es médico pediatra.