En las últimas semanas, en diferentes ediciones de la diaria, se ha intentado colocar en el espacio público de nuestro país lo que está sucediendo en la región. Esto podría estar relacionado a que durante varias semanas se estuvo mirando con una lupa y muy pendiente de los pormenores del caso del senador cabildante que nos tuvo en vilo como sociedad. Recordemos que ese hecho remueve el pasado más terrible del país. Y en ese pasado –que permanecerá mucho tiempo en la sociedad pues las heridas siguen abiertas– están presente el autoritarismo, la actuación de los aparatos represivos y la acción de todos los partidos políticos que fueron gobierno luego de culminada la dictadura.
Poner el foco y ocuparnos sistemáticamente de la región debería ser un elemento central para intentar entender lo que sucede en nuestras fronteras. El proceso que se está viviendo luego del golpe en Brasil en 2016, con una derecha que se potenció en toda la región. Si bien un año antes Mauricio Macri había ganado las elecciones en Argentina, lo de Brasil marcó otra situación en el continente.
En una lista de hechos podemos incluir en esta situación de avances reaccionarios lo sucedido en Ecuador con los intentos del gobierno de imponer un ajuste que implicaba que miles cayeran en peores condiciones de vida. Después ocurrió el estallido en Chile, que no tuvo ni tiene –al parecer– una organización que sea capaz de dar forma a todas las demandas existentes en ese país y por ese motivo la salida continúa siendo confusa para los explotados por el sistema.
Los casos de Colombia y Bolivia son bien distintos al resto que hemos mencionado. El primero fue analizado por John Rodríguez Saavedra en su columna titulada “Necropolítica colombiana”. Allí queda claro que el accionar del gobierno colombiano no es nuevo, es una política permanente a través del tiempo. Es el modo de operar del Estado en un país que tiene diferencias sociales abismales y negocios como la producción y el tráfico de droga (que tampoco es nuevo, recordemos el Plan Colombia firmado a mediados del 90 y la intervención de Estados Unidos en ese país desde los comienzos de los años 80 de manera irregular). Toda esta situación evidencia el uso de la violencia estatal como forma sistemática para acallar a los opositores al régimen.
En Bolivia es donde se desató con más furia la avanzada reaccionaria. Parece clave recordar que en ese país se vivía un conflicto importante con el gobierno encabezado por Evo Morales desde diferentes lugares: por un lado los denominados autonomistas (amplia corriente en la que se puede ubicar a diversos movimientos sociales y algunos movimientos indígenas) que se habían opuesto a las medidas que consideraban que no respetaban el proyecto por el cual habían batallado a principios de ese proceso de cambio. Y por otro lado, las organizaciones de derecha más tradicional y grupos de ultraderecha (el rasgo que los distingue es el racismo y desprecio a todo el mundo indígena). Este sector es el que ha tenido desde la creación del Estado boliviano el control económico y político del país hasta la llegada del Movimiento al Socialismo (MAS) al gobierno. A partir de ese momento se disputará ese control con la aparición de nuevos sectores que comienzan a obtener beneficios del Estado y comienzan a constituirse como nueva clase dirigente (Raúl Zibechi y Decio Machado lo analizan en su obra Cambiar el mundo desde arriba: los límites del progresismo, 2017).
En esta situación de múltiples conflictos (sólo se nombraron algunos) es que se da el golpe de Estado en noviembre del año pasado. Obviamente que lo evidente pasó: la derecha tradicional avanzó aliándose con los altos mandos y sectores de la oficialidad de los aparatos represivos. Lo curioso y llamativo fue el apoyo que tuvo el golpe en ciertos movimientos autonomistas (especialmente grupos feministas que denunciaban en la figura de Evo Morales la representación del patriarcado). Silvia Rivera Cucicanqui y María Galindo equipararon (realizando actos y encuentros públicos mientras se reprimía ferozmente a la gran mayoría del pueblo y se perseguía a miles de activistas populares) al gobierno del MAS con el proyecto reaccionario supremacista impulsado por la dictadura que se estaba imponiendo. Hasta hoy no han hecho una autocrítica, sino que continúan afirmando que da lo mismo si está en el gobierno el MAS o la dictadura. No deja de ser llamativa esa igualación.
Hoy parece difícil salir de la situación en la que se encuentra la región de manera aislada y pensando cada uno ensimismado en su realidad concreta.
En Argentina, la democracia pende de un hilo. Hay rumores y declaraciones públicas de dirigentes que hablan de posibles golpes. Y la situación económica y social es de una crisis sin precedentes. En medio de esa situación, los sectores reaccionarios están movilizándose buscando la desestabilización del gobierno electo el año pasado para recuperar sus privilegios.
Sin dudas la región está siendo atravesada por un movimiento continental reaccionario que está tomando cada vez más fuerza.
La situación en Uruguay
Como decíamos, en nuestro país, y reforzado por la pandemia, hemos caído en una suerte de mirada intrafronteras. El proceso de elecciones departamentales también reforzó esta situación. Y lo que antes mencionamos de la persistencia del pasado traumático del proceso dictatorial también ha llevado a esta situación. Pero quizá lo que mayor peso tuvo en el ensimismamiento es la declaración planetaria de pandemia. Una situación inesperada que está siendo aprovechada por los sectores dominantes para reforzar las diferencias sociales y el control sobre la población.
Sin embargo, no todo es intramuros. En los últimos días el presidente uruguayo brindó un discurso en la Organización de las Naciones Unidas y pidió la liberalización del comercio para todo el globo. Sueña con una utopía libre comercial, en donde los países y las empresas que se asientan en países del norte dejen sus intereses de lado para favorecer a toda la humanidad. Con esta política evita la región y a los países vecinos.
No es nueva la ilusión de volcarse y plegarse a las potencias europeas. Luego de la ruptura con España, los sectores oligárquicos –antecesores del actual presidente– solicitaban su adhesión a Inglaterra o a Portugal (o lo que después fue Brasil). Hoy sus sucesores son los que piden y sueñan con separarse de la región y buscan firmar un tratado de libre comercio con esas potencias por fuera del bloque regional. También por ese motivo apoyan a un presidente estadounidense para el Banco Interamericano de Desarrollo. Vincularse con las potencias será lo que asegure las exportaciones de sus aliados del campo.
Lo que queda claro es que el proyecto político de esta alianza que está en el gobierno busca lo mismo que ha buscado siempre la clase dirigente de este país: someterse a los intereses de potencias extranjeras (hoy pueden ser conglomerados económicos) y ser los que obtengan los réditos de esa situación a nivel local. En su imaginario no hay lugar para proyectos propios, pues así como están logran satisfacer sus intereses.
La unidad latinoamericana como posibilidad de salida
Ahora bien: ¿cuál será el rol a jugar por los pensadores críticos latinoamericanos en esta realidad?, ¿cómo se podrá hacer para construir trincheras de ideas (al decir de Martí) y que esto permita que las mayorías puedan vivir y desarrollarse plenamente? ¿No deberían estar en mayor contacto con los sectores populares para construir un conocimiento mayor de la realidad y para poder buscar alternativas a lo que denuncian desde el plano teórico?
No hay novedades absolutas o innovaciones que comiencen sin historia. Al decir del pensador Arturo A Roig, hay recomienzos, inicios que toman y tienen en cuenta (conscientemente o no) procesos anteriores. En este caso se puede pensar en los aportes y en las acciones de los libertadores del siglo XIX (con todo su proceso de contradicciones). Esos procesos llevaron a la ruptura del orden colonial. No lograron cambios profundos en el orden social, pero fueron procesos de disputa entre los diferentes grupos sociales, y en algunas zonas los más explotados lograron romper con sus amos (pensemos en los quilombolas de los que habían sido esclavos en Brasil) y en otros lograron la independencia y fueron los que llevaron adelante dicho proceso (Haití).
Y estos procesos fueron regionales, las fronteras ficcionales no detenían las luchas. Desde diferentes lugares la coordinación de acciones fue lo más común. Por eso hoy parece difícil salir de la situación en la que se encuentra la región de manera aislada y pensando cada uno ensimismado en su realidad concreta.
La unidad latinoamericana parece ser la única posibilidad para superar los problemas que está marcando la realidad política actual, que lleva a millones de seres humanos a sobrevivir en condiciones penosas.
También como país debemos estar prevenidos y atentos ante el avance reaccionario, pues estos sectores se unen para derrotar cualquier vestigio de proyecto que implique una reducción de sus ganancias o que cuestione sus intereses. Por eso, pensar más allá de las fronteras es pensar en nosotros mismos.
Héctor Altamirano es docente de Historia.