La discusión por la igualdad y la desigualdad, tema central y recurrente en las sociedades democráticas, ha tenido en los últimos tiempos una creciente presencia en la discusión pública uruguaya. Uno de los disparadores fueron las declaraciones del presidente de la Asociación Rural del Uruguay, Gabriel Capurro, en el cierre de la Expo Prado 2020. Pero muchas de las afirmaciones y defensas de las posiciones que se han vertido desde entonces muestran cierto grado de confusión y de comprensión parcial de la problemática en juego. Mi intención es tratar de ordenar algunos de los aspectos relevantes de esta discusión como forma de contribuir a colocar los problemas tratados en su mejor perspectiva.
¿Por qué la igualdad?
La igualdad en las sociedades democráticas tiene un rol articulador de la forma en que estas sociedades se autocomprenden. La razón para esto es que a partir de la Modernidad se viene dando una serie de procesos sociales que establecen una forma de entendernos como seres a los que se les debe un igual tratamiento. Concebirnos como iguales se sustenta, a su vez, en una característica común que tenemos por nuestra condición de personas, y es que nunca somos medios para algo más, sino fines en sí. Esto es lo que Immanuel Kant denominaba dignidad.
La dignidad es la base en la que se sustenta la igualdad entre las personas, y es debido a esto que, por diferentes medios, las instituciones sociales aspiran a garantizar su realización efectiva. Esta idea tiene un rol articulador de las distintas formas que tenemos de entender lo que nos debemos unos a otros en las sociedades democráticas, y probablemente la mejor forma de verlo sea a través de la función que en la conceptualización de los derechos humanos cumple la idea de dignidad. En virtud de esto, en las sociedades democráticas contemporáneas es inevitable considerar a todos sus miembros como igualmente dignos, y por ello las instituciones deben intervenir para asegurarlo.
¿Qué igualdad y qué desigualdad son aceptables?
La búsqueda de la garantía de la igual dignidad de los miembros de las sociedades democráticas debe manifestarse en medidas específicas, y al respecto existe un gran acuerdo en que los derechos civiles y políticos son irrebasables. De esta forma se aseguran límites y protecciones a los proyectos de cada ciudadano, y ello puede verse en la libertad de expresión, en la protección a la integridad física o en la participación en la toma de decisiones políticas, entre otras. Este acuerdo se manifiesta en las constituciones y leyes que rigen las democracias. Sin embargo, donde aparecen las principales diferencias es en cómo la igual dignidad se traduce en derechos económicos y sociales. Esto es un tema de debate, pero también hay algunos acuerdos que ya aceptamos explícita o implícitamente.
Dentro de esos acuerdos está el descartar como posibilidad viable lo que se conoce como igualdad de resultado, es decir, que el objetivo de las políticas públicas sea que los ciudadanos perciban el mismo monto de ingreso, independientemente de sus decisiones. La razón para descartarlo es que, para lograr tal cosa, las instituciones, además de vulnerar libertades individuales básicas, deberían intervenir permanentemente para corregir los diferentes resultados a los que llegarían las personas en virtud de sus elecciones. Nadie defiende una posición de este tipo, que es una mala caricatura de cómo entender el ideal de igualdad.
Otro acuerdo ampliamente compartido es que las elecciones que hacemos y que tienen que ver con los objetivos que perseguimos en nuestra vida tienen diferentes recompensas por parte del sistema económico. Por ejemplo, vivir de la filosofía y no de la gerencia de un emprendimiento ganadero son actividades con diferentes compensaciones monetarias, y seguramente el filósofo acepta gustoso tener menos ingresos por los beneficios que le da una vida destinada a estudiar y resolver algunos de los problemas que la filosofía nos ha legado. En función de esto, los resultados desiguales son fruto de lo que alguien decide al anticipar y asumir los resultados de sus elecciones. También como ejemplo del peso que tienen las elecciones en nuestras vidas, existe la posibilidad de que alguien con un talento altamente demandado decida no ejercerlo porque valora mucho más su tiempo libre que obtener altos ingresos por una vida signada por el estrés y la autoexplotación.
De acuerdo con lo anterior, tratar igualitariamente las decisiones y elecciones individuales tiene consecuencias en los resultados desiguales que tienen las personas; la desigualdad es algo internamente conectado con la igualdad, ya que la igualdad en cierto aspecto relevante de nuestras vidas genera desigualdad en otros. Esta desigualdad no tiene nada de condenable desde un punto de vista normativo, y es deseable que exista, ya que pone de manifiesto la radical diversidad humana que estructura y articula la vida de una democracia saludable.
¿Igualdad en qué espacio?
La relación entre igualdad y desigualdad tiene una particular complejidad. Hasta el momento he indicado que hay una igualdad básica que consiste en nuestra condición de seres con valor en sí mismos, pero si bien esta igualdad básica es universalmente reconocida, también está sujeta a la interpretación de cuál es la mejor forma de realizarla. Esta interpretación tiene por consecuencia la selección de un aspecto relevante para la vida de las personas en que se realizará de mejor forma esa igualdad; algunos de esos aspectos pueden ser las libertades de no interferencia, el ingreso, las oportunidades, las capacidades o las necesidades básicas. Cuando en las discusiones de justicia se habla de igualdad de oportunidades, igual libertad o capacidades mínimas para participar en la vida de la sociedad, se está refiriendo a esos aspectos relevantes de la vida de las personas, o a dimensiones o espacios en los que la igualdad se realiza.
Desigualdades inaceptables
La igualdad y la desigualdad conviven y son parte de la misma dinámica; como se indicó, a partir de la igual dignidad es posible justificar y aceptar desigualdades de resultados como consecuencia de las elecciones que realizamos. Sin embargo, no toda desigualdad es aceptable, y una de las razones es que las desigualdades en la distribución del ingreso y la riqueza pueden ser de tal orden que afecten el autorrespeto de quienes se encuentran peor. Cuando son extremas, estas diferencias pueden ser percibidas no como una recompensa justificada para una actividad que se desempeña, sino como una situación políticamente privilegiada de ciertos grupos, lo que estimula un sentido injustificado e inaceptable de superioridad. Esta forma de privilegiar a unos grupos sobre otros mediante protecciones y estímulos de las instituciones culmina en situaciones de opresión que otorgan a los más privilegiados unas posibilidades de intervenir e influir en la vida política que el resto de la sociedad no tiene, y eso viola nuestra condición de igual ciudadanía, además de provocar en los menos aventajados sentimientos de vergüenza que los excluyen sistemáticamente de la vida pública.
Una sociedad justa, articulada en la igual dignidad de las personas, requiere eliminar privilegios y asimetrías de poder. En eso reside el radical potencial normativo que tiene la idea de igualdad.
Es por esto que las sociedades, entendidas como un sistema de cooperación social del que obtenemos beneficios y al que contribuimos para su operativa, establecen los límites a la desigualdad permitida, aceptando algunas de sus formas y rechazando otras; el criterio último para ello es nuestra condición de ciudadanos libres e iguales. La pobreza y la desigualdad extrema son inaceptables porque, en ambos casos, quienes la padecen pierden progresivamente el autorrespeto que deben tener garantizado en tanto seres igualmente dignos.
Requisitos igualitarios para la ciudadanía
Una de las formas más interesantes de asegurar la igual ciudadanía consiste en establecer mínimos sociales, tales como libertades, oportunidades e ingresos. Estas condiciones materiales de la libertad permiten que todos estén en condiciones de tomar decisiones sobre cuál es el tipo de vida que quieren vivir, y a partir de ello las desigualdades estarían dentro del rango de aceptabilidad indicado en el segundo apartado de esta nota.
En la filosofía política contemporánea hay múltiples propuestas de este tipo, pero resulta especialmente importante para la sociedad uruguaya remitir a lo que hace ya casi un siglo planteó Carlos Vaz Ferreira en su texto Sobre los problemas sociales. La propuesta de Vaz Ferreira refleja la forma en que el mejor Uruguay que hemos tenido entendía cómo debería asegurarse la igual ciudadanía. Vaz Ferreira hacía un planteo muy simple que consistía en garantizar mínimos sociales suficientes para poder tomar parte en la sociedad, y según él nadie debería caer por debajo de esos mínimos de dignidad. A partir del umbral de esos mínimos, la desigualdad estaría justificada, siempre y cuando no sea tan extrema que afecte nuestra condición de libres e iguales. Para esa perspectiva de la historia del pensamiento uruguayo era inconcebible e inaceptable que alguien cayera por debajo de esos mínimos, y eso debería funcionar como un fuerte referente a la hora de pensar en cómo se ha entendido la justicia social en la historia de nuestro país. Es más, puede decirse que esto constituye parte de nuestra identidad como ciudadanos y por ello es de alguna forma irrebasable a la hora de discutir cuál es la mejor forma de realizar la justicia en Uruguay.
En este momento creo que es relevante evaluar con los elementos manejados la frase de Gabriel Capurro que indicaba al inicio y que generó parte de esta discusión. Capurro afirmó: “Aunque todos podemos estar de acuerdo en que la desigualdad extrema no es deseable, la realidad es que la desigualdad de ingresos va a existir siempre por la propia naturaleza humana, y es justo que así sea. Las personas somos todas distintas, tenemos objetivos de vida diferentes, actitudes y aptitudes diferentes, y actuamos y trabajamos en consecuencia. Las diferencias existen y van a existir siempre entre las personas, y por lo tanto en los ingresos, que no pueden ni deben ser iguales”.
De acuerdo a lo que hemos visto en esta nota, el problema no está en la desigualdad que se gesta a través de nuestras elecciones y opciones vitales, así como tampoco a través del ejercicio de algunas de nuestras capacidades que pueden ser altamente demandadas por la vida económica; en eso Capurro tiene razón. El verdadero problema está en las condiciones materiales que una sociedad justa debe asegurar para que esas elecciones puedan realizarse en forma libre y autónoma. Esos mínimos de ciudadanía que los uruguayos ya establecimos como necesarios hace cerca de un siglo deben ser garantizados, y para ello la justicia nos impone exigencias para su efectiva realización. Sería muy interesante saber cuál es el compromiso que con la justicia tienen Capurro y los sectores que representa, de qué forma están dispuestos a contribuir para erradicar la pobreza y la desigualdad extrema que él mismo considera no deseables. Hasta el momento estos sectores solamente se han beneficiado con la devaluación de la moneda que ha hecho el gobierno y que pagamos todos; todo indica que son de esos grupos privilegiados que ejercen mayor poder que el resto de los ciudadanos y obtienen unas protecciones del gobierno que vulneran nuestra condición de libres e iguales. Una sociedad justa articulada en la igual dignidad de las personas requiere eliminar privilegios y asimetrías de poder. En eso reside el radical potencial normativo que tiene la idea de igualdad, que ha sido parte de la mejor historia de nuestro país y que debería inspirarnos en la realización de la justicia.
Gustavo Pereira es profesor titular de Ética y Filosofía Política en la Universidad de la República, y coordinador de la Cátedra UNESCO-Udelar de Derechos Humanos.