A la una de la mañana hace un calor de mediodía. El tránsito está cargado, todo es densidad, y se escuchan los bombos desde lejos. Por las calles linderas a la Casa Rosada sube gente vestida de Boca y de Argentina, cantando, tomando, y atraviesa las vallas que rodean Plaza de Mayo. Desde temprano hay gente haciendo cola para ver el cajón forrado con camisetas. El velorio empezará en pocas horas, a las seis de la mañana. Hay algunos niños y caras desencajadas. Hay pocas mujeres y una llora con desconsuelo mientras camina sola, como poseída. Una pareja de varones hizo un picnic en el pasto y se besa. Una cara gigante del Diego va tomando forma con pintura en el piso, en la Pirámide de Mayo hay una banda y los platillos chocan mientras los brazos se agitan como en la cancha pero enfrente no hay jugadores sino una casa presidencial con una cinta negra enorme de duelo. La luna brilla y el ambiente está espeso. La escena es irreal, casi espectral y todavía falta que llegue el millón de personas, el desmadre, las corridas, el sudor, la ansiedad, los cuerpos, la represión policial, la falta de tiempo.
La muerte de Maradona puso en pausa al mundo y a su vez lo aceleró todo. Rincones barriales convertidos en santuarios exprés; aplausos por las ventanas a las diez de la noche. No hubo un minuto de silencio en las redes: casi todos tienen algo para decir. Estamos bajo un hechizo. No podemos hablar de otra cosa; al menos en Argentina, donde las emociones le ganan a cualquier toma de distancia. Acá lo popular es religioso y cuela tan hondo y construye tantos sentidos que hablar de grieta a esta altura resulta un chiste. No es que haya grieta con Maradona; como dice un amigo: él es la grieta. Y así como es grieta y surca atravesando multitudes, es en realidad absolutamente todo lo que queramos que sea. Lo que la gente hizo de él. Una caja de resonancia de la argentinidad pero también de las fantasías más insospechadas de personas en Siria, en Cuba, en China y en cualquier rincón del mundo, porque los símbolos tienen eso de universal.
Cuando explotó la noticia y empezamos a conectarnos con los nuestros para chequear que sí, que eso estaba ocurriendo y que éramos testigos de la historia porque estamos vivos justo cuando pasa esto y justo en el año más raro de nuestras vidas, me puse a intercambiar mensajes en el grupo de Whatsapp de mis amigos de infancia. Somos un grupo heterogéneo y hemos hecho vidas disímiles en países diferentes –la mitad vivimos fuera de Uruguay–, pero por algún motivo además del cariño histórico seguimos teniendo mucho que ver, nos seguimos intuyendo. Y aunque solemos acordar en muchas cosas de la vida y el amor y la política, cuando se trata de cultura popular, en particular de la cultura popular argentina, la cosa se enturbia. Aparecen las pasiones, los desprecios y la incomprensión. El tema es que mientras cada uno iba diciendo qué pensaba sobre Maradona, la muerte, Dios, las construcciones colectivas, el fútbol, el sistema patriarcal, la falopa, Rocío Oliva, Claudia, la Tota, los 90, la falopa otra vez, el arte, etcétera, yo me iba dando cuenta –después de que se me pasó el enojo y la frustración por fallar en mi corresponsalía emocional– de que cada opinión sobre Maradona y la reacción frente a su muerte reflejaba la personalidad del emisor.
Hice una lista con los nombres de cada uno y anoté las descripciones según las declaraciones y así empezó un juego que la más escéptica bautizó: “leer la borra del Diego”. No fallaba. La politizada rescataba su compromiso con los más pobres; el elitista lo ninguneó; la intelectual hacía referencia a otra cosa; la aterrizada buscaba chequear información; la espiritual hablaba de sincronías; la más ocupada directamente ni entró al chat. Cuando nos dimos cuenta de que esa bola de espejos maradoniana era infalible empezamos a volcar reacciones de otros grupos. Pusimos lo que dijeron nuestras madres, una tía, parejas, activistas feministas. Todo cerraba.
El chat se dispersó pero yo me quedé sensibilizada y sumergida en una espiral de asociaciones frenéticas, porque la borra del Diego no miente y describe a quien la lee. En ese momento anunciaron que sería velado en la Casa Rosada y la explosión de acusaciones cruzadas en las redes acerca de si Maradona era un maltratador, o un sobreviviente, o un mago, o un pedófilo, o un redentor siguieron confirmando ese oráculo interior: somos una sociedad (virtual) bipolar en medio de otra enfermedad.
Apenas empezó la pandemia, se puso de moda notar que esta era, sobre todas las cosas, una Cassandra reveladora. “El coronavirus deja en evidencia” debe ser una de las expresiones más fatigadas del siglo. Maradona, con su muerte, le ganó al coronavirus en su propio año: coronó el fin de una era y en pocas horas consteló a toda la humanidad. No tengo idea de si eso es ser Dios, porque no creo que exista. Pero se le debe parecer bastante.