Los resultados del plebiscito chileno del 25 de octubre siguen produciendo comentarios y análisis. La victoria aplastante del “Apruebo” con 78% de los sufragios, así como la –más sorprendente– opción por la Constituyente 100% electa con 79%, han sido recibidas con bastante entusiasmo y satisfacción tanto por la prensa como la comunidad académica en toda Latinoamérica. Un dato, sin embargo, ha quedado en entredicho: el de la participación. El Servicio Electoral de Chile, órgano que organiza y fiscaliza las elecciones, comunicó que el plebiscito tuvo una movilización histórica, con poco más de 7,5 millones de votos. Sin embargo, el nivel de participación no deja de ser modesto: 51%.

Aunque el nivel de votación sea el más alto desde la adopción del voto facultativo (2012) –en las elecciones de 2014 y 2018 la participación fue de 43% y 49%, respectivamente– llama la atención que, pese a que el pleito fuera considerado como el más importante desde la vuelta a la democracia (1988), los chilenos no votaron más. A pesar del ya conocido desánimo de la sociedad chilena con las elecciones y, más particularmente con sus partidos, los números a la baja en diversas comunas, entre otras con mayoría indígena, no dejan de sorprender. Esos números relativamente modestos no deberían quitar legitimidad al resultado, pero sí constituyen verdaderos desafíos, en particular para la elección de constituyentes de abril de 2021.

Para intentar remediar esta situación y buscar involucrar y movilizar a un número mayor de chilenos para futuros comicios, diversas opciones podrían ser barajadas. Una sería la reintroducción temporaria, o definitiva, del voto obligatorio. Recordemos que en Chile esa era la regla hasta 2012, aunque con el “truco” de la inscripción voluntaria. Esa medida, manteniendo la inscripción automática, probablemente tendría un efecto directo de aumentar significativamente la participación.

¿Pero a qué precio? No podemos descartar el impacto de la pandemia del coronavirus a nivel global, que puede haber impedido o desestimulado a millares de chilenos a ir a votar. Sobre todo, sabiendo que Chile ha sido uno de los países, en proporción a su población, más tocados por la pandemia.

¿Qué otra alternativa se presenta?

La literatura clásica en ciencia política indica que la participación está directamente correlacionada a dos elementos: el interés del ciudadano con el pleito o con la política, y el costo que la acción de ir a votar implica. Dicho de otra manera, el hecho de ir a votar debería contener una dimensión simbólica relevante para el ciudadano y/o suponer un desplazamiento limitado tanto en términos de distancia como de costo.

Suponiendo que la elección para elegir a los convencionales de la constituyente interese a un número relevante de chilenos –particularmente a las minorías étnicas, que tendrían cupos reservados–— cumpliendo así con la primera condición, ¿cómo podríamos entonces volver “barato” el desplazamiento? ¿Y qué pasa si, hasta entonces, el país aún está padeciendo los efectos de la pandemia? ¿Sería razonable pensar que más chilenos vayan a votar? Probablemente no.

En términos generales y ampliando la mirada hacia el resto América Latina, el voto remoto, particularmente el electrónico, podría ser una opción realista ante nuevas oleadas de covid-19.

Una solución que las autoridades podrían barajar es la introducción del voto remoto, sea digital o no. Asimismo, vale la pena señalar que diversos países del mundo han adoptado ese formato de elección o han incluido esa opción en su normativa electoral. Suiza ha sido uno de los pioneros, al incluir el voto remoto por correo. Esa medida no sólo habría contenido una tendencia a la baja en la participación, tradicionalmente en torno a 43%, sino que habría tenido cierto impacto posterior, con un crecimiento de 4,1%.

Estados Unidos es otro país que incluyó el voto remoto, postal, en su ley electoral. De la misma forma, se notó un crecimiento en la participación ahí donde el nivel de la participación era tradicionalmente bajo, por debajo de 50%. Estonia, por su parte, introdujo el voto remoto electrónico hace una década, sin que se produjeran problemas de legitimidad o contestación de los resultados. En este caso, el voto electrónico remoto supuso, además, una baja en los costos de organización de las elecciones.

De cualquier forma, la introducción del voto remoto, particularmente en el caso de voto electrónico o e-voto, supondrá ciertos problemas y potenciales desigualdades. No todos los ciudadanos poseen conexiones estables a internet o un aparato adecuado. Además, la introducción de esa modalidad no dejaría de levantar cuestiones de seguridad o confiabilidad del voto, dejando espacios para sospechas de manipulación o trampa.

Sin embargo, en sociedades donde la penetración celular y de smartphones llega a pasar el 100% de la población, esa opción supondría, sin duda, una disminución del costo de votar y ofrecería un nuevo canal de votación para sectores donde el voto supone un costo, sea de tiempo o de locomoción. Estas consideraciones nos permiten pensar, por lo tanto, que esta medida podría impactar en los índices de participación.

En términos generales y ampliando la mirada hacia el resto América Latina, el voto remoto, particularmente el electrónico, podría ser una opción realista ante nuevas oleadas de covid-19. Sobre todo, teniendo en cuenta que este y el próximo año habrá elecciones relevantes en países como Brasil (municipales en noviembre), Argentina y México (legislativas), Chile (presidenciales, legislativas y constituyentes), Perú y Ecuador (presidenciales).

Adrián Albala es doctor en Ciencia Política y profesor asistente en el Instituto de Ciencia Política de la Universidad de Brasilia (UnB). Este artículo fue publicado originalmente en www.latinoamerica21.com.