A poco de andar, el gobierno quiso imponer dos ideas tan claras como básicas: el país vive una emergencia en seguridad por los fracasos del Frente Amplio, y desde el 1° de marzo de 2020 ya pueden advertirse resultados positivos. Con la publicación de los primeros datos sobre denuncias de delitos en plena pandemia se intentó instalar esas ideas, y en las últimas semanas la estrategia se ha reforzado. Un relato oficial sin contenido, sin diagnóstico y sin matices es ampliado por los medios de comunicación y por legiones de opinadores que aseguran, sin escrúpulos, la “baja sostenida” de los delitos a lo largo de 2020. Algunos son un poco más disimulados y logran preguntarse si acaso el contexto de pandemia no influirá sobre la tendencia del delito. Pero la actitud reflexiva dura poco, y amparados en los datos de los últimos meses (y en particular de noviembre), no vacilan en señalar que el descenso de los delitos obedece a los cambios de gestión.
“Quebramos la curva de crecimiento” es el grito repetido que se escucha por todos lados. Y a la hora de aportar argumentos que expliquen semejantes logros, nadie sale de la zona de influencia de un puñado de lugares comunes: hoy hay una Policía con respaldo que muestra otra actitud, el país recuperó la motivación y el compromiso de los funcionarios policiales, el “combate al narcotráfico” es la prioridad estratégica, etcétera.
La seguridad ha perdido parte de su obsesiva centralidad de agenda, el discurso oficial es elemental y se apoya en todos los binarismos (delincuente/ciudadano, autoridad/delito, firmeza práctica/debilidad ideológica, víctimas inocentes/perpetradores motivados), la disposición a creer que la Policía es la llave decisiva para reducir el delito se consolida como perspectiva, los medios de comunicación en general adoptan un patrón aún más hegemónico para reforzar la “verdad oficial”.
Todos estos aspectos juegan su partido y lo seguirán haciendo en el futuro inmediato. Sin embargo, hay una clave que le da sustento a lo anterior: asumir que la información estadística sobre delitos refleja una realidad evidente. Así como estos datos de denuncias le sirvieron al actual gobierno para hacer una oposición cerrada a la gestión del Frente Amplio, ahora son la plataforma de demostración de un “éxito” inmediato.
Estos logros tempranos están basados en una profunda equivocación. No es posible utilizar, salvo para algún evento en concreto y con otros resguardos de información, las denuncias de delitos como indicadores de evaluación de una política de seguridad. Esto no lo decimos ahora, que hay un gobierno con el cual tenemos discrepancias radicales. Lo decimos desde siempre, desde el primer día de creación del Observatorio Nacional sobre Violencia y Criminalidad en agosto de 2005, pues allí se trabajó para fortalecer más de una fuente de información, para solidificar los sistemas de gestión, para medir la “no denuncia” (o cifra negra), para promover una cultura de producción de evidencias dentro de la institución, etcétera.
Lo señalamos cuando nos pareció un riesgo excesivo comprometer resultados en 2015 (por ejemplo, reducir 30% las rapiñas), al mismo tiempo que se hacían esfuerzos para captar más denuncias y mejorar los sistemas de registro. Tal vez con la excepción de los homicidios (que tampoco están exentos de problemas), las tendencias del delito masivo (hurtos, rapiñas, daños, violencia de género) no pueden analizarse sólo con indicadores de denuncias policiales. Hoy el gobierno se sube a esa ola porque le conviene, porque no tiene ninguna clase de reparos técnicos para sus objetivos políticos y porque sabe que una porción importante de los hacedores de opinión apenas rozarán el punto.
Si en circunstancias normales ya es un riesgo adoptar esta forma de evaluación, mucho más en un año como 2020, que sufrió, casi en simultáneo, la irrupción de dos variables determinantes: la pandemia y la asunción del nuevo gobierno. La combinación de estos dos fenómenos ya es razón suficiente para desestabilizar cualquier sistema de denuncias de delito. Sin embargo, para el gobierno y la legión de opinadores nada importante parece haber sucedido.
Mucho se discute a nivel mundial sobre los efectos múltiples que la pandemia puede producir en las dinámicas delictivas y en las estrategias de prevención del delito. Nada es claro y definitivo, pues dependerá de la realidad de cada país y del tipo de camino que se haya elegido para el control del virus. Sin embargo, en primera instancia suena lógico que una reducción drástica de la movilidad reduzca el delito callejero y los robos residenciales. Por otro lado, el confinamiento puede agravar los episodios de violencia de género, aunque dicha situación no se refleje luego en la cantidad de denuncias. En este contexto, las fuerzas de seguridad son desafiadas a cumplir nuevas tareas, a ejercer un control más general y a priorizar nuevos objetivos focalizados (plazas, aglomeraciones, etcétera). Además, la pandemia ha expandido como nunca los controles sociales y situacionales a través de nuevas tecnologías y de la participación activa de agentes pasivos: muchos comerciantes de emprendimientos medianos a grandes nos han señalado que los controles de temperatura y aforo han servido para reducir algunas modalidades de robos.
Los efectos de corto plazo no son los únicos a considerar. La crisis socioeconómica, la pérdida de sustento material y el deterioro acelerado de determinados enclaves urbanos pueden expandir el delito masivo pero también reestructurar negativamente las dinámicas de la criminalidad organizada. Nada de esto puede verse ahora con claridad, pero no habrá que esperar mucho para que estos efectos muestren su faceta más agresiva.
La pandemia no sólo impacta sobre el crimen. Afecta decisivamente la propensión a denunciar delitos, no sólo porque el confinamiento detiene un impulso de por sí bastante ralentizado (no hay que olvidar que en la última encuesta nacional de victimización de 2016 el porcentaje de no denuncia llegaba a 72%), sino porque las respuestas institucionales operan como desestímulo a la denuncia (oficinas temporalmente cerradas, problemas del “sistema”, falta de funcionarios, etcétera). ¿Alguien podría creer que ninguna de estas realidades se ha instalado en los últimos meses en Uruguay?
Pero no hay que hablar sólo de la pandemia, sino además de los efectos que pudo haber generado el advenimiento del nuevo gobierno. Si bien no hay saltos disruptivos en la orientación de las políticas de seguridad, el perfil de las nuevas autoridades políticas y policiales sí permite suponer cambios (por acción y por omisión) en los criterios de registro, consolidación, difusión e interpretación de los datos sobre denuncias de delitos. Viejas formas de trabajar (según se cuenta, más de un jerarca policial pidió al asumir el cuaderno de “novedades”, cuando existen sistemas informatizados), cambios en las modalidades de atención en seccionales, priorización de urgencias administrativas, ajustes en las formas de recolectar denuncias mediante dispositivos móviles, etcétera, son realidades que pueden impactar sobre la contabilidad última de las denuncias.
El problema más importante no es que el gobierno alardee de unos logros que no son tales. El drama es la consolidación de una hegemonía sobre la base de una retórica voluntarista que hace del control policial y la privación de la libertad los caminos excluyentes para reducir los delitos.
En rigor, esto que estamos describiendo no es una novedad. Siempre hay un porcentaje de eventos denunciados que queda por fuera de la contabilidad (subregistro) a pesar de la informatización de los sistemas. Sigo creyendo que el pronunciado crecimiento de las denuncias de hurtos y rapiñas en 2018, luego de los importantes esfuerzos para obtener una modesta baja en 2016 y 2017, se explica mayormente por la necesidad de volver interoperativos los sistemas de la Policía y la Fiscalía en el marco del nuevo proceso penal.
Aunque muchos creyeron que las dificultades operativas de la nueva dinámica y la no aplicación del instituto de la privación de libertad preventiva hicieron explotar el delito, nada de eso es capaz de explicar un crecimiento de 55% de las denuncias de rapiñas. Nadie debería descartar que este “efecto de sinceramiento” para la tramitación de las novedades pueda estar sufriendo nuevos ajustes hoy en día, de modo que el sistema de investigación “priorice” lo más relevante. La consigna a aplicar es sencilla: como no hay tiempo para todo, no hay necesidad de registrarlo todo.
En definitiva, la variable “cambio de gobierno” no debe naturalizarse a la hora de interpretar los datos sobre el delito. La ansiedad por mostrar resultados y la metodología para presentar evidencia y criterios comparables los delata. El ministro Jorge Larrañaga sostiene que el Observatorio es el mismo de los años del Frente Amplio. Es verdad, pero el problema es que el gobierno es otro. Es muy poco lo que se necesita hacer para moderar las tendencias de los delitos masivos, sobre todo cuando no existen dispositivos fuertes para auditorías internas, ni una política pública para la promoción de la denuncia.
Hay algunas pequeñas pistas para desentrañar estas realidades. Durante el primer semestre de 2020, cayeron más los hurtos (12,6%) que las rapiñas (5,6%). Los hurtos bajaron en mayor proporción en el interior del país, con un descenso importante en la cantidad de motos robadas, y es esperable en contexto de pandemia que también se hayan reducidos los hurtos residenciales (que son los más frecuentes). Además, el propio informe oficial del Observatorio sostiene: “Los datos sobre hurtos se ingresan al Sistema de Gestión Policial con cierta lentitud, en virtud de su gran volumen. Es muy probable, por lo tanto, que a la fecha en que fue producido el presente informe, algunas denuncias correspondientes al año 2020 todavía no hubieran sido cargadas. Es virtualmente seguro, en este sentido, que los datos que se muestran para 2020 subestimen algo la cantidad de hurtos ocurrida en el período”.
En el caso de las rapiñas, su caída en “comercios” y “transeúntes” explica la diferencia con el año anterior. La menor movilidad y el cierre temporal de muchos comercios pueden incidir sobre esto. Pero hay más: la cantidad de rapiñas con armas de fuego en 2020 fue la misma que en 2019, el descenso se produjo en las rapiñas que se cometieron sin armas de fuego. Esto también puede ir en la línea interpretativa anterior, y no debemos descartar que las rapiñas menos graves además estén afectadas por el subregistro (aunque no tanto como en el caso de los hurtos).
Por último, el gobierno nos ha deleitado con un truco fascinante. Para demostrar que los efectos de la pandemia no son tan relevantes, se optó por comparar noviembre de 2020 con igual mes de 2019. El recurso es de una ingenuidad demoledora, si no fuera porque muchos están dispuestos a dejarse engañar. Decir que en noviembre de 2020 los homicidios bajaron 38% con relación a noviembre de 2019 suena fuerte. Tan fuerte como vacío. No dice absolutamente nada. Más aún: durante 2019 los homicidios tuvieron una caída de 4,3%, con un promedio mensual de 33 homicidios. En noviembre hubo 34 y en diciembre 44 (el mes con más homicidios de 2019). Como la comparación seguramente sea más provechosa en diciembre, tenemos que estar preparados para el nuevo truco de magia del gobierno. En cualquier caso, ninguna de estas variaciones tiene relación con estrategias generales o focalizadas para la reducción de los homicidios, y terminaremos el año un escalón abajo con relación al pico de 2018, pero en la misma preocupante tendencia.
En un año como el de 2020, hay que interpelar este mecanismo de medición de delito y exigir la materialización de un proyecto con otro alcance y confiabilidad. El problema más importante no es que el gobierno alardee de unos logros que no son tales. El drama es la consolidación de una hegemonía sobre la base de una retórica voluntarista que hace del control policial y la privación de la libertad los caminos excluyentes para reducir los delitos. En este escenario, el desafío para diseñar una oposición social y política es de una exigencia abrumadora. Sería un lamentable error caer en el recurso deslegitimante (“los datos son manipulados”) o en la narrativa de una inseguridad en aumento y mayor de la que se cuenta. No podemos transformarnos en la misma oposición que teníamos. Ya nos alcanzó y nos sobró con el repertorio del “realismo de derecha” a la hora de ejecutar políticas. Defender una alternativa consistente sin perder sintonía con las demandas de la gente sigue siendo el gran reto.