Se acaban de cumplir cuatro años del Acuerdo de Paz suscrito entre la guerrilla de las FARC-EP y el gobierno colombiano. Un acuerdo que se firmaba, no sin dificultades, tras cuatro años de diálogo en La Habana, un día antes de la muerte de Fidel Castro, y a modo de corolario de un largo siglo XX, desdiciendo a Eric Hobsbawm. El conflicto colombiano, aparte de ser el más longevo de América Latina, es a su vez el último remanente de la experiencia guerrillera que, desde mediados del siglo pasado, tuvo lugar en el continente.

La firma de un acuerdo de paz no supone una reducción per se de los niveles de violencia. Centroamérica o el mismo país cafetero nos invitan, con sus realidades violentas, a una reflexión. Un acuerdo tampoco supone necesariamente, como nos muestra la reconocida politóloga Pippa Norris, un avance positivo en la calidad de la democracia. Asimismo, por lo general, en los años posteriores a una confrontación armada no termina por llegar el conocido dividendo de la paz, por el cual los gastos asociados a un conflicto, al desaparecer este, permiten la reinversión del gasto público en otros ámbitos y necesidades de la sociedad.

Todo lo contrario; las dinámicas de gasto en seguridad y defensa se mantienen estables ‒como sucede en Colombia‒ y los procesos de reincorporación a la vida civil nunca son plenos, ni mucho menos están carentes de disidencias o nuevas movilizaciones hacia la violencia. Al respecto, las experiencias recientes nos hablan de lo natural que es la conformación de disidencias o nuevas estructuras criminales, al menos, entre 8% y 14% sobre el total de viejos integrantes de una estructura armada.

Un acuerdo de paz es sólo el principio de un proceso de transformación estructural, territorial e institucional de un escenario otrora violento, y que casi siempre es tan imperfecto como complejo. En el caso de Colombia no hay excepciones, y es necesario partir de estas premisas, aun cuando el acuerdo suscrito con las FARC-EP bien puede ser el más ambicioso y completo de las últimas décadas. Eso sí, con la única y extraordinaria excepción de que es el gobierno, a diferencia de cualquier otra experiencia comparada, el principal saboteador y el mayor responsable de los incumplimientos hasta el momento advertidos.

Sea como fuere, la violencia asociada al conflicto armado interno y a las fuentes de financiación ilícitas asociadas a este ‒narcotráfico, minería ilegal, extorsión, etcétera‒ hoy es sustancialmente superior a la acontecida en los últimos ocho años. Aunque el país presenta una tasa de muertes violentas cada 100.000 habitantes inferior a los 25 homicidios, y esto representa el mejor registro de los últimos 25 años, igualmente, este dato se duplica ampliamente en aquellos escenarios con mayor violencia asociada al conflicto.

Además, desde la firma del acuerdo no sólo han sido asesinados más de 700 líderes sociales y 250 ex guerrilleros de las FARC-EP, sino que la vieja geografía de la violencia, mayormente periférica, se ha intensificado, producto de un incremento de la disputa territorial de los actores criminales. Entre otros, el Ejército de Liberación Nacional, las mal denominadas disidencias de las FARC-EP ‒pues mayormente están conformadas por nuevos actores‒ o los grupos criminales de Los Pelusos o el Clan del Golfo protagonizan una disputa por la hegemonía en la que hay decenas de estructuras armadas y un total de efectivos en liza que supera los 7.000 integrantes.

El desarme de las FARC-EP, la falta de ocupación del territorio por parte de las fuerzas militares ‒en un país, tradicionalmente, con más territorio que soberanía‒ y una ingente disposición de recursos ilícitos ‒como las más de 150.000 hectáreas cultivadas con coca‒ han alimentado una geometría variable de la violencia. Esto en un espacio donde las alianzas y las confrontaciones entre todos estos actores criminales han quedado subsumidas en una lógica cambiante y oportunista, en continua transformación.

Todas estas violencias siguen aconteciendo en la Colombia olvidada, periférica y cocalera, donde el acuerdo de paz y cualquier atisbo de implementación siguen siendo hoy mera quimera.

En primer lugar, es posible identificar una treintena de grupos armados que se consideran continuadores, de un modo u otro, de las extintas FARC-EP. Si bien esta guerrilla tenía una presencia que superaba los 240 municipios a finales de 2012, la actual continuidad de la violencia ya se contabiliza, según la Fundación Ideas para la Paz, en al menos la mitad de estos municipios.

Algunos frentes históricos, como el Frente 1 o el 7, desde los primeros compases de la implementación del acuerdo se desmarcaron del proceso y enarbolaron el continuismo de la extinta guerrilla, disconformes con el escenario de intercambios y concesiones que había sido suscrito con el gobierno. De este modo es como destacan los grupos comandados por “Gentil Duarte” o “Iván Mordisco”.

Frente a estos, los nombres de los dos principales comandantes de las FARC-EP al frente del diálogo de paz de La Habana, “Iván Márquez” y “Jesús Santrich”, conforman la estructura criminal “Segunda Marquetalia”. Esta se erige como continuadora de las FARC-EP, una vez que estos abandonan el proceso de reincorporación a la vida civil, en agosto de 2019.

En un inicio, los líderes presuponían que el paso natural de reorganización armada debería llevar a un proceso de convergencia, al menos, con las estructuras de “Gentil Duarte” o “Iván Mordisco”, más próximas a la esencia guerrillera. Nada más alejado de una realidad caracterizada por el enfrentamiento en el control del territorio y de los recursos, especialmente en el oriente colombiano. Allí concurren todos estos grupos, además de otros no menos importantes, con mayor arraigo en el nororiente (Arauca y Norte de Santander), tal y como sucede con Los Pelusos y, principalmente, con el ELN, con cerca de 4.000 efectivos.

Por otro lado, en la región Caribe predomina la concurrencia de grupos posparamilitares, entre los que destaca el Clan del Golfo, con 1.800 integrantes, y al que hay que sumar el reparto y la confrontación con estructuras del ELN y otras disidencias de las FARC-EP con especial arraigo en el litoral Pacífico ‒Chocó, Cauca, Valle del Cauca y Nariño‒ o en los departamentos del sur del país, como Caquetá o Putumayo.

Allí, las estructuras armadas herederas o continuadoras de las FARC-EP actúan con un rasgo más flexible y clientelar, sujetas a la correlación de fuerzas y las particularidades del entorno local. Aunque las estructuras de “Duarte” y “Mordisco” trataron de coordinar buena parte de los grupos criminales de la región Pacífico, no tuvieron éxito en su intento. Todo lo contrario, el resultado ha sido una guerra de todos contra todos, en parte motivada por el carácter autónomo de algunas de las estructuras más poderosas, como el redefinido frente “Óliver Sinisterra”.

El resultado de todo lo anterior, por ende, es un conflicto mucho más fracturado, complejo y cambiante que el existente cuando operaban las FARC-EP. Con el objetivo de la hegemonía local, acontecen tres enclaves que hoy en día resultan especialmente violentos. Primero, el sur de Cauca, que se disputan ELN y el Frente “Carlos Patiño”; después, el sur de Putumayo, que enfrenta a una estructura de “Duarte” con el grupo Mafia Sinaloa; y, finalmente, Nariño, en donde hay más de diez actores armados enfrentados entre sí. En los tres, el factor común es, además, la ausencia del Estado. Y ello por no tomar en consideración otros complejos como el Catatumbo ‒en Norte de Santander‒ o Chocó.

En conclusión, nos encontramos ante múltiples guerras en el plano local que protagonizan y desdibujan una violencia cada vez más difícil de caracterizar, aunque con un inalterado patrón explicativo, que ha resultado irresoluto con el paso de los años. Todas estas violencias siguen aconteciendo en la Colombia olvidada, periférica y cocalera, donde el acuerdo de paz y cualquier atisbo de implementación siguen siendo hoy mera quimera.

Jerónimo Ríos es politólogo, profesor y doctor de la Universidad Complutense de Madrid. Este artículo fue publicado originalmente en www.latinoamerica21.com.