Las sociedades democráticas están fuertemente atravesadas por creencias discriminatorias. Probablemente sea el racismo el fenómeno social que más ha llamado la atención en el siglo XX, especialmente por la institucionalización de prácticas que van desde la exclusión en el acceso a puestos públicos a la aniquilación sistemática de un grupo humano.
La discriminación se estructura en un conjunto de creencias falsas o distorsionadas que le atribuyen a un grupo de personas características que las hacen no ser dignas del respeto y consideración que se les debe a todos los ciudadanos. Estas creencias tiñen las actitudes que los individuos de una sociedad tienen hacia los miembros del grupo discriminado, generando sentimientos de desprecio y alimentando posibles comportamientos violentos. La discriminación envenena poco a poco la democracia al socavar su elemento normativo más poderoso e irrebasable: la igual dignidad de los ciudadanos. Es a partir de que nos autocomprendemos como seres en sí mismos valiosos que las sociedades democráticas articulan la forma en que los ciudadanos debemos tratarnos unos a otros, estableciendo para ello un conjunto de derechos fundamentales. Las creencias discriminatorias rompen la ligazón interna entre democracia e igualdad y por eso son un verdadero veneno para la vida democrática.
El desprecio, la negación de la igual dignidad, es definitivamente el peor veneno que puede tener la democracia, y es por esto que desde las instituciones el mensaje no debería ser de estímulo al odio y al desprecio.
La discriminación tiene un amplio alcance: racial, de género, hacia los extranjeros, pero hay un tipo de discriminación que ha existido siempre y al que Adela Cortina le ha puesto nombre: aporofobia o el rechazo al pobre. La aporofobia es un tipo de discriminación hacia los pobres, basada en creencias falsas o distorsionadas que estipulan, entre otras cosas, que los pobres son pobres porque no son suficientemente esforzados, que solamente quieren vivir de los programas del Estado, que no son capaces de planificar su vida y por eso tienen tantos hijos, o que simplemente son peligrosos. Estas creencias generan, como dice Cortina, el rechazo al pobre, su desprecio y también actitudes violentas hacia ellos. No hace falta recordar situaciones en América Latina y, lamentablemente, también en Uruguay, donde personas que son pobres terminan sus vidas siendo asfixiadas, apaleadas hasta la muerte o incineradas. En estos casos el rechazo se convierte en odio y llega hasta el peor resultado posible: terminar con la vida de otro ser humano. La muerte, el desprecio, la negación de la igual dignidad es definitivamente el peor veneno que puede tener la democracia, y es por esto que desde las instituciones el mensaje no debería ser de estímulo al odio y al desprecio, sino de la comprensión de situaciones particulares que probablemente muchos que odian y desprecian no han vivido. Cuando se afirma explícita o implícitamente que los pobres lo son porque no se esfuerzan o que quieren vivir del Estado o que tienden a comportamientos delictivos, se está marcando a un grupo social con rasgos que lo colocan por debajo de lo que demanda el igual tratamiento, pero esto depende de un conjunto de creencias falsas, ya que en todos los grupos sociales, y no exclusivamente en los pobres, encontramos gente con esas características. Por ejemplo, muchos individuos de los sectores más pudientes han trabajado poco o nada en su vida, amparados en el bienestar familiar, también dentro de esos sectores están quienes han vivido del Estado y lo han estafado, y también en esos sectores tenemos serias conductas delictivas, como el lavado de activos, el fraude o el tráfico de drogas. Sin embargo, el grupo social a cuestionar son los pobres, y en estas creencias distorsionadas radica el envenenamiento de la democracia; son el inicio del odio, la discriminación y la violencia que comprometen la convivencia, la identificación colectiva y la estabilidad social. Y esto es así porque estas actitudes no solamente son identificables en quienes discriminan, sino que surten efecto en aquellos a quienes está destinada, y cuando ello sucede se da el envenenamiento de la sociedad mediante la estigmatización social.
Los fenómenos de estigmatización social fueron especialmente estudiados por Ervin Goffman, y a partir de su trabajo es que se puede enfatizar a la relacionalidad como el rasgo que la diferencia de la discriminación; es decir, solamente se genera estigmatización social cuando alguien que es discriminado asume su condición de inferior, de no cumplir con las expectativas que tienen los grupos dominantes de la sociedad. La estigmatización es una relación social que les devuelve a quienes son estigmatizados una imagen de sí mismos que socava su autopercepción como iguales, y esto genera sentimientos de angustia y estrés, a la vez que vergüenza. El resultado es que la identidad de los individuos afectados es dañada, y ello socava su autoestima al sentirse menos capaces de llevar adelante sus proyectos vitales. Las consecuencias pueden ser múltiples, pero lo que está claro es que los procesos de estigmatización social afectan la condición de ciudadano al comprometer la motivación para perseguir los fines que consideran valiosos.
La necesidad de cooperación y estabilidad social son dos de los pilares de la democracia especialmente destacados por el pensamiento liberal (John Rawls). De ellos depende que las sociedades democráticas puedan ser el mejor marco posible para que los ciudadanos llevemos adelante nuestros proyectos vitales y busquemos la felicidad. Cuando esto se afecta, la democracia se transforma en una mera mímica de lo que debe ser, ya que la igual dignidad comienza a estar en entredicho.
Los líderes políticos, desde sus cargos y ejerciendo la responsabilidad que el pueblo les ha otorgado, deberían ser conscientes del alcance de estos fenómenos y muy especialmente los riesgos que encierran; la igualdad y la libertad inherente a las democracias no pueden convivir con categorizaciones que suponen que hay algunos grupos que tienen “apariencia delictiva”, especialmente cuando tal apariencia está asociada a la pobreza. Una de las claves de un buen funcionamiento democrático es que todos sepamos que somos igualmente respetados y considerados, y si ello falla se socavan las bases de la cooperación y la estabilidad social. Esperemos que nuestros líderes políticos estén a la altura de sus responsabilidades y que sean capaces de entender esto.
Jean-Jacques Rousseau, en un memorable pasaje de Emilio, dice lo siguiente: “¿Por qué los reyes no sienten piedad por sus súbditos? Porque cuentan con no ser nunca humanos. ¿Por qué los ricos son tan despiadados con los pobres? Porque no temen empobrecerse. ¿Por qué un noble siente tanto desprecio por un campesino? Porque él nunca será campesino [...] La piedad del ser humano lo vuelve sociable, nuestros sufrimientos comunes guían nuestro corazón hacia la humanidad”.
Una sociedad democrática igualitaria, como al menos muchos uruguayos aspiramos a construir, no necesita “reyes” carentes de compasión, incapaces de colocarse en la posición del otro y, por lo tanto, incapaces de sentir y padecer con los otros, sino gobernantes suficientemente sensibles como para comprender que hay circunstancias sociales no elegidas que son tan arbitrarias como tener una discapacidad y que por ello deben ser compensadas, porque esa es la única forma de asegurar una sociedad inclusiva e igualitaria en la que todos podamos ser ciudadanos plenos. Sin esto, la libertad y la igualdad que configuran nuestro horizonte normativo simplemente se convierten en una cáscara vacía.
Gustavo Pereira es profesor titular de Ética y Filosofía Política en la Universidad de la República.