¿Los gobiernos posdictatoriales chilenos promovieron y aseguraron la justicia para las víctimas de violaciones a DDHH? ¿Dónde está el límite entre buscar justicia transversal y validar la impunidad a violadores de DDHH? ¿Es la pandemia del coronavirus una razón válida para otorgar blindaje jurídico a criminales de lesa humanidad? ¿En qué momento los tribunales de justicia dejarán de ser cómplices y velarán por la dignidad? Son preguntas que como jóvenes no podemos dejar de realizarnos, porque en aquellas reflexiones descansa la posibilidad de que un país logre de una vez por todas comenzar a sanar las mortales heridas que la dictadura militar dejó en nuestro tejido social y cultural.
Esta columna nace desde la indignación de ver a la derecha chilena y a lo que en algún momento se autodenominó “izquierda” (la Concertación) cerrando filas en pos de entregar aún más regalías penales a quienes mediante el uso de la fuerza estatal violaron los derechos humanos y socavaron el alma de nuestra República. El objetivo del presente texto es criticar y reflexionar sociológicamente respecto a la acción de los gobiernos de la posdictadura chilena en materia de derechos humanos. Parece incluso que este tipo de acciones son la culminación de un pacto de retorno a la democracia cuya principal característica es la salida negociada de la dictadura de Pinochet y el traspaso del mando a gobiernos de la Concertación. En ese proceso no se derogó la Constitución, no se intervinieron las Fuerzas Armadas, se protegió la identidad de los violadores de DDHH y hoy se comienza a buscar alternativas para entregar garantías penales e indultos a los pocos criminales juzgados.
El 5 de octubre de 1988 Chile vivió un momento histórico. El plebiscito del Sí y el No dirimió la posibilidad de que Augusto Pinochet perdurara en el cargo o, de lo contrario, se mantuviera un año más en la presidencia y convocara a elecciones generales 90 días antes que de que expirara la prórroga. El resultado del plebiscito se inclinó por la segunda opción y el demócrata cristiano Patricio Alwyn fue elegido en 1990 como presidente de la República, dando fin a veinte años de una sangrienta dictadura militar. La pregunta es: ¿realmente el cuento fue de esa forma? ¿Realmente Pinochet perdió y retornamos a la democracia? Óscar Godoy (1999)1 menciona que el retorno chileno, a diferencia de otros países latinoamericanos, fue un retorno pactado, donde los grupos que asumieron el poder realizaron acuerdos con el dictador para conducir el traspaso bajo sus reglas del juego. Estos pactos significaron: a) la persistencia de aspectos claves de la institucionalidad política gestada en dictadura, como la constitución vigente de 1980; b) la no intervención al modelo punitivo de fuerzas armadas y de orden, y c) apoyo jurídico y político en mantener la impunidad o, de lo contrario, encontrar las mejores condiciones penales para los pocos juzgados por crímenes de lesa humanidad. Este contexto evidentemente no constituye un modelo democrático y generó un sistema político cargado de enclaves autoritarios que, en palabras de Garretón y Garretón (2010),2 es una democracia incompleta.
Este pacto se ha traducido en una serie de eventos, por ejemplo, en que Pinochet continuó como general en jefe del Ejército, y durante los cuatro años siguientes se sentó en el Parlamento como senador designado y se declaró senador vitalicio. O que su juicio fue llevado por el juez español Baltazar Garzón y su detención por la Policía británica. ¿Qué clase de democracia sienta al dictador en el Parlamento y lo deja a cargo del Ejército? ¿Qué clase de democracia dota de fuero parlamentario a un responsable de violaciones a los derechos humanos y no lo juzga por sus crímenes? Esa es la democracia de los pactos, la democracia de los acuerdos, la democracia de la concertación, una democracia que escondía a los asesinados, torturados y mutilados bajo la alfombra de la historia chilena. Si bien los gobiernos de Concertación realizaron procesos de investigación de las violaciones a DDHH, como el informe Rettig y la Comisión Valech, no necesariamente se orientan hacia la justicia y reparación de los familiares de los desaparecidos, ni tampoco buscan potenciar procesos de reconstrucción societaria a la violencia estatal. Ricardo Lagos Escobar, del Partido por la Democracia, en su mandato presidencial decretó el secreto sobre contenidos del informe Valech, protegiendo la identidad de los autores de crímenes de lesa humanidad. ¿Un texto lleno de líneas tachadas que no da cuenta de los nombres de los responsables busca justicia o impunidad?
El presidente demócrata cristiano Eduardo Frei Ruiz-Tagle creó en 1994 la cárcel Punta Peuco con la finalidad de que el ex director de la Dirección Nacional de Inteligencia de Chile (Dina), Manuel Mamo Contreras, cumpliera su primera condena por el asesinato del canciller Orlando Letelier y posteriormente por los otros 35 procesos, por los que suma un total de 350 años de cárcel. Posterior a esto, el penal continuó albergando a los juzgados por crímenes en la dictadura bajo el pretexto de cuidar su seguridad personal. Esta cárcel, si se puede llamar así, pone a su disposición salas de recreación, canchas de tenis, asistentes personales, piscina, médicos, entre otros lujos, mientras que el resto de la población carcelaria del país tiene altas tasas de hacinamiento y condiciones miserables de vida.
Durante esta semana, el tema en Chile vuelve a salir a colación porque el presidente Sebastián Piñera y la derecha política, en una torpe jugada, evidenciaron sus continuas ganas de entregar garantías a los pocos responsables juzgados por crímenes en dictadura. Este esfuerzo se materializa no solo desde el gobierno sino desde la totalidad del Estado, en tanto parte del Poder Legislativo de derecha participa, y el Poder Judicial deja en claro una vez más que no sólo se llenaron de temor para juzgar a Pinochet, sino que mantienen formas de apoyo a sus colaboradores.
El 9 de abril de 2020 el gobierno puso carácter de discusión inmediata en el Congreso al proyecto de “ley humanitaria” para la población penal, que en el marco de descongestionar las cárceles para evitar la propagación del coronavirus entrega el beneficio de reclusión domiciliaria para algunos reos. Lo problemático es que Piñera y su gobierno establecen que no importa la naturaleza del delito para optar por el beneficio, mientras estén en fase terminal de una enfermedad, se tengan más de 75 años y se haya cumplido a lo menos la mitad de su condena. Estos criterios han generado una serie de dudas, porque, contrario a los convenios internacionales de derechos humanos,3 entrega beneficios carcelarios para criminales que no han demostrado arrepentimiento sobre sus crímenes y mediante tratos de silencio no han aportado a las investigaciones. Por otro lado, el proyecto no establece mecanismos transparentes para establecer enfermedades terminales, y además ¿las posibilidades de contraer coronavirus es una justificación real cuando hablamos de una cárcel VIP?
Frente a esto, ¿cuál fue el posicionamiento de la ex Concertación? El ex presidente Ricardo Lagos, del Partido por la Democracia, el mismo que profundizó el neoliberalismo, privatizó servicios sociales, mantuvo Punta Peuco y protegió la identidad de quienes cometieron crímenes de lesa humanidad, apoyó el proceder de Piñera y se declaró a favor de indultar a estos criminales mediante el proyecto de ley humanitaria. Entonces, surge la duda de si esto no será el último aspecto del pacto de retorno a la “democracia”. ¿Cómo se puede justificar tamaña validación de la impunidad? Esta interrogante nos motiva a alzar la voz contra los gobiernos de la posdictadura que permitieron la continuidad del negacionismo en la sociedad chilena y hoy demuestran su poco compromiso con los ideales de la democracia.
En Chile no es para nada extraño que la derecha política siga velando por la impunidad y la ex Concertación se ponga al servicio.
El mismo 9 de abril de 2020 dictaba sentencia la Octava Sala de la Corte de Apelaciones de Santiago respecto a las condenas para ex agentes de la Dina juzgados por delitos de secuestro calificado y homicidio calificado de 17 personas entre 1973 y 1977. Antes de que los criminales cumplieran tres años en la cárcel, este fallo viene a revisar sus condenas, revocar el fallo contra ocho ex agentes y reducir la condena de los nueve restantes a tres años y un día de libertad vigilada. Para el Poder Judicial chileno, ¿es más grave robar un auto que cometer crímenes de lesa humanidad?, ¿en qué momento los tribunales de justicia cumplirán su rol?, ¿cuándo se perseguirá a los cómplices civiles de la dictadura? Son interrogantes de hace 30 años. Desde la transición a la democracia, la Justicia ha asignado penas rebajadas y vergonzosas por cada asesinato, tortura y violación, privilegiando que gane la injusticia y jamás sane la herida del país.
Parecería que la pandemia está generando el contexto para que el pacto de poder político para la impunidad se materialice por completo. En nuestro país algunos sectores propician condiciones institucionales para la impunidad. Han mantenido por 30 años la cultura de la impunidad, que subjetiviza los derechos humanos y que se ha expresado en el conflicto del Estado con el pueblo mapuche, en la represión contra movimientos estudiantiles y nuevamente con las graves y sistemáticas violaciones a los derechos humanos que siguen ocurriendo como consecuencia del estallido social.
Los que la derecha llama “viejitos de Punta Peuco” han sido los más brutales criminales de la historia chilena actual. No podemos jamás olvidar lo que esos asesinos hicieron a las personas en nombre del Estado. Nieves Ayress, torturada en dictadura, entrevistada por el noticiario chileno 24 Horas el 16 de diciembre de 2014, relataba:
“A mí me torturaban y me metían botellas en la vagina, me metían palos por el ano y a muchas compañeras les hacían lo mismo con objetos. La orden que había en ese momento para los militares era destruir la vagina de todas las que éramos jóvenes y estábamos en período de reproducción”.
“Nos destruyeron la vagina y el útero para que no fuéramos reproductoras de revolucionarios y comunistas. Esa fue la orden que les dieron [a los militares] (...) Aparte de ser prisioneras políticas, nos torturaban por ser mujeres. Ellos [los torturadores] nos decían: ‘ustedes son mujeres y no tienen que estar metidas en esto [política]’”.
Estos son los “viejitos de Punta Peuco”, los sociópatas a los que Sebastián Piñera ya ha indultado, como cuando en 2018 indultó al responsable del asesinato de Beatriz Díaz, la joven de 26 años asesinada con seis meses de embarazo. En Chile no es para nada extraño que la derecha política siga velando por la impunidad y que la ex Concertación se ponga al servicio.
Iván Ojeda Pereira y Roque Alfaro Navarro son estudiantes de Sociología de la Universidad de Chile.