Las decisiones que tomamos hoy determinan también nuestro futuro. A pesar de la urgencia que conlleva este momento histórico, es importante tomarse un tiempo para reflexionar y cuestionarse: ¿cómo llegamos acá? ¿Qué podemos aprender de este momento? ¿Qué hacemos después de que termine? Responder estas preguntas requiere una visión de múltiples escalas, sistémica y ecológica.
Orígenes de la crisis
Las pandemias surgen de la degradación de los hábitats (Shah, 2020). Hace varios años tuvimos la pandemia de la gripe H1N1, que se originó en las granjas industriales, a diferencia de la covid-19, que proviene de un animal salvaje. El riesgo de enfermedades humanas provenientes de animales no sólo tiene que ver con la destrucción de hábitats y biodiversidad, sino también con lo que hacemos en ellos. Por ejemplo, la expansión del sistema productivo agroindustrial basado en el monocultivo y la intensificación de la producción ganadera industrial generan las condiciones para que aparezcan esos patógenos. La expansión de este sistema productivo en nuestro país ha transformado los ecosistemas de pradera en desiertos verdes de monocultivos (soja, eucaliptos, etcétera) y granjas industriales. Los cambios en el manejo del territorio involucran el uso intensivo de fertilizantes, pesticidas y antibióticos. Estos insumos afectan la calidad de la tierra, el agua, la salud de trabajadores/as y consumidores/as. Sumado a esto, el modelo de producción intensivo de animales, feedlot, ha ganado espacio en el país. Es por esto que las/os científicas/os nos anuncian que debemos estar preparadas/os para la próxima pandemia.
En otros países, como Ecuador, Brasil o Colombia, podemos ver que la herencia de la colonialidad en la región ha hecho que esta pandemia afecte diferencialmente a poblaciones indígenas y afrodescendientes. Estos pueblos han perdido su soberanía y están siendo desplazados de sus territorios, dando lugar a la expansión del agronegocio, la minería o las hidroeléctricas, por lo cual pasan por una situación sanitaria muy precaria.
Globalmente, la pandemia deja en evidencia cómo la organización del sistema capitalista del siglo XXI, basada en el extractivismo natural y financiero, privilegia el capital y la acumulación de riqueza sobre la vida. Este modelo se basa en la extracción de recursos, generalmente del sur global (SG), exportados como materias primas al norte global (NG), donde son procesadas y adquieren su valor agregado. Las desigualdades a nivel económico entre el NG y el SG se traducen en inequidad a nivel de justicia ambiental y social; el SG recibe las externalidades de estos procesos, acumulando la contaminación, mientras que el NG se queda con la mayor parte de las ganancias. Esta injusticia se repite en cada región, haciendo que las/os más vulnerables estén aún más expuestas/os a la contaminación, comprometiendo su salud con condiciones preexistentes como el asma, además de no poder acceder a sistemas de cuidado con capacidad de respuesta en situaciones de crisis.
El extractivismo tiene un lado financiero que obliga a los estados a endeudarse y pagar rentas a grandes multinacionales. El caso de UPM es un ejemplo de esta faceta del modelo, donde el Estado financia infraestructura para la empresa y le asegura renta comprando su biomasa. Este modelo no registra las externalidades o efectos colaterales del extractivismo. Las presiones sobre el ambiente y la contaminación no se calculan, por ende los costos y consecuencias sociales los paga la sociedad entera. Se pide el sacrificio de los territorios y de las personas directamente afectadas, y nuestro futuro endeudamiento, para alcanzar el crecimiento del producto interno bruto. Un índice de riqueza del país que no mide las condiciones de vida de la gente.
Algunas lecciones de la crisis
La covid-19 nos sacudió de tal forma que dio lugar a una reevaluación de prácticas socialmente naturalizadas, permitiéndonos cuestionar el sistema frágil y poco sustentable en el que vivimos.
Para quienes ya estaban en una situación precaria económicamente, esta crisis representa una situación intransitable. Para quienes han perdido sus trabajos o tienen trabajos sin derechos sociales como el seguro de enfermedad o de paro, esta es una situación límite.
Esta crisis prueba que es posible plantearnos un cambio para construir una sociedad que dé prioridad a las lógicas comunitarias del cuidado en vez de a las del capital.
Reconocer la violencia que ejerce este modelo sobre la vida visibiliza también tramas sociales que nos permiten sobrevivir. La sobrevivencia depende de las actividades de cuidado, de la solidaridad y de la posibilidad de reconexión con otras/os en nuestra comunidad.
Queda en claro ante la pandemia que los cuidados, el ambiente saludable, el agua limpia y la comida son lo que necesitamos para poder subsistir, y son mucho más limitados de lo que aparentan. Como seres sociales dependemos del cuidado de los demás para poder vivir. Mi salud depende de la tuya, si tú te enfermas yo estoy en riesgo. Desde la infancia a la vejez necesitamos contar con el apoyo de otras personas para transitar por la vida diaria.
Nuestra salud está vinculada con el ambiente. El acceso que tenemos al agua limpia, el aire limpio y los alimentos nutritivos depende de la manera en que cuidamos y gestionamos estos bienes comunes. Estas prioridades convierten a estas necesidades básicas en privilegios.
“Lo que está en crisis en este momento es nuestra vida colectiva”, dice Pérez Orozco (2020). La conciencia sobre el valor de los espacios domésticos como lugares clave para la reproducción social está en crisis. La cuarentena, para quienes podemos hacerla, muestra las diferencias de clase y género en esta reconfiguración de las actividades que se realizan en el espacio privado. No todos tienen casa o trabajo que se pueda realizar en ella, y no para todas estar en su casa es estar en un lugar seguro, como lo ha demostrado el incremento de la violencia doméstica. Según Gago (2020), “las casas saturadas de trabajo doméstico y teletrabajo se convierten en una especie de casas fábricas”.
El privilegio de poder trabajar en casa, para muchas/os, hace que no haya descanso y que se incrementen las horas y la exigencia de trabajo sin que exista ninguna compensación. Por ejemplo, en el caso del teletrabajo en la docencia, durante la cuarentena no sólo contribuimos con nuestro trabajo, sino que también pagamos por el internet, la luz y demás herramientas para poder realizarlo. Entramos en una situación de uberización del trabajo de la educación. Este formato de trabajo desde la casa crea una situación de aislamiento de las/os trabajadoras/es, dificultando la organización para luchar por derechos laborales.
Este aislamiento también ocurre para quienes son más jóvenes; la casa como “hogar escuela” afirma la necesidad de la comunidad y la relación intergeneracional para aprender. La reordenación del espacio doméstico recalca las diferencias sociales; algunas familias no cuentan con acceso a internet o un espacio apto para aprender, evidenciando la fragmentación social que refuerza diferencias materiales y reconfigura las relaciones sociales, debilitando el tejido social.
La lección más grande de esta crisis es una positiva: podemos cambiar. En poco tiempo las sociedades en todo el mundo han podido parar sus prácticas cotidianas y frenar economías.
Después de la pandemia
Esta crisis prueba que es posible plantearnos un cambio para construir una sociedad que dé prioridad a las lógicas comunitarias del cuidado en vez de a las del capital. Existen a nivel local grupos y comunidades que están desarrollando experiencias en esta línea, por ejemplo, los grupos de consumo alternativo asociados con productoras/es agroecológicas/os. Estas redes solidarias apoyan un modelo de producción agroecológico que tiene beneficios ambientales, sociales y económicos para las familias rurales y para quienes consumen. Esto permite regenerar los ecosistemas, proteger la biodiversidad, adaptarse a cambios climáticos, fortalecer el tejido social rural y fomentar nuevos estilos de vida urbanos basados en relaciones donde se distribuye y socializa la responsabilidad de cuidar a la comunidad y el ambiente. Estas pequeñas experiencias van construyendo un horizonte de posibilidad que puede extenderse. Otro mundo es posible.
Mariana Achugar es docente e investigadora de la Universidad de la República.