Comienza a aparecer cierto consenso entre los analistas acerca de que la pandemia trastoca certezas y cuestiona fuertemente modos de vivir y de producir previos a su aparición.

Sería, no obstante, casi frívolo decir que la pandemia puede tener un efecto positivo en cualquier orden de la actividad humana, pero lo que sí resulta plausible afirmar es que el virus parece haber contaminado ciertas verdades que hasta hace poco se iban asentando como sentido común hasta configurarse como dogmas. Las grandes crisis operan como puntos de quiebre históricos, y esta que nos obliga a aislarnos y casi a vestirnos como el Eternauta para salir de casa, seguramente tiene ese distintivo.

La quietud nos acelera, valga la paradoja, y en parte ese confinamiento obligado dispara estos apuntes, destinados a revisar algunas de esas certezas que hasta hoy eran parte del discurso hegemónico. Nos referimos básicamente, y a resguardo de otros desarrollos, a la necesidad de protección del trabajo autónomo, a la ecologización del trabajo, a la causalidad del despido y a la valoración de las organizaciones intermedias como instrumento de representación de intereses legítimos de diversos sectores sociales.

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Uno de los tópicos que no se sostienen después del impacto de la pandemia es haber recluido el debate acerca de la renta básica universal al solo reducto de la academia, como si se tratara de un objeto destinado únicamente a ser materia de tesis de doctorado, ponencias de congresos y publicaciones en revistas especializadas, incapaz de dialogar con las necesidades de lo real.

La falta de protección social de los trabajadores autónomos e informales ha quedado rápidamente en evidencia con los reclamos de feriantes, artistas callejeros, conductores que trabajan con base a aplicaciones y vendedores ambulantes, que han requerido que se les otorgue una prestación social que cubra la pérdida de ingresos. El reclamo deja al descubierto la precariedad de esa categoría de trabajadores, crecida al impulso de las plataformas de servicios de restaurantes y venta de productos. La discusión en torno al tipo de relación contractual que celebran y el tipo de derechos que debería asistirles es barrida por la urgencia de asegurar las prestaciones de enfermedad, desempleo, etcétera.

Cualquier discusión en el futuro de reforma de la seguridad social no debería prescindir en su agenda de incluir el tratamiento de la renta básica universal como una alternativa a estudiar en profundidad en cuanto a su viabilidad como política social y tributaria.

En cualquier caso, habrá que disponer de mayores niveles de protección social de los trabajadores genuinamente autónomos, perfeccionando, además, los dispositivos que permitan marcar las fronteras con el trabajo dependiente, una materia ciertamente pendiente en la mayor parte de los ordenamientos jurídicos. La ampliación de los criterios de diferenciación entre trabajo autónomo y dependiente se impone, asumiendo definitivamente que la inclusión de un trabajador en el entorno de una organización empresarial –como ocurre con los conductores de servicios prestados mediante plataformas informáticas– es de por sí suficiente para incluirlo como dependiente, según han avanzado los pronunciamientos judiciales (al respecto, cabe recordar la sentencia reciente sobre Uber de una jueza laboral en Uruguay y el fallo de la Corte de Casación francesa en el mismo sentido, entre otros muchos).

Lo que está en juego, y queda visto en esta crisis, es la necesidad de protección ante la dependencia económica de una persona que tiene como único o principal ingreso el producido por su trabajo, prestado ya sea de forma autónoma o mediante formas más o menos encubiertas de subordinación laboral, y la solución debe darse por el lado de instrumentos de política social o debe recaer en el sujeto que más cercanamente se beneficia del trabajo ajeno. No se aprecia otra alternativa.

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Esta pandemia de origen desconocido, que bien parece un tema propio de Black Mirror, pone también en blanco sobre negro el riesgo que significa para la vida humana soslayar que en el futuro toda discusión sobre el desarrollo y el trabajo humano deba hacerse desde la perspectiva de la ecología del trabajo y bajo la premisa de la sostenibilidad ambiental, la inclusión social y la promoción de los llamados empleos verdes.

La Organización Internacional del Trabajo (OIT) nos recuerda que desarrollo sostenible es “aquel que permite satisfacer las necesidades de la generación actual sin restar capacidad a las generaciones futuras para satisfacer las suyas. El desarrollo sostenible abarca tres dimensiones –la económica, la social y la ambiental– que están interrelacionadas, revisten igual importancia y deben abordarse conjuntamente” (Directrices de política para una transición justa hacia economía y sociedades ambientalmente sostenibles para todos, 2016), para lo cual “Las políticas de los ministerios de economía, medio ambiente, asuntos sociales, educación y formación, y trabajo deben ser coherentes entre sí a fin de crear un entorno propicio para que las empresas, los trabajadores, los inversores y los consumidores acepten e impulsen la transición hacia economías y sociedades incluyentes y ambientalmente sostenibles”.

La cuestión dista de ser sencilla, obviamente, pero sin ánimo alguno de grandilocuencia, es clave para el futuro de la humanidad.

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Las relaciones laborales se han visto fuertemente impactadas por la pandemia, pero no solamente por las consecuencias del aislamiento más o menos compulsivo y la consiguiente disminución de la actividad económica, sino porque en las salidas proyectadas para sortear los problemas más urgentes se ha recurrido a una panoplia de soluciones que son frecuentemente demonizadas por los decisores políticos.

Las propuestas barajadas por los gobiernos han tomado nota de instrumentos tales como: a) la reducción de la jornada laboral, sin que su consideración comporte el automático rechazo de los sectores empresariales como hasta hace poco sucedía en las mesas de negociación colectiva; b) la regulación del teletrabajo, soslayando el discurso fácil de su implementación mediante el simple traslado de la oficina a la casa, y en lugar de ello complejizando adecuadamente el análisis con referencia al control del trabajo, la limitación horaria, el costo, la interferencia en la vida familiar, etcétera, al punto de que, estimamos, ha quedado casi todo pronto como para encarar seriamente el abordaje del tema bajo presupuestos más sólidos que las meras enunciaciones que hasta el presente se hacían bajo el paradigma de la libertad del trabajador frente a las restricciones de las normas laborales; c) se ha flexibilizado el acceso a la otrora ciudadela inexpugnable de la cobertura de la enfermedad profesional más allá del listado no totalmente asumido en Uruguay que ha propuesto la OIT; y, finalmente, d) en algunos países, como España e Italia, se ha dado curso a la prohibición de los despidos por razones de fuerza mayor derivadas de la pandemia, una medida mucho más drástica que la módica ratificación del Convenio Internacional del Trabajo N° 158 de la OIT, que sólo habilita la terminación del vínculo bajo la existencia de causa justificada, requisito pertinazmente resistido en Uruguay por sectores políticos de todos los partidos y del mundo empresarial.

Todas nuestras conductas, en todos los ámbitos, tienen una causa y en todas nos vemos social o familiarmente constreñidos a dar una explicación de decisiones y a fundamentar los puntos de vista que sostenemos, salvo, justamente, si somos empleadores. En este papel, podemos despedir a un trabajador (que muchos empleadores llaman “colaborador”), privándolo de un derecho esencial como es el derecho al trabajo, con una gramática minimalista: “no venga más”.

El respeto y la promoción de los derechos humanos en el trabajo requiere abandonar esa rémora patrimonialista de las relaciones personales en el seno de la empresa e ir hacia un margen mayor de diálogo y de equidad, como muestra la medida extrema asumida en países europeos.

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Finalmente, resta subrayar la importancia que reviste el involucramiento de las organizaciones sociales en las tareas de reparto de alimento, insumos de limpieza y cuidado de las personas en los barrios montevideanos. Organizaciones no gubernamentales, clubes deportivos, organismos de base y sindicatos han demostrado un gran compromiso humanista, ciudadano y solidario con las personas y las familias más necesitadas.

Lejos de verse a la organización sindical como un advenedizo, o como un adversario oportunista imbuido de un sentido de “lucha de clases”, lo esencial es que se trata de un interlocutor que reclama un diálogo constructivo.

Hasta allí toda colaboración parece admisible por el gobierno nacional, pero el problema radica en que las organizaciones sociales no se han limitado a prestar ayuda, sino que también se han preocupado por elaborar propuestas de instrumentos de política económica, social, fiscal y laboral para atender los efectos de la crisis y superar las consecuencias recesivas que sin duda va a provocar. Aquí la mirada hacia las organizaciones sociales cambia y traduce cierto malhumor desde sectores del gobierno.

La forma de apoyar los reclamos y plataforma de parte del PIT CNT y la Intersocial ha sido el “caceroleo”, en tanto no era posible hacerlo mediante movilización pública alguna –como una tradicional marcha o un paro– por razones que son fácilmente comprensibles. El gobierno demostró incomprensión y los medios de prensa oficialistas calificaron muy duramente la medida de antipatriótica y de medrar con la situación crítica.

La reacción revela el muy fuerte prejuicio que se tiene desde la visión liberal respecto de la función de las organizaciones intermedias. No se aprecia que se trata de verdaderos vehículos democráticos de expresión de los intereses sectoriales en su diversidad, ya sea desde el ángulo del trabajo, de las ideologías, las religiones, el género, etcétera. La existencia de organizaciones sociales fuertes, genuinas y representativas son un reaseguro de que la democracia no quede en el ejercicio político de elección quinquenal, sino que alcance una práctica cotidiana en la vertiente social y económica, además de la política.

La Constitución uruguaya es muy enfática cuando en su artículo 57 mandata al legislador a que “promueva” las organizaciones sindicales, y la incomprensión que puso de manifiesto el presidente de la República y el menosprecio que mostró el diario El País en un editorial del 25 de marzo se sitúan muy lejos de esas directivas de la carta magna.

Pero además de resultar de un mandato constitucional, el reconocimiento de la actividad de las organizaciones representativas de trabajadores tiene otro costado muy funcional al sistema de relaciones laborales: al dar curso a los puntos de vista y los descontentos de ese colectivo, institucionaliza el conflicto social y permite el diálogo superador de las controversias entre interlocutores legítimos. Las organizaciones de trabajadores operan como representantes que, por medio de la negociación y el conflicto, contribuyen decisivamente a conformar el entretejido normativo que regula esas relaciones, nunca desprovistas de algún grado de tensión con el gobierno y los empresarios. Pero la democracia es así.

Por lo tanto, lejos de verse a la organización sindical como un advenedizo, o como un adversario oportunista imbuido de un sentido de “lucha de clases”, lo esencial es que se trata de un interlocutor que reclama un diálogo constructivo en busca de consensos sociales. El anuncio del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social de convocar al Consejo Superior Tripartito es una señal muy positiva en la dirección de superar estos desencuentros.

La pandemia no tiene rasgo alguno de favor, pero muestra nuestras asignaturas pendientes.

Hugo Barretto Ghione es profesor titular de Derecho del Trabajo y la Seguridad Social de la Universidad de la República.