Cuando mi sobrina tenía cuatro años jugaba a que ella tenía un almacén y yo le compraba cosas; cuando en cierta ocasión le reclamé que quería que me diera lo que había comprado (que me lo diera de verdad, el producto, tangible, material) ella se rio de mí, se acercó y en un susurro, como contándome un secreto que no se debe pronunciar en voz alta, me dijo: “es de mentira, estamos jugando”. Mi sobrina, con apenas un puñado de años, había logrado comprender el concepto de ficción, sabía que todo lo que hacíamos era de mentira, pero que teníamos que hacer de cuenta que todo era de verdad.
La ficción es una verdad elemental que todos conocemos. O deberíamos. La ficción nos introduce en el juego de la imaginación, en ser otras personas, en abandonarnos a nosotros mismos para pensarnos desde fuera, como si fuéramos otros, como si... Esas son las palabras mágicas. Claro, para poder asumir ese juego hay que querer hacerlo, hay que abandonar posturas retrógradas, conservadoras y fanáticas; estoy convencido de que el conservador ve en todo motivo de sacralidad y la sacralidad no admite la duda, no admite el juego, no admite el como si. ¿Y si vivimos como si Dios no existiera? Esa es una pregunta que el conservador jamás se haría y, como además es fanático, considera una herejía y una ofensa que alguien sí quiera jugar, aun cuando ese alguien sea un profundo creyente, porque esto no se trata de creer en Dios o no. Hay retrógrados, conservadores y fanáticos en todas las posiciones. Hay progresistas de lo más conservadores y fanáticos que no admiten reírse de sus creencias, cuestionarlas, pensarlas. El conservador, entonces, no entiende de ficción y solo logra captar el sentido literal; tiene un mundo tan limitado que hasta sentiría pena por él sino fuera porque, de poder, pasaría a cuchillo a todo aquel que piense distinto o incluso que, pensando lo mismo, se atreva a pensarse como alguien distinto, por puro goce estético, por puro juego.
Quien niega la ficción, quien asume todo como literal, no puede captar las sutilezas del lenguaje y, en mi opinión (no demasiado novedosa), pierde una de las herramientas más poderosas de la inteligencia. Todo debería poder ficcionarse, es decir, ponerse entre comillas, es decir, hacer como si eso no fuera cierto, es decir, reírnos de eso, de nuestras creencias y nuestras prácticas. Nada debería ser sagrado; nada debería ser ajeno al pensamiento.
El avance de la sacralidad (y del pensamiento literal) es de temer y es profundamente peligroso, no porque limite la opinión, sino porque limita el pensamiento.
Lo que pasó con el couplé de Edinson Campiglia es el caso más reciente, pero no el único. El avance de la sacralidad (y del pensamiento literal) es de temer y es profundamente peligroso, no porque limite la opinión, sino porque limita el pensamiento. Hace unos años el antropólogo López Mazz realizó una crítica furibunda contra un cuplé sobre los charrúas hecho por la murga Agarrate Catalina; un poco más cerca en el tiempo, el actual ministro Pablo Mieres se enojó con Darwin Desbocatti (un personaje de ficción, así de delirante) y hace muy poco tiempo, un diputado de Cabildo Abierto, haciendo gala de serias dificultades en sus habilidades para la comprensión lectora, se enojó por una historieta que, de hecho, le daba la razón. ¿A esto hemos llegado? ¿A una sociedad que no puede nombrar sus miserias? ¿Que no puede reírse de sí misma? Porque insisto, hay una diferencia crucial cuando un ciudadano a título personal lanza críticas que fomentan el odio sobre algún sector de la población o sobre alguna persona y otra cosa radicalmente distinta es cuando un personaje lo hace. ¿Por qué? Porque en el primer caso la crítica es literal, en el segundo es ficcional; en el primer caso la motiva el odio, en el segundo el pensamiento y la crítica.
Pero volviendo al personaje de Campiglia y su cuplé. Debo decir que en general no me gusta lo que hace el personaje, no me causa gracia, sus recursos humorísticos me parecen pobres y repetitivos, me parece simplemente de bajo nivel, pero cuando escuché que un cuplé creado y representado por un personaje de ficción había sido denunciado ante la justicia, no me resistí a buscarlo. Lo confieso. Me reí. Y mucho. Lo volví a escuchar un par de veces más y me seguía dando gracia.
¿Se equivocaron en La mesa de los galanes? Ciertamente. Se equivocaron en pedir perdón y retroceder en la defensa de su libertad creativa. Se equivocaron en no hacer una mínima aclaración legal que los excusara. Se equivocaron en presuponer que el público aún está capacitado para la ficción.
De nuevo, la policía del pensamiento literal había hecho lo suyo, había intervenido del modo más tosco, reaccionario, conservador y autoritario y, desde luego, no les molesta la falta de respeto como principio ético (¿alguien protestó porque se refirió al Covid-19 como “covichino”?) les molesta que (aparentemente) se los critique a ellos, porque cómo alguien puede atreverse a ponerlos en duda, a jugar a que los riverenses tienen todas esas características, porque al parecer, la esencia del riverense es sagrada y nada se puede decir de ellos sino loas.
Pero he aquí lo ridículo de la situación: el cuplé no se burla de los riverenses sino de los montevideanos. Eso es lo más grave, la falta de pensamiento, la falta de capacidad para entender realmente el cuplé. El personaje Edinson Campiglia es un personaje detestable, es lo peor de la sociedad y desde allí vocifera. Se burla efectivamente de cómo hablan en Rivera (¿acaso ningún montevideano pensó alguna vez que en Rivera hablan “raro”?), insiste en que son más brasileros que uruguayos (¿acaso ningún montevideano pensó alguna vez que los ciudadanos de la frontera tienen más en común con Brasil que con Uruguay, reduciendo al país a la capital?) y califica al riverense como “retardado” (¿acaso no hay una soberbia capitalina que se piensa más civilizada que los ciudadanos del interior?). Y ahí está el chiste. En que no se está riendo de los riverenses, se está riendo de los montevideanos y de sus miserables prejuicios sobre los ciudadanos del interior. Me causó gracia porque expone lo peor de los montevideanos, eso que sabemos que está mal, que nadie se atreve a decir y que, sin embargo, nos sobrevuela y que cada tanto se nos escapa, expresando la profunda discriminación e incomprensión que tenemos sobre la vida del interior del país. Perdón Rafa Cotelo, te acabo de arruinar el chiste.
Martín Biramontes es antropólogo social y educador en el Centro Educativo Comunitario Bella Italia, dependiente de CETP-UTU.