La ley de urgente consideración (LUC) propone un cambio de perspectiva sobre la manera en que fue pensada la educación en los últimos 150 años al menos. Solamente poniendo el tema en perspectiva histórica es posible calibrar las modificaciones que propone la LUC a la Ley General de Educación (LGE), sobre todo el desplazamiento del rol del Estado. Se pasa de concebir la educación pública como un derecho a considerarla como un servicio.

Desde la historia de la educación es posible mostrar que este no es un debate nuevo, sino que ya tiene una larga historia. La discusión acerca del rol del Estado en materia de política educativa puede remontarse casi a la construcción del sistema educativo moderno en Uruguay. Desde la sanción del decreto-ley de educación común en 1877, por el cual se produjo la separación de la Dirección de Enseñanza Primaria de la Universidad Mayor de la República y la construcción del sistema educativo en primaria, ha existido una contradicción, quizás nunca tan pronunciada como ese mismo año: ese decreto fue acompañado por la promulgación del decreto de libertad de estudios, en nombre del cual Lorenzo Latorre clausuró los cursos de enseñanza secundaria en la Universidad, abriendo las puertas a que se desarrollara un conjunto de iniciativas desde la sociedad civil, movimiento que finalmente trajo aparejada la creación del Ateneo de Montevideo.

Sin embargo, también podemos decir que el Estado uruguayo rápidamente abandonó el segundo camino, y con la ley orgánica de 1885 de Alfredo Vásquez Acevedo se reimplantó la enseñanza secundaria en la Universidad.

La LUC tiende no sólo a la desarticulación del Sistema Nacional de Educación Pública, sino que reorganiza el sistema educativo bajo el principio de no diferenciación entre público y privado.

La sociedad uruguaya ha transitado por un camino en el cual la política educativa estatal se ha identificado con la educación pública. La LUC en este sentido introduce una alteración fundamental, que tiende no sólo a la desarticulación del Sistema Nacional de Educación Pública, sino que reorganiza el sistema educativo bajo el principio de no diferenciación entre público y privado. El proyecto propone cambios de carácter conceptual sobre la educación pública y cambios que implican una modificación de la estructura del sistema educativo.

Un cambio de concepto de educación pública

En el artículo 130, la primera redacción de la LUC planteaba una reducción interesante del concepto de educación formal a la certificación de los estudios: “La educación formal es aquella cuya culminación da derecho a certificaciones, títulos o diplomas cuya validez legal será reconocida en todo caso por el Estado”. Reducir el contenido de la educación formal obligatoria a un enunciado sobre la certificación pone en evidencia que no es la principal preocupación de los redactores definir lo que el Estado debe garantizar para todos los niños, niñas y adolescentes de nuestro país.

Posteriormente esto fue modificado, y se reintegró la parte que se sustituía de la LGE al nuevo articulado, pero pensamos que en aquella primera redacción se reflejaba la concepción de los redactores. ¿Por qué? Porque la LGE tenía una concepción garantista del derecho a la educación y por eso debía definir cuáles son no sólo niveles que se consideran obligatorios, sino también las modalidades, estableciendo contenidos: “La educación formal estará organizada en niveles y modalidades que conforman las diferentes etapas del proceso educativo que aseguran su unidad y facilitan la continuidad del mismo”, decía el artículo 21.

Y cuáles eran estos trayectos estaba establecido en el artículo 22 de la LGE, donde se definía la estructura del sistema educativo. En la modificación que hace la LUC en el artículo 131 se puede ver que estructura es sustituida por niveles. La estructura comprendía niveles y modalidades porque la ley estaba interesada en definir cuáles eran los trayectos que el Estado se comprometía a desarrollar como parte de la educación obligatoria. Ahora bien, si la función del Estado es la de certificar niveles, entonces no es necesario definir lo que estos niveles contienen. Este parece un cambio de forma, pero nos parece significativo.

Sin embargo, en la nueva redacción del artículo 130 la LUC introduce que el objetivo de la educación formal es garantizar las “competencias para la vida”. Podríamos asumir que se acusó recibo del problema del vacío conceptual y se buscó darle una respuesta. Pero el modo en que se realiza, lejos de resolver el problema, genera uno nuevo: al introducir como objetivo de la educación obligatoria el de garantizar competencias para la vida, la LUC pretende zanjar por ley una discusión de carácter pedagógico que constituye una versión posible para definir los objetivos de la educación formal, reduciéndola a la dimensión instrumental. Ya no se trata de definir posibles trayectos que un estudiante puede transitar, sino que se define cuáles son los niveles que se consideran obligatorios y las competencias que deben ser evaluadas para otorgar la certificación. El Estado no es responsable de garantizar estos trayectos, sino de validar que las instituciones que oferten el servicio cumplan con los requisitos que el Estado establece.

Cambio del rol del Estado

Al considerarse la educación como un servicio que cualquiera puede proveer, el Estado debe cumplir una función como regulador. Esto puede verse en el cambio que se propone en los artículos 142, 143 y 144.

En el 142 se suprimen los órganos que constituyen el Sistema Nacional de Educación Pública, para pasar a denominarse Organización General de la Enseñanza Pública, tal como lo define el artículo 143. Quizás pueda resultar una cuestión nominal, pero consideramos que tiene consecuencias mayores. Sobre todo porque el artículo 204 deroga los artículos 42, 43, 49 y 50, eliminando la institucionalidad del Sistema Nacional de Educación Pública (SNEP).

En primer lugar, hablar de “enseñanza pública” y no de “educación pública” implica que todas las modalidades que no refieran a la educación formal, identificada con la enseñanza, constituyen otro espacio diferenciado que no estaría en la órbita de la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP), sino del Ministerio de Educación y Cultura (MEC), lo que dificulta pensar una propuesta integrada entre la educación no formal y la formal. Prima la lógica de la dependencia jerárquica y no la lógica del derecho que debe garantizar el Estado por diversas modalidades.

En segundo lugar, cambiar “sistema nacional” por “organización general” remite a dos modelos de pensar la educación pública. La idea de organización resulta mucho más laxa y no plantea instancias de coordinación definidas como parte de su integración. Las instituciones educativas forman parte de una organización que no tiene una forma estructurada ni mecanismos de gobierno, sino principalmente formas de regulación.

Consideramos este un cambio de estructura tan importante como la modificación de la relación de competencias entre el MEC y la ANEP. Como se desprende del artículo 145, en la definición de cometidos del MEC se establece en el apartado D: “Elaborar, en acuerdo con los tres candidatos propuestos por el Poder Ejecutivo para integrar el Consejo Directivo Central de ANEP, el Compromiso de Política Educativa Nacional que acompañará la solicitud de sus venias”. Este es un aspecto que modifica la tradición del sistema educativo uruguayo, que desde el artículo 100 de la Constitución de 1917 fue consagrando un derecho específico durante décadas que abarcaron incluso períodos de facto. Claramente el MEC avanza en la definición de la política educativa, lo cual es reafirmado en los artículos 147, 148, 149, 150 y 151. En este articulado se establecen dos principios de organización que tienden a una mayor centralización: por un lado, los artículos 148, 149 y 150 tienden a una mayor concentración de decisiones en el Consejo Directivo Central (Codicen), sustituyendo a los consejos por direcciones generales, y por el otro, en los artículos 147 y 151 se asegura una mayor dependencia del Codicen del MEC a través del Compromiso de Política Educativa y el Plan de Política Educativa Nacional.

Esta tendencia se confirma en el artículo 156, donde se definen las funciones de las direcciones generales, y en el 158, donde se determinan sus competencias, quitándoles la prerrogativa histórica de la elaboración de los planes correspondientes a su nivel. Ahora estas direcciones no tienen la capacidad de aprobar, sino tan sólo de elaborar. El ámbito de resolución se traslada al Codicen.

Estas modificaciones, que tienden a una mayor centralización en manos del MEC y, por ende, del Poder Ejecutivo, también se refuerzan por los mecanismos que se establecen en el artículo 152 para el nombramiento y destitución de los directores generales, que podrá ser por mayoría absoluta en ambos casos.

Descentralización

Este proceso de centralización viene acompañado de un artículo polémico, el 163, que fue atenuado en su formulación, aunque se mantiene la idea de que el Codicen podría aprobar los estatutos docentes y para funcionarios no docentes, y deja abierta la posibilidad de coexistencia de más de un estatuto rigiendo un mismo escalafón.

A esto se suma que en el apartado D, relativo a las formas de evaluación de la carrera docente, se establece que “se jerarquizará la evaluación del desempeño en el aula, la actuación (asiduidad y puntualidad), el compromiso con el proyecto de centro”. Podemos ver que de alguna manera se intenta establecer mecanismos más discrecionales que podrían disponer los directores o autoridades para incidir sobre la carrera docente.

Además, en el artículo 193 se establece la posibilidad de cambio estatutario o de la existencia de un nuevo régimen que regule la carrera docente, y la posibilidad de aplicar este nuevo régimen a un conjunto de centros educativos.

Por lo tanto, podemos inferir que uno de los cambios fundamentales que introduce la ley tiene que ver con esta política de descentralización que otorga mayores competencias a los directores de centros para definir el proyecto de centro y a las autoridades para poder “establecer compensaciones o complementos salariales y otros beneficios, atendiendo a [...] el cumplimiento de metas de política pública”.

Reforzando esta perspectiva, en el apartado F del artículo 193 se establece que el Codicen “podrá disponer condiciones de orden funcional (como el compromiso con una metodología de trabajo o un proyecto de centro educativo) para el acceso o permanencia en un lugar de trabajo específico” y también podrá “delegar esta atribución en las Direcciones Generales, o en las direcciones de los centros educativos”. No es difícil ver cómo uno de los ejes de esta reforma se centra en la capacidad del director para nombrar, destituir, otorgar compensaciones salariales y otros aspectos que refieren a la carrera docente, en función de la adhesión al proyecto que se busca implantar.

Un nuevo proyecto de reforma educativa refundacional

En definitiva, esta es una ley que altera en sus bases la forma en que se construyó y consolidó el sistema de educación pública y que introduce nuevas reglas, tanto de organización y de formas de representación como en la regulación de la carrera docente. Y un cambio tan importante no debería producirse por la vía de una ley de urgente consideración, que tiene un plazo muy acotado de discusión y que no permite discutir en profundidad las consecuencias de los cambios que se introducen. Porque si bien es cierto que se modifica la LGE, no se sustituye; sin embargo, las alteraciones de la ley son tan importantes que cambian el concepto de educación pública y el rol del Estado en relación a esta, ni más, ni menos. ¿No nos merecemos los uruguayos, para quienes la educación es tan importante, un tiempo mayor de discusión?

Compartimos el consejo planteado por Pablo da Silveira en La segunda reforma (1995): “La larga historia de las reformas educativas nos enseña que nunca podemos estar seguros de haber excluido todos los factores que podrían llevarnos al fracaso. Toda reforma ambiciosa es necesariamente compleja y hay muchas variables difícilmente controlables que pueden afectar el resultado (por ejemplo, las propias reacciones de los actores). Siempre debe ser posible, entonces, redefinir las metas y rectificar el rumbo. En el caso contrario podemos vernos enfrentados a un dilema entre el fracaso y la nada”.

La larga historia de las reformas educativas nos enseña el fracaso de estas formas de implementar el cambio. En este sentido compartimos también lo que Da Silveira planteaba como camino a seguir en el texto mencionado: “Debe invitar a los agentes educativos a participar en la innovación más que intentar obligarlos a seguir una pauta fijada de antemano”.

Compartimos la idea que está en la LUC de la necesidad de contar con un Plan de Política Educativa, idea que fue aprobada en el último Congreso Nacional de Educación. Pero un plan elaborado con una amplia participación y no definido en las paredes del despacho del ministro de Educación y Cultura como surge del articulado de la ley. Quizá la historia de la educación nos ayude a ver que un Plan Nacional de Educación está sostenido en una teoría del cambio mucho más democrática que una reforma y puede controlar mucho mejor “variables” como la propia reacción de los actores. Además, permite rectificaciones en la medida en que señala un rumbo acordado mucho más democráticamente y está mucho más en sintonía con nuestras tradiciones pedagógicas que los criterios de reorganización del sistema educativo que propone la LUC.

Antonio Romano es doctor en Educación, director del Departamento de Historia y Filosofía de la Educación de la Universidad de la República. Este artículo es una versión resumida de una ponencia presentada por el autor en una actividad de la Sociedad Uruguaya de Historia de la Educación realizada el 9 de junio.