Se suponía que, a esta altura del año, estaríamos unidos. Una y otra vez, escuchamos durante la campaña electoral el eslogan #LoQueNosUne. Con él, se nos ofrecía una solución frente a lo que se planteaba como una división en la sociedad uruguaya, un pegamento que restauraría un supuesto orden social. #LoQueNosUne como la síntesis de una sociedad dividida.

Pero profesar la unión y el orden desde la comodidad de un discurso de campaña es sencillo. Otra cosa es llevarlos a la práctica desde el gobierno con acciones específicas. Y cuando las premisas ideológicas de las que se parte la niegan, se produce una contradicción.

Es que en este orden que traería la unión, hay en realidad lugar para algunos, pero no para otros. Los últimos en la lista de prelación para participar en #LoQueNosUne serían, por supuesto, esos sujetos que portan la marca de ese significante abstracto y vacío de contenido que llamamos “la delincuencia”.

Podría seleccionar varios discursos y acciones manifiestas del gobierno para ilustrar este punto. Pero como lo simbólico también importa, me detendré en una anécdota que, en medio de la estridencia punitiva a la que nos vienen acostumbrando nuestros gobernantes, podría calificarse de sutil: el cambio en el diseño de los patrulleros, que reemplazó el lema “Por la vida y la convivencia” por la frase “De tu lado”. No se trata solamente de cambiar el azul por el amarillo, sino que este cambio refleja una visión política sobre la seguridad.

Seguridad y convivencia

Las políticas de seguridad en Uruguay han estado marcadas, grosso modo, por tres paradigmas: seguridad nacional, pública y ciudadana.

La seguridad nacional supone la existencia de un enemigo interno enfrentado al Estado, situación que justifica la intervención militar para preservar su soberanía. El resultado de ello es conocido: no termina bien. La seguridad pública entiende el delito como resultado del desorden público, y promueve acciones policiales orientadas a preservar el orden y castigar las conductas que lo subvierten. En los hechos, conlleva un aumento del poder y la arbitrariedad de la Policía, el incremento de la productividad judicial, un desplazamiento de la protección de derechos, y límites a la participación ciudadana en seguridad. Finalmente, la seguridad ciudadana promueve la idea de seguridad como derecho, e impulsa intervenciones policiales comunitarias y orientadas a la resolución de problemas, impulsa una mayor participación ciudadana y acciones de prevención del delito en general.

Distingo tres períodos en los que estos paradigmas tuvieron vigencia en Uruguay: 1) desde los años previos a la última dictadura cívico-militar hasta el retorno democrático, la seguridad nacional; 2) desde los años 90 hasta el presente, la seguridad pública; 3) y desde los 2000 en adelante, la categoría de seguridad ciudadana se instaló coexistiendo con la de seguridad pública. En este período Uruguay combinó acciones policiales reactivas de control del delito asociadas a la idea de seguridad pública, con políticas de prevención y disuasión del delito, próximas a la noción de seguridad ciudadana. Estas últimas, consagradas generalmente en la noción de convivencia.

La convivencia es hija de la seguridad ciudadana. Antanas Mockus, ex alcalde de Bogotá, conocido por haber impulsado políticas de convivencia en esta ciudad, la define de la siguiente forma: “Convivir es llegar a vivir juntos entre distintos sin los riesgos de la violencia y con la expectativa de aprovechar fértilmente nuestras diferencias. El reto de la convivencia es básicamente el reto de la tolerancia a la diversidad y esta encuentra su manifestación más clara en la ausencia de violencia”.

La noción de convivencia adquirió cierta jerarquía en el Uruguay de los últimos diez años. Aunque las políticas públicas desarrolladas desde esta matriz fueron, a todas luces, insuficientes, el hecho de que todos los patrulleros llevaran impresa a sus lados la frase “Por la vida y la convivencia” da cuenta del estatus simbólico de esta categoría en la agenda de seguridad.

Un dilema sin síntesis: el orden como categoría en disputa

Pero la premisa de convivencia y su espíritu de consenso en la diversidad están siendo cuestionados por nuestras autoridades actuales. Hace pocos días, el senador Guido Manini Ríos exhortó a la ciudadanía a elegir entre el posible (y probable) abuso policial al que abre la puerta la ley de urgente consideración (LUC) y el abuso que sufre actualmente la ciudadanía indefensa a manos de la delincuencia.

En este relato, el problema de la seguridad es presentado como el resultado del enfrentamiento entre dos bandos: uno, el de la ciudadanía (nosotros), y otro, el de la delincuencia (ellos). Nosotros seríamos honestos, y ellos, los otros que existen en el oscuro mundo de la ilegalidad, son quienes causan nuestros problemas y deben ser disciplinados para restaurar el orden público. Así, la forma de saldar esta división entre bandos sería ampliando las facultades de la Policía para que esta abuse de su poder todo lo que sea necesario hasta que los delincuentes, o bien se sometan a #LoQueNosUne, o se separen de una vez por todas de nosotros y los mandemos a la cárcel para olvidarnos de ellos.

Pero este planteo encierra un dilema imposible de saldar. La idea de orden público parte de una supuesta homogeneidad de nuestras ideas sobre la vida en sociedad, de nuestros discursos, prácticas y estilos de vida. Asume que todos tenemos la obligación de someternos a este orden, nos guste o no. Y, finalmente, que todos gozamos de las mismas oportunidades de desarrollo como para someternos con entusiasmo a él.

El problema es que el orden es una categoría en permanente disputa. No existe (¡y jamás existió!) tal cosa como un orden que deba ser restaurado. Lo que existe son representaciones dominantes sobre un pasado ideal y sobre lo que debería ser el presente. Estas ideas son enunciadas hegemónicamente por quienes tienen la capacidad y los medios de imponerlas. Quienes no gusten adherir a ellas, pues entonces no se encuentran de nuestro lado y merecen ser castigados.

Asistimos a un cambio de paradigma de seguridad, y por ende a la forma de entender el delito y sus protagonistas. Se trata de un retorno a la seguridad pública, en el que convergen varias tendencias.

Así lo simboliza la frase “De tu lado”, que a partir de ahora llevarán impresa nuestros patrulleros. Esta consigna supone que hay un lado correcto, honesto, en oposición a uno o más lados que representarían cierto peligro. También nos dice que la Policía nos protegerá, cueste lo que cueste, de quienes están del otro lado. La Policía le dice al primero de estos lados que está allí para protegerlo, mientras que, para el otro, reserva medios de relacionamiento que, en principio, no incluirían la palabra y el diálogo.

El retorno de la seguridad pública

Asistimos a un cambio de paradigma de seguridad, y por ende a la forma de entender el delito y sus protagonistas. Se trata de un retorno a la seguridad pública, en el que convergen varias tendencias. Algunas, simbólicas, como el cambio en el lema de los patrulleros. Otras, explícitamente punitivas, de las cuales la más visible es el impulso a la LUC.

En este movimiento, se vuelve urgente distinguir a quienes se oponen al orden público para disciplinarlos. Se etiqueta doblemente a algunos sujetos que pertenecen a un lado, el correcto, y a otros que habitan el otro lado, el incorrecto. Quienes están de este último lado desafían nuestro orden no sólo en sus conductas, sino también en su estética, en su performatividad. Ellos suelen ser jóvenes, varones y pobres.

Las conductas ilegales deben ser prevenidas, desestimuladas y castigadas (en ese orden). Pero en estas acciones, lo legal no debe ser entendido como algo fijo y constituido, sino como un conjunto de reglas, dinámico, abierto a su impugnación y negociación. Y, sobre todo, es ilusorio (e injusto) pretender que una persona que nace sin recursos para vivir en la legalidad se aferre a ella con la misma comodidad con que lo hacemos quienes no padecemos sus vulneraciones.

Vivir en sociedad implica pluralidad, conflictos, negociaciones y consensos entre formas de vida diferentes, distribuidas desigualmente entre centros y periferias. Estas formas de vida están condicionadas por un acceso diferencial a las oportunidades de desarrollo social, y conviven dentro del mismo marco jurídico, que no es ni estable ni eterno, y cuyos aspectos penales requiere una reforma urgente que lo vuelva más justo e igualitario (¡nuestro Código Penal data de 1934!).

En lugar de pretender restaurar un orden hegemónico, sería más adecuado desarrollar políticas de seguridad inspiradas en nociones como la de convivencia, que contemplen el delito a partir de las características propias de la vida en sociedad. Es decir, a través de las diferentes moralidades, discursos, prácticas, relaciones sociales y condiciones de desigualdad propias de sus contextos de producción.

Como punto de partida, ello implica extender oportunidades de desarrollo para los sectores vulnerables, que logren llevar adelante sus proyectos de vida propios en el marco de la legalidad. Sólo ahí, #LoQueNosUne dejaría de ser un eslogan publicitario y podría llegar a tener algún asidero real.

Federico del Castillo es antropólogo.