El proyecto de ley de urgente consideración (LUC) cuenta con un centenar de artículos en materia de seguridad, entre normas penales, procesales, policiales y las referidas al sistema penal juvenil y al sistema penitenciario. En pocas palabras, esos contenidos pueden reseñarse como un programa autoritario de seguridad pública: se aumentan penas, se recortan libertades y garantías, se crean delitos (algunos marcadamente autoritarios, como el “agravio a la autoridad”), se profundiza la criminalización de la pobreza y del movimiento social, se otorga más poder a la Policía y –sólo en un nivel discursivo– se reduce la responsabilidad por sus excesos. En síntesis, un aumento del “Estado penal”, imprescindible lado B del Estado neoliberal que la LUC pretende restaurar: “Mano invisible y puño de hierro”, diría Loïc Wacquant.

Pero en esa masa de represión y castigo hay un par de artículos, de los cuales pretendo ocuparme, que siguen una línea política alternativa –o en este caso, complementaria– a la tradición punitivista: la atención a las víctimas, particularmente en lo que refiere a la reparación del daño. Se trata principalmente de los artículos 99, 100 y 105 del proyecto aprobado por el Senado. Los dos primeros disponen una ampliación de la cobertura de la pensión para víctimas del delito (creada por la Ley 19.039 de 2012). El segundo dispone la creación de un cupo de 1% en los llamados del Instituto Nacional de Empleo y Formación Profesional (Inefop) y obliga al Estado a destinar2% de los puestos de trabajo a ser llenados en el año a víctimas de delitos violentos que cumplan con los requisitos, previo llamado público. Esto incluye a cónyuges o concubinos de la víctima de homicidio doloso, a sus hijos cuando convivieran con la víctima y dependieran económicamente de ella, a los padres de la víctima menor de edad y a las víctimas directas de violación, secuestro, lesiones gravísimas y trata de personas (no hace falta mencionar los delitos tanto o más graves que se excluyen, por ejemplo, los crímenes de lesa humanidad previstos en la Ley 18.026).

En este ensayo se pretende, primero, repasar el lugar que ocupan las víctimas del delito en nuestro derecho y en el debate político sobre seguridad, y luego, discutir la adecuación del artículo 105 de la LUC desde la noción de acciones afirmativas y el principio de igualdad.

El punitivismo y la reparación a las víctimas

La reparación a las víctimas es una política loable: sin duda es preferible centrarse en mejorar la condición del damnificado que en perjudicar absurdamente al agresor, lo cual no genera beneficios para nadie (salvo para el negocio de las prisiones). Sin embargo, el grueso del discurso de la coalición de derechas –y del articulado de la LUC en materia de seguridad– tiende más bien a lo segundo: más vigilancia, más represión, más castigo. La reparación a las víctimas no aparece aquí como una alternativa sino como un complemento al programa punitivo. El castigo al ofensor y la reparación son compatibles bajo la concepción del fenómeno propia de las derechas: el delito es un dato de la realidad, responde a una causalidad mágica, para usar la feliz expresión de Zaffaroni (2011), que se basa en prejuicios y creencias del sentido común, moldeado en buena medida por la criminología mediática. Se descartan las explicaciones sociológicas por “teóricas”, “abstractas” e “irreales” y se presenta al delito como una decisión individual del delincuente, libre y racionalmente tomada, sea por díscola malicia o por un meditado cálculo de beneficios. Así las cosas, atender a las causas de fondo (especialmente las socioeconómicas) para prevenir no tiene mucho sentido, pero sí lo tiene reaccionar contra las consecuencias.

Allí se inscribe la reparación a la víctima y el castigo al ofensor, pero debe tenerse en cuenta que ninguna de estas opciones impide el daño: desentenderse de los factores que originan la criminalidad implica rechazar la prevención del delito y la violencia, que coherentemente, brilla por su ausencia en la LUC. A su vez, esto permite particularmente la victimización de los más vulnerables (aquellos a quienes el mercado no asigna recursos para protegerse a sí mismos) y la criminalización de otros vulnerables (aquellos a quienes el mercado no provee el ideal de éxito que promueve). Castigar al delincuente y vigilar al sospechoso (lo cual es visto como “prevención” por las derechas en la medida en que “sube los costos”) y reparar a la víctima son, entonces, dos opciones compatibles: más que una ampliación del Estado de bienestar es una estrategia de adaptación para lidiar con el problema del delito sin atender a las causas de fondo. Pero antes de seguir, repasemos el lugar que ocupan las víctimas del delito en el debate político y la legislación.

Las víctimas en la legislación, la institucionalidad y el debate político

Hace tiempo que las víctimas han dejado de ser el convidado de piedra de la cuestión penal, aunque existen muchas víctimas diferentes, y no todas reciben la misma atención. Brevemente y como hitos, puede decirse que las víctimas de violencia doméstica se encuentran entre las primeras en haber sido reconocidas (Ley 17.514 de 2002, luego en gran parte superada por la Ley 19.580 en 2017, sobre violencia basada en género). En 2006 se aprobó la Ley 18.026, que introduce al derecho interno los crímenes internacionales y obliga al Estado a reparar a las víctimas. Hace una década apareció la primera ley que expresamente establece una reparación para las víctimas: es la Ley 18.596 de 2009, dirigida a las víctimas del accionar ilegítimo del Estado durante el período 1968-1985, que comprende el terrorismo de Estado y su antesala. En 2012 apareció la Ley 19.039 ya mencionada, la primera en consagrar una pensión para víctimas de delitos violentos (alcanza a familiares de víctimas de homicidio en ocasión de una rapiña, secuestro o copamiento o a quienes a raíz de esos casos resulten incapacitados para todo trabajo) y que fue impulsada por la sociedad civil por medio de la Asociación de Familiares y Víctimas del Delito. Un antes y un después es el Código del Proceso Penal vigente desde 2017, que permite la participación de la víctima en el proceso judicial, la mediación y los acuerdos reparatorios, con lo que se supera notoriamente al viejo Código, para el cual la víctima valía básicamente en tanto denunciante y/u objeto de prueba.

En lo institucional, tenemos el Centro de Atención a las Víctimas de la Violencia y el Delito del Ministerio del Interior (creado por la Ley de Humanización de Cárceles 17.897 en 2005). Luego, la Unidad de Víctimas y Testigos de la Fiscalía General de la Nación (que comenzó a funcionar en el marco de la reforma del Código del Proceso Penal); dos de los dispositivos institucionales que integran la política de atención a las víctimas. Por el Decreto 46/018 se creó en 2018 el Gabinete Coordinador de Políticas Destinadas a las Víctimas y Testigos del Delito, como ámbito interinstitucional para la articulación del sistema. Especial mención merece un proyecto presentado por senadores y senadoras del Frente Amplio ese mismo año: la creación de un Sistema Nacional de Atención y Protección Integral a Víctimas y Testigos de Delitos. Y existen además, muchos otros dispositivos para poblaciones específicas, como víctimas de violencia de género, niños, niñas, adolescentes o adultos mayores, que junto a organizaciones no gubernamentales conforman una red de atención.

Algunas víctimas no son nombradas, ni protegidas especialmente por la ley, ni visibilizadas por los medios: son las víctimas de la violencia institucional, del abuso policial.

Hasta aquí un repaso del progresivo reconocimiento de los derechos de las víctimas. Sin embargo, también hay que decir que algunas víctimas no son nombradas, ni protegidas especialmente por la ley, ni visibilizadas por los medios: son las víctimas de la violencia institucional, del abuso policial, los gurises pobres que terminan con una bala del Ministerio del Interior en la espalda o aparecen muertos en una celda. Nadie dice nada, salvo que “en algo andaba”.

A nivel mediático son las víctimas de delitos comunes las que desde hace mucho tiempo cuentan con amplio reconocimiento. Y de la mano del reconocimiento mediático aparece la relevancia política. David Garland analiza los cambios en el control social ocurridos a partir de 1970 y, entre otros, describe cómo se comienza a usar a las víctimas en Estados Unidos y Gran Bretaña: se las sube al estrado junto a los políticos en las conferencias de prensa para anunciar un endurecimiento de penas o se bautizan leyes de ese estilo con su nombre. El papel que ocupan las víctimas en los debates políticos –dice Garland– a menudo se aleja de los reclamos del movimiento organizado de las víctimas. La víctima propiamente dicha, o sus familiares, o las víctimas potenciales, la víctima en abstracto y sus supuestos sentimientos e intereses son invocados para justificar políticas punitivas. Cualquier posicionamiento garantista que vele por los derechos de los acusados se asume como un posicionamiento contra las víctimas, como si estar de su lado fuese necesariamente equivalente a oponerse a los derechos de los imputados, olvidando que todos somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario, y ni hablar de los derechos de los condenados o de cualquier intento de humanizar el castigo. La víctima ya no es un ciudadano desafortunado cuyos intereses se subsumen en el interés público, sino un personaje más bien representativo, cuya experiencia se muestra como común y colectiva en lugar de individual y atípica: todos somos o podemos ser víctimas, quien habla en nombre de las víctimas habla en nombre de todos.

La víctima comienza a ocupar un lugar importante en los discursos que pretenden justificar más represión y más castigo. Esto tiende a llevar la discusión sobre políticas de seguridad al plano emocional, donde ningún argumento racional es válido.

Pero si se estudia la cuestión tal vez descubramos que ofensores y víctimas comparten mayoritariamente las mismas características socioeconómicas. Es decir que probablemente el mismo sector de la sociedad provee el grueso de las personas que sufren el delito y el de las personas que sufren la represión y el castigo por cometerlo (o por portar las características que nutren el prejuicio de la “apariencia delictiva”), lo cual debe tenerse en cuenta a la hora de pensar la seguridad. Esto relativizaría la afirmación de que “todos podemos ser víctimas”: “La vasta mayoría de los delitos de la clase trabajadora tiene lugar dentro de ella […] Tanto los delitos de la clase trabajadora como los de cuello blanco ocurren contra las personas más vulnerables económica y socialmente” (Zaitch, D, y Sagarduy, R, 1992: 40).

Lo cierto es que la víctima comienza a ocupar un lugar importante en los discursos que pretenden justificar más represión y más castigo. Esto tiende a llevar la discusión sobre políticas de seguridad al plano emocional, donde ningún argumento racional es válido. El punto final es “mañana podrías ser vos” o “decís eso porque no le pasó a tu hija”. Quien se atreve a disentir es cínico, apático. Sin embargo, aunque hace poco tuvimos un ejemplo del empleo desvergonzado de las víctimas en los spots de la campaña para la reforma constitucional de “Vivir sin miedo” que fuera rechazada por la mayoría del electorado, parecería que sigue siendo principalmente “la gente” el sujeto en nombre del cual se impulsan las campañas de ley y orden.

Qué tendencia predominará en el futuro es una incógnita, pero las víctimas cuentan con un amplio reconocimiento jurídico y mediático, y comienzan a aparecer tímidamente en la política partidaria. Estos factores podrían combinarse en el futuro dando lugar a fenómenos políticos en que las víctimas son el sujeto central y la “mano dura”, su bandera, como ya ha ocurrido en otros países con la aparición de una _víctima-héroe atractiva para los medios y con vocación política. Zaffaroni y Jonathan Simon lo advierten con claridad: el surgimiento de la víctima como modelo predominante de ciudadano, representante del común de la gente, cuyas necesidades hay que satisfacer, es una amenaza a la democracia.

A esta altura, hay que separar las aguas. El repudiable manoseo político-mediático de las víctimas (que además implica una brutal revictimización) para justificar más represión es muy diferente del justo y necesario reconocimiento de los derechos de las víctimas, lo cual es plenamente compartible. Empero, la medida de la LUC que establece un cupo para víctimas en los llamados del Estado, guiñándoles un ojo, avanzando en su reconocimiento, nutriendo su estatuto jurídico con la intención de profundizar la política de reparación, parece consagrar en realidad un auténtico privilegio, sentando un precedente peligroso y desnaturalizando las llamadas acciones afirmativas o políticas de discriminación positiva. Llegados a este punto, entramos de lleno al segundo objetivo de este texto.

Las acciones afirmativas y el principio de igualdad

El cupo previsto en la LUC parece consagrar más bien un privilegio, y a ello se debe el controvertido título de este texto, que peca de efectista pero en modo alguno pretende ser una provocación irrespetuosa.

Las acciones afirmativas o políticas de discriminación positiva básicamente tienden a promover ventajas para grupos vulnerables, a efectos de mejorar el acceso de esa población a la participación de bienes sociales, económicos, culturales y políticos, de los cuales han sido históricamente excluidos por razones discriminatorias, favoreciendo así al grupo no discriminado.

Una acción afirmativa se justifica entonces cuando el grupo que es beneficiado por ella ha sido históricamente discriminado, postergado y perjudicado, generándose una situación de desigualdad material respecto del resto, que ha sido históricamente beneficiado por la exclusión del grupo vulnerado, el cual mediante la discriminación positiva revierte su situación y logra hacer efectivo su derecho. No parece ser el caso de las víctimas: el grupo de las no víctimas no se beneficia por excluir a las víctimas de delitos, y estas no parecen haber sido históricamente discriminadas al ser postergadas en su acceso al mercado laboral y/o a la función pública. Por ello, el cupo previsto en la LUC parece consagrar más bien un privilegio, y a ello se debe el controvertido título de este texto, que peca de efectista pero en modo alguno pretende ser una provocación irrespetuosa. El objetivo es aportar a un sano debate sobre las acciones afirmativas y el lugar de la víctima del delito.

Pero es un lugar común hablar de privilegios en la argumentación contra las acciones afirmativas, así como la invocación del principio de igualdad, siempre alegado contra las “leyes de cuotas”. Conviene detenerse en este asunto, puesto que muchas veces se ha esgrimido este argumento falazmente, adhiriendo a una noción conservadora del principio de igualdad, la cual no es compartida. Dilucidar si es válido o no afirmar que una política es contraria al principio de igualdad requiere definir primero qué entendemos por igualdad.

Luigi Ferrajoli distingue los conceptos de igualdad y diferencia, desarrollando cuatro posibles configuraciones jurídicas de la diferencia. Las diferencias son características de hecho, identitarias (por ejemplo género, raza, religión u opinión política), mientras las desigualdades no hacen a la identidad de las personas sino a las discriminaciones que sufren.

El primero de esos cuatro modelos es la indiferencia jurídica de las diferencias: las diferencias son ignoradas, no se protegen ni se vulneran, es el “estado de naturaleza” hobbesiano en que la protección de cada identidad está librada a su suerte.

Luego, la diferenciación jurídica de las diferencias: se expresa en la valorización de algunas identidades y desvalorización de otras. Las identidades valorizadas son asumidas como estatus privilegiados, incluso como base de un falso universalismo (es el caso de las primeras constituciones liberales, que ubicaban al varón blanco y propietario como sujeto universal –“todos los hombres son iguales”–, negando tácitamente a otras identidades). También son ejemplos los ordenamientos de castas, sea cuando privilegian o discriminan expresamente a un grupo.

El tercer modelo es la homologación jurídica de las diferencias: las diferencias son valorizadas y negadas, no de manera explícita, como en el caso anterior, sino bajo una afirmación abstracta de la igualdad (igualdad formal). Es el modelo propio de los ordenamientos liberales: el diferente no es discriminado por el derecho, sino que simplemente no es reconocido, librándose a su suerte la discriminación en el plano fáctico. Su diferencia se oculta tras el eslogan “todas las personas somos iguales”. Este es el concepto conservador de igualdad que suele invocarse contra las “leyes de cuotas”: como la igualdad está consagrada jurídicamente, no habría razón para hacer diferencias, lo cual oculta los “amplios márgenes de inefectividad de la proclamada igualdad”, en palabras de Ferrajoli.

Por último, la valoración jurídica de la diferencia: se basa en el principio normativo de igualdad en derechos fundamentales y en un sistema de garantías capaces de lograr su efectividad. No es indiferente, sino que reconoce las diferencias y favorece su desarrollo, no privilegia ni discrimina ninguna identidad, sino que reconoce a todas igual valor, protegiendo a las desprotegidas. La igualdad de derechos aparece como el igual derecho de todos a la afirmación y protección de su identidad. Las diferentes identidades pueden ser reconocidas y valorizadas partiendo no de la proclamación de su igualdad formal, sino del hecho de que pesan en las relaciones sociales como factores de desigualdad (discriminación) en violación de la norma sobre la igualdad, por lo cual no basta con consagrar derechos, sino que hacen falta también las garantías de su efectividad. Este es el modelo de igualdad en el que se basan las políticas de discriminación positiva que podemos llamar legítimas, en tanto operan como garantías para la igualdad efectiva, como pueden ser las cuotas para la participación de mujeres en política o para el acceso al trabajo de la comunidad afro, las personas trans o con discapacidad, por ejemplo.

Si se pretende implementar una acción afirmativa es menester argumentar la existencia de una desigualdad, de una discriminación que justifique la necesidad de hacer una diferencia a nivel legislativo para subsanarla.

Siempre de acuerdo con Ferrajoli, “igualdad” es un término normativo, que dispone que todas las personas deben ser tratadas como iguales, y tratándose de una norma no basta con enunciarla, sino que debe ser observada y sancionada. “Diferencia” en cambio es un término descriptivo, que admite que de hecho las personas son diferentes y que esas diferencias hacen a su identidad, por lo que deben ser respetadas y garantizadas en honor a la igualdad. Por lo tanto, no tiene sentido oponer igualdad a diferencia. Si una diferencia es ignorada por el derecho, el respeto a la igualdad queda librado al plano fáctico, en el que ocurre la discriminación. Esto es lo que ignora el segundo y el tercer modelo de Ferrajoli, y lo que niega la visión conservadora del principio de igualdad.

Igualdad y diferencia no son opuestas. Lo contrario a igualdad es desigualdad, y lo contrario a diferencia es indiferencia. El derecho puede hacer diferencias (y las hace todo el tiempo) para contemplar las desigualdades existentes de hecho, y ello no es contrario al principio de igualdad, siempre que tienda a su realización efectiva. En cambio, si el derecho fuese indiferente a las desigualdades y no hiciera distinciones (o las hiciera para beneficiar a unos y/o perjudicar a otros arbitrariamente), seguramente sí se estaría violando el principio de igualdad.

Si se pretende implementar una acción afirmativa es menester argumentar la existencia de una desigualdad, de una discriminación que justifique la necesidad de hacer una diferencia a nivel legislativo para subsanarla; de lo contrario, se trataría de una acción afirmativa ilegítima, contraria al principio de igualdad, es decir, una norma que discrimina o privilegia a un determinado estatus. Además, en el caso, se trata de una cuota para acceder a la función pública, es decir, una política destinada a subsanar una desigualdad en el acceso al trabajo y más aún, al trabajo en el Estado. Es esta desigualdad la que debe argumentarse si se pretende implementar esta política sin violar el principio de igualdad.

Consecuencia de esto es que se generen dudas sobre la constitucionalidad (y convencionalidad) de este artículo, en tanto se contraviene el principio de igualdad (aun cuando el artículo 8 de la Constitución tiene un fuerte tufillo meritocrático, consagra la igualdad ante la ley expresamente, y también lo hace el artículo 24 de la Convención Interamericana de Derechos Humanos). Es una crítica poco simpática, puesto que se persigue una buena intención, como es reparar a las víctimas del delito, pero no parece ser esta la forma adecuada. Si se avanza por este camino se fija un precedente muy negativo para la calidad de nuestro Estado de derecho.

Nadie duda de que las víctimas de delitos violentos sufren daños graves en diferentes niveles (físicos, psicológicos, económicos) que deben ser reparados, pero no parece ser la acción afirmativa el instrumento adecuado.

Nadie duda de que las víctimas de delitos violentos sufren daños graves en diferentes niveles (físicos, psicológicos, económicos) que deben ser reparados, pero no parece ser la acción afirmativa el instrumento adecuado, dado que estas políticas pretenden erradicar desigualdades y no reparar daños. La prestación económica, la atención psicológica y/o los dispositivos de justicia restaurativa parecen más aptos para la reparación.

Cabe preguntarse por qué favorecer a este grupo y no a otros, como pueden ser las personas migrantes, quienes sí sufren discriminación y ven sus derechos vulnerados en muchísimas ocasiones, o las personas que viven en zonas inundables u otras situaciones de precariedad habitacional y segregación residencial; grupos que sin duda enfrentan una severa desigualdad que afecta el ejercicio pleno de sus derechos y que sin duda ameritan la urgente consideración.

Marcos Hernández es egresado de la Facultad de Derecho de la Universidad de la República

Bibliografía

Castro Heredia, J., Urrea Giraldo, F., Viáfara López, C. (2009). Un breve acercamiento a las políticas de Acción Afirmativa: orígenes, aplicación y experiencia para grupos étnico-raciales en Colombia y Cali.
Ferrajoli, L. ([1999] 2004). Derechos y garantías. La ley del más débil.
Garland, D. ([2001] 2005). La cultura del control. Crimen y orden social en la sociedad contemporánea.
Maihold, G. (2012). La “política del dolor” ante la (in)acción del Estado en materia de seguridad. Los casos Blumberg en Argentina y Sicilia en México.
Wacquant, L. ([1999] 2015) Las cárceles de la miseria.
Zaitch, D y Sagarduy, R. (1992) La criminología crítica y la construcción del delito: entre la dispersión epistemológica y los compromisos políticos.
Zaffaroni, E. (2011). La palabra de los muertos. Conferencias de criminología cautelar.