Con inusitado fervor, el Ministro de Defensa Nacional ha salido a manifestar su preocupación –que, según afirma, acompaña a la del presidente de la República– respecto del procesamiento del soldado Leonardo Vidal, quien, en julio de 1972, mató por la espalda, con una ráfaga de metralla, a un ciudadano detenido y esposado, que pretendía huir de sus custodias.
En su alegato, y en la medida en que el tema va tomando cuerpo en la opinión pública, apela a una seguidilla de argumentaciones, comparativos, supuestos, valoraciones, justificativos, atenuantes y circunstancialidades –también tergiversaciones– que, si bien en la versión del ministro apuntarían a focalizar el incidente desde una perspectiva más “contextualizada”, en lo sustancial, contribuyen a camuflar –premeditada o involuntariamente– una actitud de menoscabo a la institucionalidad.
Porque aquí no está en cuestión el tiempo transcurrido desde aquellos hechos, o la demora del dictamen judicial; como tampoco se trata de elucubrar acerca de la edad del involucrado, de su situación sanitaria o de su nivel económico.
Menos aún de interpretar los alcances jurídicos y/o éticos de la “obediencia debida” –que en este caso, además, el ministro confunde groseramente con “una orden que le da el Estado”–; o de teorizar en comentarios peyorativos acerca del intelecto de quienes integran los cuadros inferiores de las Fuerzas Armadas.
Acá se trata de la responsabilidad que le cabe a un miembro de un poder del Estado (Poder Ejecutivo) cuando, involucrando además al presidente de la República, pone en cuestión el accionar de otro de los poderes del Estado (Poder Judicial), y que siendo llamado a aclarar sus dichos por el restante poder estatal (Poder Legislativo), se molesta, se escuda ante un supuesto “cuestionamiento a su libertad de expresión”, y apunta a confundir la representatividad institucional del órgano interpelante con el accionar de un determinado sector político.
Para quien suele engolosinarse en un discurso de “firmeza democrática y republicana”, resulta llamativo su desconocimiento (¿?) del texto constitucional que consagra la independencia de los poderes del Estado, así como la facultad parlamentaria de “hacer venir a sala a los Ministros de Estado para pedirles y recibir los informes que estime convenientes, ya sea con fines legislativos, de inspección o de fiscalización”.
Más que un fiel mosquetero (de mosquete) del Poder Ejecutivo, el ministro parece irse constituyendo en un moderno mosquetero (de mosqueta) con ocultas intenciones.
Liliam Kechichian es senadora del Frente Amplio.