Un país es, esencialmente, una “comunión política” con vocación de “destino colectivo”. Es una construcción cultural, social, ética, solidaria, afectiva –también económica y productiva– de una historia común, de una identidad compartida que a todos nos integra y nos refleja como expresión plural.
En nuestro caso –con firmes raíces en la doctrina artiguista de la felicidad colectiva– apunta al ciudadano como objetivo prioritario, como eje y razón de ser, incluso, de todo objetivo secundario. Institucionalmente, propende a conciliar los intereses contrapuestos que en su ámbito se expresan, sobre el principio de que “los más infelices sean los más privilegiados”.
Por su parte, una empresa se define como “la unidad económico-social, integrada por elementos humanos, materiales y técnicos, que tiene el objetivo de obtener utilidades a través de su participación en el mercado de bienes y servicios. Para esto, hace uso de los factores productivos: trabajo, tierra y capital”.
Desde esta perspectiva, pretender equiparar la dimensión superior de los estados –en tanto fundamentos de convivencia y evolución civilizada de la humanidad– a una minúscula y egoísta concepción “empresarial”, tal como insistentemente se promueve desde las altas esferas del gobierno, nos resulta irracional, a la vez que profundamente tendencioso.
Ello implica clasificar a las personas, a los ciudadanos –cerno y fundamento del edificio republicano– como simples “factores” en una ecuación económica de producción de bienes y servicios, sujetos a las fluctuaciones caprichosas del mercado, lo que constituye, a nuestro entender, una apreciación absolutamente desquiciada y deshumanizada de la sociedad.
Porque el mercado, ese “Don King” de la economía, promotor de escenarios de competencia que propician la prevalencia de los fuertes sobre los débiles –no siempre por las vías más inocuas y menos aún “invisibles”– no puede constituirse en el árbitro de las desigualdades sociales, intelectuales, físicas, vocacionales, territoriales, laborales, etarias, de género o aún económicas, que todavía debe superar esta “comunión” en “equidad” que nos motiva.
Pretender equiparar la dimensión superior de los estados a una minúscula y egoísta concepción “empresarial”, tal como insistentemente se promueve desde las altas esferas del gobierno, nos resulta irracional.
El gobierno nacional ya ha definido su posición a favor de una formulación excluyentemente mercantilista de la sociedad. La reciente votación de la Rendición de Cuentas fue la instancia escogida para aproximar el sistema político hasta el borde de esa ¿“grieta”? ideológica que hoy confronta nuestro “destino colectivo”: ¿continuidad de las políticas sociales instrumentadas durante los gobiernos del Frente Amplio, o recorte de estas como argumento para recomponer la “prioridad fiscal”?
Claro que ya hubo otras manifestaciones que abonan en el rumbo trazado por la coalición multicolor: las rondas de salarios, donde las opciones planteadas variaron entre la pérdida de salario real o la pérdida de la fuente laboral; el rechazo de la renta básica para los sectores más castigados, en contraposición con los beneficios acordados para el sector empresarial. Y, sin duda, la instancia de la ley de urgente consideración (LUC), en cuya exposición de motivos se señaló claramente: “No se sostiene más la situación imperante por la cual el ajuste es realizado por el sector privado. Quien debe ajustar los costos es el Estado”.
Sin duda toda una definición estratégica que el gobierno intentará consolidar en el próximo presupuesto quinquenal.
Será cuestión de dejar en claro bajo qué perspectiva analizamos la cuestión fiscal, la inversión, el ¿gasto? social; cuál es el valor superior que cada quien confiere a qué cosa, y cuál el precio que se está dispuesto a pagar.
Porque, como bien señalaba Facundo Cabral en sus recitados, “lo importante no es el precio, sino el valor de las cosas...”.
Liliam Kechichian es senadora del Frente Amplio.