La campaña “Actúa ahora” de la ONU, que insta a comer menos carne en pos de favorecer el medioambiente, fue rechazada por la cancillería uruguaya, señalando que “este tipo de campañas, no sustentadas en todos los elementos necesarios para su análisis, refuerzan los malentendidos y desvían el enfoque de las negociaciones pertinentes en esta materia”. Recientemente, una nota publicada en la diaria (“Cuando la ONU se equivoca: nuestra carne y la salud del planeta”) propone refrendar la postura uruguaya con argumentos científicos, principalmente mediante la refutación de una publicación de la FAO (la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura) de 2006, titulada “Livestock, the long shadow” (algo así como “La larga sombra de la ganadería”) con base en la cual se sustenta gran parte de la campaña.

El objetivo de esta columna no será defender las virtudes de la producción cárnica uruguaya frente a la del resto del mundo, tarea ya realizada con éxito por dicha nota, sino exponer algunas falacias y falencias de la argumentación esgrimida en ella, así como proponer horizontes más amplios, que no se agoten en lo dicotómico. La defensa de un nacionalismo productivo jamás podría ser más importante que las implicancias éticas que surgen de la matanza masiva de otros animales con fines utilitarios. Tampoco se trata de hacer aquí una defensa de la ONU en sí, en tanto que no consideramos algo favorable la gubernamentalidad global que motiva varias de sus acciones (además, y de hecho, la ONU sí se equivoca muchas veces).


Vayamos ya al análisis propuesto. En su exposición de motivos, el artículo apunta: “El principal ecosistema de nuestro país es el pastizal natural”. He aquí un problema: el pastizal “natural” no existe como tal, sino como producto de la acción humana al introducir el ganado en la cuenca del Plata, en donde el paisaje era radicalmente diferente antes de ello. El ganado vacuno es una especie alóctona y rápidamente devino invasora de estas latitudes, condenando a la extinción a cientos de especies vegetales y animales. Lo más justo sería decir que el ecosistema existente en nuestras tierras es cultural, esto es, producido también por el humano para satisfacer sus fines. Otro de los argumentos centrales agrega que “los pastizales de nuestro país sin herbívoros pierden biodiversidad (y lamentablemente, nos quedan pocos mamíferos herbívoros autóctonos, por lo que las vacas cumplen un rol en su preservación)”. Precisamente el pastoreo de ganado ha reducido al resto de mamíferos herbívoros autóctonos, en la medida en que les limitó el acceso a recursos. A su vez, estos herbívoros autóctonos también fueron diezmados por la caza.

Otro punto fuerte de la argumentación dice: “Pasar a producir más vegetales de la forma actual implicaría más afectaciones al medioambiente y al propio suelo, de allí la necesidad de instalar la agroecología”. Estamos de acuerdo, la agroecología debe estar entre las soluciones a los problemas ecosociales que nos acucian, sin embargo, lo relevante es no sólo la forma en que se produzcan estos vegetales, sino el para qué, ya que la mayoría de los cultivos son forrajeros, esto es, para alimentar ganado (la FAO también considera a la pradera natural o mejorada como cultivo forrajero).

Para ilustrar esta idea son relevantes las palabras del antropólogo Marvin Harris, quien en su libro Antropología cultural escribió: “Los cereales convierten alrededor del 0,4 por ciento de la luz solar fotosintéticamente activa en materia apta para consumo humano. Si se emplean para alimentar a animales en lugar de personas y después se consume su carne, se perderá, por término medio, un 90 por ciento de la energía disponible en los cereales”. Pensemos en la ineficiencia que esto supone sabiendo que aproximadamente tres cuartas partes de las tierras cultivadas del mundo se dedican a la producción de forraje para animales.

¿Ganadería dónde?

Respecto de la calidad del suelo y su relación con la ganadería, el artículo reproduce una tajante máxima de la ortodoxia técnica agronómica: “Nuestros pastizales generalmente no son aptos para otros cultivos”. Bien, no es que no sean aptos, sino que sencillamente es más lucrativo producir carne o pienso para ganado antes que otras cosas, porque así lo determina el mercado, entendido este no como una “mano invisible” que gobierna las acciones, sino como un espacio político –de lucha– por excelencia. Por otra parte, conocimientos como los de la agroecología y la permacultura enseñan que se puede plantar casi cualquier cosa en los lugares más insospechados. Y por si fuera poco, vale recordar, a estos efectos, que los proyectos de colonización de Marte comienzan con el cultivo de su inhóspito suelo, para a partir de ello crear una atmósfera respirable. Por ende, podemos suponer que si se invirtiera en la agroecología la misma energía en trabajo y tecnología que se invierte en la ganadería, sería posible cultivar gran diversidad de vegetales para consumo humano directo en nuestros suelos, generando, a su vez, mucha más demanda de mano de obra, entre otras ventajas ecológicas.

Sobre la relación de la ganadería con la deforestación, el artículo niega, para el caso uruguayo, la tendencia global en virtud de la cual la expansión de la ganadería es un factor clave en la deforestación (como por ejemplo sucede en la Amazonia), y agrega que, más bien al contrario, son la forestación y el cultivo de soja las actividades que amenazan a la ganadería. Creemos que ambas cosas son ciertas, quedando así demostradas las complejidades del entramado capitalista mundial.

En efecto, como se dijo al comienzo de esta nota, la ganadería ha destruido gran parte del bosque nativo, y lo sigue haciendo. Esto es patente, por ejemplo, en los milenarios palmares de butiá rochenses (Butia odorata), que se están reduciendo consistentemente porque estos animales comen los brotes tiernos de las palmas nuevas, que tantos años demoran en germinar y crecer, impidiendo de este modo la regeneración del bosque.

Ganadería y consumo de agua

El informe de la FAO citado en el artículo sostiene que la ganadería es una de las principales industrias consumidoras de agua potable (huella hídrica). Por su parte, la defensa académica uruguaya argumenta que “no hay riego en pasturas para alimentar a nuestras vacas que producen carne a pasto”; que el agua que estas beben se incorpora nuevamente al ciclo hídrico, y se complementa con otras razones: “Si sacamos las vacas del campo, la misma cantidad de agua se ‘gastaría’ en el pastizal”; “la carne no se obtiene inflándose de agua”; “para hacerte una hamburguesa de vaca de pastoreo nadie destruyó 1.500 litros de agua”.

Vale recordar que el uso de agua para la producción cárnica no se reduce a la que se utiliza en las pasturas y bebederos, sino que incluye también a la que se utiliza en la última fase de la producción, es decir, la matanza. En efecto, los mataderos son una de las industrias que más agua utilizan y que más contaminan los recursos hídricos. Según un documento de la FAO (“Estructura y funcionamiento de mataderos medianos en países en desarrollo”), los mataderos utilizan diariamente de 300.000 a 500.000 litros de agua caliente. Y quien haya observado –visto y olfateado– el arroyo Carrasco allí donde desagotan las aguas del Frigorífico Matadero Carrasco SA sabrá de qué contaminación hablamos.

De todos modos, consideramos que no debe caerse en el fetichismo del dato, sino que se debe ponerlo en relaciones explicativas, comprensivas y proyectivas. Un claro ejemplo de esto es pensar el dato de la huella hídrica a partir del concepto de coste de oportunidad. Según el economista Friedrich von Wieser, “el coste de oportunidad o costo alternativo designa el coste de la inversión de los recursos disponibles a costa de la mejor inversión alternativa disponible, o también el valor de la mejor opción no realizada. Se refiere a aquello de lo que un agente se priva o renuncia cuando hace una elección o toma una decisión”. En buen romance, el concepto de coste de oportunidad nos trae el problema relativo a las decisiones que adoptamos al descartar otras opciones, seamos conscientes o inconscientes de ellas. O bien: elegir es renunciar.

En el África subsahariana y otros rincones del mundo, gran parte de la mortalidad infantil se debe a diarreas provocadas por enfermedades infecciosas como la disentería. Estas patologías se originan en el consumo de aguas contaminadas con heces humanas o de otros animales, y fácilmente se solucionarían llevando agua corriente y saneamiento a estas poblaciones. Se podría, pues, destinar el agua que se utiliza para alimentar ganado y regar cultivos forrajeros para mejorar la salud y alimentación de esta gente.

Además del consumo de agua de la ganadería, el artículo aborda el problema de la contaminación de los cursos de agua: “El fósforo es uno de los principales nutrientes que provocan la eutrofización de los cursos de agua. Nada de eso sucede con las vacas engordadas en sistema de pastoreo extensivo, donde el estiércol queda disperso en el campo y el aporte de fósforo y nitrógeno a los cursos de agua es muy limitado”. Si bien esto es parcialmente cierto, en nuestro país, la eutrofización de los cursos de agua también está causada indirectamente por la producción ganadera, ya que surge por los agrotóxicos que se aplican a los cultivos transgénicos para alimentar ganado (principalmente soja, pero también maíz, sorgo y otros). El hecho de que el pienso que se produce acá sea exportado bien lejos (principalmente a China y Europa) para alimentar ganado en feedlots no exime a Uruguay de su responsabilidad en dicha industria. Las llamadas “externalidades de mercado” no se pueden exportar sin sufrir a posteriori sus efectos, como quien arroja un boomerang; la contaminación por cianobacterias es un claro ejemplo.

Ganadería y biodiversidad

Echando mano a un artículo de Alejandro Brazeiro y colegas, la nota afirma: “Numerosos trabajos han mostrado que los pastizales sin ganado son menos diversos que aquellos que tienen un buen manejo. [...] La pradera que nunca se pastorea tiene un pasto de 50 cm de altura. Las especies más competitivas crecen y crecen, y al final tenés unas pocas pasturas que desplazan a las menos competitivas. Con la herbivoría se mantiene un poco a raya a las pasturas que más explotan, y entonces todas pueden persistir”.

Nuevamente, hay que ver el bosque más allá del árbol. El valor de la biodiversidad de un ecosistema está no sólo en el dato cuantitativo de la cantidad de especies que lo habitan, sino que radica también en las relaciones cualitativas que se establecen entre ellas. En los ecosistemas que presentan mayores adversidades para el despliegue de la vida, como puede ser el desierto, la cantidad de especies es menor que en otros como la selva, pero estas mantienen entre sí un delicado e intrincado equilibrio que permite el tejido sano de la vida. Volviendo a nuestro caso local, no deberíamos preocuparnos si al retirar el ganado disminuyese la cantidad de especies vegetales de pastizal, pues lo que estaría aconteciendo es la regulación del ecosistema hacia un nuevo equilibrio que solamente el humano ha roto violentamente, para luego dar paso a nuevas formas de vida más armónicas.

Las del estribo

Finalmente, quisiera plantear algunos reparos con las últimas reflexiones de la comentada nota, en donde se pueden leer cosas como: “Si yo fuera el community manager de la ONU estaría agregando ya mismo que una hamburguesa de carne de vaca criada a pasto en Uruguay es menos dañina para el planeta que una hamburguesa de soja”. Aquí se comete un craso error, y es suponer que es el consumo humano el que tracciona el cultivo de soja. Conviene saber al autor y a los lectores que 80% de la soja se usa para alimentar animales, otro 10% en la producción de biodiesel y otros usos industriales, y finalmente tan solo 10% se usa para consumo humano directo o en diversas presentaciones (hamburguesas, tofu, leche, etcétera). Por lo tanto, no es lícito atribuir mayor daño ambiental a quien consume una hamburguesa de soja, sino que habría que hacerlo a quien consume una de carne, sin importar si las vacas para hacerla fueron producidas en feedlots o extensivamente a pasto. Si yo fuera el community manager de la ONU diría que el hambre de carne de nuestra humanidad provoca el crecimiento imparable de las plantaciones de soja en Sudamérica, devastando las economías, los ecosistemas y la soberanía alimentaria, entre otras múltiples adversidades.

Por otra parte, la defensa científica de las aparentes virtudes de nuestro modo local de producción cárnica, que por cierto representa una parte muy ínfima de la producción mundial, no debería cegarnos a la hora de juzgar los problemas que la ONU pone en discusión. Al hacerlo, además, se corre el riesgo de poner a la academia al servicio de los intereses de la clase rentista y agroexportadora nacional, cuyas intenciones, bien sabemos, lejos están de los valores de la solidaridad, la igualdad y la libertad. Basta para ello recordar el papel que han jugado la Asociación Rural del Uruguay y la Federación Rural en los diversos golpes de Estado de nuestra historia.

Desde aquí planteamos que es mejor poner el pensamiento al servicio de las miles de millones de víctimas que son asesinadas día a día para satisfacer el paladar de algunos humanos, así como al de la mayoría de estos, que viven con menos de dos dólares diarios, entre la basura y sin agua potable.

Gustavo Medina es licenciado en Sociología

Referencias

FAO, “Estructura y funcionamiento de mataderos medianos en países en desarrollo”
Marvin Harris, Antropología cultural. Alianza editorial: Madrid, 1990.