Los senadores de Cabildo Abierto (CA) presentaron un proyecto de ley para derogar la Ley 18.831, que restablece la “pretensión punitiva del Estado para los delitos cometidos durante la dictadura”. En otras palabras, para restablecer la ley de caducidad.
Esta nueva embestida es el corolario de una escalada que (por lo menos) comenzó el día en que el general Guido Manini Ríos dejó de ser comandante en jefe del Ejército. Desde entonces no se ha privado de nada. Trató de canalla al entonces presidente Tabaré Vázquez, cuestionó los fallos judiciales que han venido reparando (de a poquito y tarde) la negra noche del terrorismo de Estado. Había nacido un partido militar-cívico decidido a representar los peores intereses de la corporación y a dar la batalla restauradora de las versiones más reaccionarias de familia, nación, soberanía y Estado.
El proyecto de ley es, jurídicamente, un disparate. No resiste el análisis de constitucionalidad ni de convencionalidad internacional.
¿Cómo llegamos hasta acá?
Las atrocidades perpetradas por el Estado son una carga dolorosa para muchas sociedades contemporáneas. Alemania sigue construyendo memoriales del espanto, financiando investigación y abriendo los ojos y las cabezas de los más jóvenes. España se restriega las heridas del franquismo y libra batallas judiciales eternas para exhumar sus restos y enterrar a sus muertos. América Latina multiplica arte y querellas.
Uruguay no es ajeno a su barrio ni a su tiempo.
Como recuerda Aldo Marchesi, en 1991 Julio María Sanguinetti alardeaba en su libro El temor y la impaciencia que la transición finalizó con el referéndum ratificatorio de la ley de caducidad, en abril de 1989. Nada más lejos. Todos los días hay referencias a aquella noche. Los nostálgicos no son las víctimas sino sus personeros, o sus defensores (que no es lo mismo, pero es igual).
En 1986 se había aprobado la Ley 15.848, de caducidad de la pretensión punitiva del Estado respecto de los delitos cometidos por funcionarios militares y policiales durante el período de facto. El debate se instaló en la Justicia. En 1988 la Suprema Corte de Justicia (SCJ) declaró, en un recordado fallo dividido, la constitucionalidad de la ley en las causas de Elena Quinteros, Fernando Miranda y Julio Correa.
Tengo la edad de Simón y de Mariana. Recuerdo la epopeya de la recolección de firmas; la berretada de la ratificación de firmas exigida a miles de personas, entre ellas al general Liber Seregni; la 30 llamando de a uno; la lluvia de la derrota del voto verde en abril de 1989. Aquel insuficiente 42% nos enseñaría el más profundo sentido de la palabra irremediable.
Lo que vino después se cuenta corto, porque lo hemos vivido juntos. Las marchas multitudinarias cada 20 de mayo y, años más tarde, una nueva campaña de firmas para plebiscitar una enmienda constitucional que anulara parcialmente la ley.
Había nacido un partido militar-cívico decidido a representar los peores intereses de la corporación y a dar la batalla restauradora de las versiones más reaccionarias de familia, nación, soberanía y Estado.
El plebiscito tuvo lugar junto con las elecciones nacionales del 25 de octubre de 2009. Y, otra vez, la derrota. El “voto rosado” obtuvo al insuficiente 48%.
Hubo errores y desencuentros dentro de la izquierda. Recordar tiene sentido si no eludimos responsabilidades. El Frente Amplio (FA) se perdió en sus discrepancias. Hubo listas frenteamplistas que no encartaron la papeleta rosada. La izquierda se enredó en un debate técnico y estratégico que desembocó en una defensa tibia y un resultado tan previsible como interpelante.
En tren de balances, sólo como constancia, tampoco Manini nació de un gajo.
Ese mismo 2009, la SCJ fallaba por unanimidad la primera declaración de inconstitucionalidad de la ley de caducidad para el caso de Nibia Sabalsagaray. Lo mismo sucedería en 2010 y en 2011 con los casos caratulados “Organizaciones de Derechos Humanos” y “Fusilados de Soca”.
Mientras tanto, como ahora, el Parlamento amplificaba un debate que, lejos de laudado, regresaba incansable. En 2010, el intento del FA por aprobar una ley interpretativa de la ley de caducidad naufragó en el mar de sus propias contradicciones. Faltó un voto y volvió a doler como si faltaran 1.000. Se venían encima los 30 años de prescripción que impedirían juzgar los crímenes (entonces considerados delitos comunes).
El proyecto de Cabildo Abierto
Y así –resumido al extremo– llegamos a la Ley 18.831 de 2011, aprobada poco antes del vencimiento del plazo de prescripción, sólo con los votos del FA. Esa ley quiere derogar CA.
El proyecto, seguramente, no reúna las mayorías necesarias, pero no perdamos la oportunidad ciudadana de la reflexión, en el sentido mayor de la palabra. No lo merecen la sociedad, las víctimas, las generaciones futuras ni los buenos militares de hoy.
La iniciativa no debería prosperar, porque violenta el derecho nacional e internacional.
Derogar la Ley 18.831 implicaría volver a la ley de caducidad de 1986, que fue declarada inconstitucional por la SCJ, en más de una oportunidad.
No debería prosperar porque hay antecedentes y jurisprudencia concluyente. La Sentencia 365 de la SCJ, de 2009, declaró inconstitucionales e inaplicables en el caso concreto los artículos 1º, 3º y 4º de la Ley 15.848 (ley de caducidad). Ese histórico fallo reconoció la existencia del bloque de constitucionalidad de los derechos humanos.
No debería prosperar porque desconoce más de medio siglo de acumulación en materia de derecho internacional, entendido como el conjunto de derechos y garantías que nos ampara en tanto ciudadanos. El proyecto contraviene el Pacto de San José de Costa Rica, emanado de la Convención Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) e incorporado al derecho uruguayo por la Ley 15.737, que aprobó todo el sistema político en 1985.
Esta embestida preocupa, pero hoy es una cruzada en solitario. CA ha quedado aislado desde que arremetió contra la Fiscalía General de la Nación exponiendo incluso sus problemas internos. Nadie en el sistema político levanta una voz en defensa de la impunidad (desde el categórico e inmediato pronunciamiento del FA hasta las voces tibias que se oponen bajito, en la incomodidad de compartir la coalición).
Aprovechemos este intento restaurador para poner en valor las luchas colectivas.
Vaya a saber dónde estaríamos si, en 1987, un puñado de viejas, menos viejas e igual de dignas, no hubieran comenzado la campaña pro referéndum por el voto verde. Dónde estaríamos sin todas las denuncias de todas las presas políticas que testimoniaron la barbarie con su cuerpo. Dónde estaríamos sin cada 20 de Mayo, sin las “imágenes del silencio”, sin la academia arrebatando las revistas de derechos humanos, sin periodistas valientes que amplificaron todas las voces, sin los jóvenes que exigen verdad, memoria y justicia.
Intentemos, entre todos, dimensionar la batalla que hoy libramos. La capacidad de reacción tendrá la medida de nuestra madurez colectiva.
Finalmente, capitalicemos cada paso: no podemos darnos otro lujo. Generemos anticuerpos y reflejos, y, en algún lugar, pasemos raya. En definitiva, seremos las convicciones que no hayan podido cambiar.
Laura Fernández es integrante de Fuerza Renovadora, Frente Amplio.