Una mañana conversaba con un policía sobre su experiencia como cadete. Entre relatos sobre la falta de talento del cocinero de la Escuela de Policía y la monótona verba de un aburrido profesor de Derecho, mencionó un incidente que llamó mi atención. En una ocasión en que mi interlocutor y sus compañeros eran sujetos a una “pasada de revista” (es decir, una inspección del uniforme, la postura y la actitud de un grupo de policías o aspirantes por parte de un superior), el oficial a cargo de la inspección se detuvo frente a él. Lo miró de arriba abajo y, sin mediar palabra, escupió uno de sus zapatos. “¡Cadete!”, le gritó en la cara el oficial. “Tiene sucio el zapato, ¿no se lo va a limpiar?”. Cuando mi interlocutor intentó agacharse, el oficial le estampó una cachetada. “¡Cadete! Le estoy pasando revista, ¡manténganse firme!”. Humillado y confundido, el cadete permaneció parado, firme, mirando hacia el frente, soportando el dolor de la cachetada y con el escupitajo del oficial sobre su zapato.
Cuando escuché esta anécdota, ocurrida hace al menos 20 años, sentí la misma consternación que posiblemente experimente quien lea este texto. Pero si el o la lectora es o fue policía, probablemente haya vivido en carne propia algún episodio similar que torne la anécdota en algo familiar. Y es que los policías pertenecen a una institución donde estas situaciones son relativamente frecuentes y están legitimadas. Su objetivo es, en la jerga policial, “forjar el temperamento” del policía. Es decir, enseñar cómo se es policía. Independientemente de nuestras valoraciones hacia ellas, lo importante, por el momento, es entender que estas prácticas violentas y humillantes tienen consecuencias. Permítaseme señalar una que viene en aumento, y que está siendo debatida públicamente en Uruguay: la violencia policial.
Más allá de la preocupación y la denuncia que este tipo de violencia concita, me propongo aquí cruzar la barrera moral para examinar algunos de los perfiles más opacos que presenta este fenómeno, ahondando en la perspectiva de los y las policías que lo ejercen. Quisiera plantear, entonces, cuatro líneas de reflexión posibles para aproximarnos a comprender algunas de las razones que producen la violencia policial en nuestro país.
1) La seguridad pública
La primera razón tiene que ver con el rumbo que ha tomado la política de seguridad de nuestro país. A pesar de la Ley Orgánica Policial aprobada en 2015, que democratizó a la Policía asignándole un rol civil, asistimos actualmente a un evidente giro punitivo que ha servido de marco legitimador de la violencia policial. Por un lado, la aprobación de la ley de urgente consideración proporcionó un sustento jurídico para estos incidentes. Por otro, el respaldo de parte de jerarcas del gobierno a estos hechos y a los policías que los protagonizaron ha servido de garantía política para su proliferación.
Interpreto este giro como un retorno al paradigma de la seguridad pública. Desde esta concepción de la seguridad, el delito se concibe como resultado de conductas que distorsionan el “orden público” (sea lo que sea que ello signifique), y para evitarlo se procura castigar las conductas que atentan contra él. En los hechos, ello implica mayor discrecionalidad policial, aumento de la productividad judicial y relegar a segundo plano derechos y libertades individuales, vistos frecuentemente como un obstáculo para el mantenimiento del orden público. Un corolario de este tipo de acciones es el incremento de casos de violencia policial.
2) La socialización violenta
Quien ingresa a la “familia policial” asume un compromiso: debe abandonar definitivamente todo sustrato de civilidad de su persona. En buena medida, es esta la labor de las escuelas de formación policial: formar sujetos alineados a una serie de valores configurados en oposición a una alteridad civil. A pesar de que esta tarea nunca se alcanza por completo, pues los policías no dejan de ser vecinos de barrio, hinchas de nuestro equipo de fútbol o clientes de la misma carnicería en donde compramos el asado del domingo, las instituciones policiales construyen lo policial en una irreconciliable oposición a lo civil, y así procuran transmitírselo a sus miembros.
Una de las reglas que debe aprender todo aspirante a policía es el carácter jerárquico de la institución. En particular, la diferencia entre oficiales (superiores) y suboficiales (subordinados). Este aprendizaje está mediado (y se vuelve posible) por una vigilancia y un disciplinamiento constantes sobre el cuerpo y la conducta de los policías, que frecuentemente adoptan formas violentas. Así, lo que hacía el oficial que le escupió el zapato al cadete del comienzo del texto era enseñarle a este último su posición subordinada. La institución insiste sobre estas diferencias jerárquicas en procedimientos que van desde los más evidentes (como por ejemplo la escala de ascenso) hasta los más informales y simbólicos (por ejemplo, servir durante el almuerzo asado a los oficiales, y arroz con arvejas a los suboficiales). De esta forma, los aspirantes son socializados dentro de la institución en función de una serie de mecanismos jerárquicos impuestos a través del disciplinamiento, y cuyas violaciones se corrigen a través de sanciones violentas.
Socializados de esta forma, no es de extrañar que los policías expresen sus expectativas de sujeción a la jerarquía también hacia afuera de la institución. La lógica que subyace al “respeto a la autoridad policial” expresa estas expectativas jerárquicas. Quien no se comporta conforme a las normas que rigen el orden público que demanda la Policía “le falta el respeto a la autoridad”, y como tal es merecedor de violencia policial.
(Vale aquí abrir un pequeño paréntesis aclaratorio. La Dirección Nacional de Educación Policial había comenzado a disminuir la brecha civilidad-Policía durante la gestión anterior. La reforma educativa de la Policía consistió, esencialmente, en traducir a los hechos el carácter civil que mandata su Ley Orgánica, por ejemplo, a través de la unificación de la escala básica con la escala superior, antes separadas. Es deseable que este camino continúe su curso en la actual gestión).
3. El sacrificio sin recompensa
Los policías ocupan una difícil posición dentro del sistema penal: actúan como auxiliares de la Justicia y, en tanto tales, no están en condiciones de decidir sobre los resultados de su trabajo. He visto en muchos policías una enorme indignación cuando, tras arrestar a un infractor, este sale rápidamente por la “puerta giratoria” de la Justicia (esa es la metáfora que utilizan), especialmente si es menor de edad. Independientemente de la validez o la invalidez de este juicio, examinemos el sentir que subyace a esta frustración. Los policías se autoperciben como trabajadores que cumplen un servicio público esencial y exigido por la Justicia (arrestar a quien comete un delito), pero cuyo fruto (el arresto) es en general desestimado por la propia Justicia que lo mandata. Así, muchos policías se sienten desoídos, saturados de trabajo por fiscales que les asignan tareas de investigación que no pueden objetar y por jueces que liberan sin más a los delincuentes que arrestan durante jornadas laborales en las que arriesgan su vida.
Sorprendentemente, las ciencias sociales uruguayas no le han prestado suficiente atención a la Policía, y tampoco al Ejército, dos instituciones que comparten un rasgo común: el monopolio de la coacción física legítima.
Al mismo tiempo, los policías perciben una falta de correspondencia similar de parte de la sociedad. El trabajo policial supone el riesgo de dar la vida “en cumplimiento del deber” y en defensa de la sociedad. Sin embargo, desde la perspectiva de los policías, la misma sociedad que protegen pocas veces les reconoce el sacrificio que conlleva su labor, y cotidianamente reciben pedradas e insultos en los territorios que intentan proteger. Así, con base en salarios que no suelen ser suficientes para llegar a fin de mes y el riesgo de perder la vida en su función, frecuentemente los policías perciben que la sociedad no reconoce el sacrificio que conlleva su trabajo.
José Garriga Zucal (2017) ha propuesto entender algunas manifestaciones de violencia policial como el resultado de esta falta de correspondencia. A partir de la muy conocida premisa antropológica de que todo don conlleva obligaciones morales (en este caso, el don sería el sacrificio policial y su retribución, el reconocimiento social), Garriga Zucal plantea que la violencia policial es una reacción orientada a restaurar un orden social pretendido por los policías, y subvertido por quienes les “faltan el respeto”. Así, aplicar un “correctivo” a un infractor no es otra cosa que un intento de restaurar el orden pretendido, y reclamar así el reconocimiento social negado.
4. El aburrimiento y la sospecha
Hay quienes (e incluyo aquí a muchos aspirantes a policías) imaginan la profesión policial cargada de persecuciones, tiroteos y arrestos. Nada más lejos de la realidad. El trabajo policial, especialmente el patrullaje en la vía pública, se caracteriza por actividades monótonas y rutinarias, como caminar horas y horas por la misma cuadra o pararse en una esquina a ver los autos pasar. Esto ha sido extensamente documentado por etnografías y estudios cualitativos sobre la Policía (pienso en Didier Fassin o Dominique Monjardet para Francia y en Robert Reiner y David Bayley en el mundo anglosajón, por nombrar algunos clásicos), pero es fácilmente comprobable por quien guste destinar tan sólo 20 minutos a observar la cantidad de veces que mira el celular un policía que patrulla cerca de su casa.
La monotonía deriva en tedio y aburrimiento. Esteban Rodríguez Alzueta (2017) propone entender algunas formas de violencia policial como una salida posible a este aburrimiento. En estos entornos es donde se sensibiliza el olfato policial, aumenta la curiosidad y florece la sospecha. Así, un encuentro entre jóvenes en una esquina, el estruendo de una motocicleta o un malabarista en el lugar y el momento equivocados son motivo de intervención desproporcionada por parte de los efectivos policiales de la zona, y pueden desencadenar en hechos de violencia policial.
Comprender la violencia policial
Sorprendentemente, las ciencias sociales uruguayas no le han prestado suficiente atención a la Policía, y tampoco al Ejército, dos instituciones que comparten un rasgo común: el monopolio de la coacción física legítima. En un escenario en el que la violencia institucional va en aumento, es más necesario que nunca que los investigadores sociales nos dediquemos a comprender estas instituciones.
Para ello, es fundamental una gimnasia epistemológica para la que nos entrenamos los antropólogos, pero que no debería ser monopolio de esta disciplina. Consiste en descentrarse. Es decir, como sugiere la conocida fórmula de Roberto DaMatta (1974), transformar lo exótico en familiar y lo familiar en exótico. En este caso particular, implica la desafiante tarea de suspender nuestras propias consideraciones morales sobre la violencia policial, pero también distanciarnos de las justificaciones esgrimidas por los policías frente a ella. Mirar, escuchar, comprender y analizar, a medio camino moral entre ambos sistemas de valores.
Descentrados, estamos en condiciones de buscar la razón y el sentido de estas violencias, rastrear los criterios y las moralidades que las legitiman y validan, entender cómo y por qué se manifiestan más sobre algunas personas que sobre otras, e identificar las prácticas que adoptan y los factores situacionales que las determinan. En pocas palabras, sólo así podremos acercarnos a comprender la violencia policial.
Federico del Castillo es antropólogo.
Bibliografía
Alzueta, ER (2017). Tedio y violencia policial. Sociales en debate, 11.
DaMatta, R (1974). O ofício do etnólogo, ou como ter “anthropological blues”. Río de Janeiro: Museu Nacional.
Garriga Zucal, J (2017). Sobre el sacrificio, el heroísmo y la violencia: Aportes para comprender las lógicas de acción en las fuerzas de seguridad. Buenos Aires: Editorial Octubre.