Querido Luis Pereira:
Estuve leyendo tu artículo sobre los derechos culturales, el acceso y las políticas culturales en un marco de descentralización que se publicó en la diaria el 26 de agosto. Me hiciste pensar en muchas cosas y me permito disentir un poco.
En primer lugar, no nombras –y por lo tanto ignoras– todas las políticas culturales que se llevan a cabo por acción u omisión desde instituciones, colectivos o individualidades de la sociedad cuyo perfil no es específicamente cultural pero impactan en la construcción de una subjetividad ciudadana, barrial, local, nacional. Estas “otras políticas culturales” que atraviesan el cotidiano pueden tener un área de cobertura mayor (en tiempo y espacio) que las que se proyectan y ejecutan desde los escritorios de las direcciones departamentales y el Ministerio de Cultura a lo largo de un gobierno. Es más, pasan generalmente desapercibidas y no son motivo de estudio.
Como ejemplo de esas “otras políticas culturales” (que nos construyen desde lo abyecto y no son cuestionadas) mencionaré los edictos de carnaval que se publican desde 1873 en Uruguay. En estos dictámenes del Ministerio del Interior se construye una subjetividad y se establece un orden hegemónico: ni la policía, ni el ejército ni la iglesia pueden ser motivo de disfraz. Estos inefables textos de orden público son herencia de la etapa del disciplinamiento (José Pedro Barrán, Historia de la sensibilidad en el Uruguay, 1989). Misteriosamente, han desaparecido las mujeres embarazadas del edicto de 2016. De niña participé en varias ediciones del carnaval infantil, por lo que gestioné mi permiso en la Seccional 1ª y el edicto prohibía, en aquel tiempo, el disfraz de embarazada. El carnaval fernandino, misógino por excelencia y financiado con dineros públicos, siempre tuvo lugar para los chistes de homosexuales y embarazadas, porque los cuerpos subordinados al orden patriarcal pierden derechos encima del tablado.
Si analizo lo privado, la arquitectura hostil es otro ejemplo de política cultural en clave de discriminación y aporofobia (Adela Cortina, Ética sin moral, 1990). Estamos rodeados de arquitectura hostil: rejas, pinchos, macetas, caños plásticos. ¿No son acaso expresiones culturales? Se pueden ver como una forma de resolver los conflictos sociales mediatizados pero... ¿quién cuestiona estas instalaciones desde una perspectiva de derechos, un ministerio, una dirección de Cultura?
Otra política cultural que tuvo abundante difusión la planteó el entonces senador de la República Luis Rosadilla, cuando en 2012 puso en el centro del debate parlamentario el derecho a defecar en la vía pública. Por la relevancia de su investidura se pudieron al menos escuchar diferentes voces opinando al respecto. No podemos negar que en este asunto también está implicado un modelo de sociedad desde lo cultural.
Hay en tu columna un foco puesto en las manifestaciones artísticas y en la infraestructura cultural decimonónica, lo que reduce el espectro de la circulación cultural a espacios y expresiones que representan un porcentaje muy bajo en la construcción de nuestra subjetividad en el siglo XXI. Aun así, integrando instituciones como la escuela, el liceo y los espacios de socialización no lograríamos cubrir ni 30% del campo de la acción cultural.
Me encantan los discursos a favor de la descentralización que terminan creando nuevos centros, es una contradicción que veo todo el tiempo en un discurso político que se repite hasta el cansancio pero no es capaz de mirarse ni un minuto al espejo. La fantasía de la “nueva centralidad” que me recuerda la actual “nueva normalidad” no es compartida, es impuesta desde ese pensamiento hegemónico, acrítico y centralista. En cierta altura suena tan divertido como aquello de “llevar las ciudades al campo”. A nadie le gusta que le vengan a decir qué consumir o qué hacer en materia cultural. Por eso quedan muchas veces infraestructuras vacías sin que ningún vecino o vecina reclame su activación. Es el caso del bellísimo teatro de Maldonado Nuevo, creado como edificio por el gobierno del Frente Amplio, no como proyecto cultural de un barrio. Un error político del que se habla poco en nuestro ambiente.
Cuando hablas de la cultura en la bolsa de los mandados estás diciendo muchas cosas. Aludes al cotidiano de las mujeres, que somos mayormente las que hacemos la compra. ¿Por qué cargar en la bolsa de las mujeres y no en el bolsillo de los hombres (que disponen de mayor tiempo libre porque no cuidan) el peso de la cultura? ¿Hay una intención velada de construcción de hegemonía bajo tus palabras? En este espacio esbozo una sonrisa. Lo veo como una metáfora más refinada de “llegarle a doña María”, esa ama de casa digna de los 50 a la que se dirigen muchas veces las acciones del marketing y/o la política. Esa medida imprecisa del sentido común de la masa y una forma bastante arrogante de ver a las personas.
Con afecto, Pepi Gonçalvez
Pepi Gonçalvez es productora y gestora cultural.