Tal como sucedió con la ley de urgente consideración, en la que se legisló sobre los más diversos temas (desde el aumento de penas mínimas para menores infractores, hasta los excrementos de mascotas en la vía pública), la reciente propuesta de ley presupuestaria se estructura también como una “ley ómnibus”, esto es, un sinfín de temas inconexos que dificulta la profundidad del análisis que requeriría cada uno por separado. Es así que encontramos, entre los 690 artículos de la ley de presupuesto, al 281, que establece que “las denominaciones asociadas a productos cárnicos y sus derivados, no podrán utilizarse para hacer publicidad o para comercializar alimentos que en su proporción sean mayoritariamente de origen vegetal”, con la aparente justificación de evitar inducir en error al consumidor, y aumentar su nivel de protección y sus posibilidades de elección consciente. En tal caso, ya no se podría etiquetar, por ejemplo, “hamburguesa de lentejas” o “chorizo de seitán”.

La iniciativa forma parte de una tendencia mundial que ha tenido éxito en la mayoría de los varios estados donde se ha propuesto, la cual da cuenta, una vez más, del poder de lobby global que posee la industria alimentaria, especialmente la que se sustenta en la explotación animal, que es a su vez la mayoría.1

Intentaremos proponer algunos elementos para refutar el mentado artículo y señalar algunas derivas.

Las palabras y las cosas

La discusión lingüística que suscita la iniciativa legal en cuestión lejos está de ser saldada únicamente dentro de la lexicología, es decir, el estudio de las relaciones entre los conceptos y las palabras. Antes bien, atañe a la sociolingüística, que analiza la mutua influencia entre los sistemas de signos y las formaciones sociales ‒nombrar es también un asunto político‒.

En este orden, puede pensarse el asunto como un caso de gobierno de la lengua en tanto que, mediante el artículo citado, el Estado intenta cristalizar determinados significados mediante una imposición legal. Esto no es de extrañar, en tanto lo ha hecho desde que está en su raíz imponer una lengua oficial, cuyo canon es “culto” y normalizado por reglas cuya vigilancia queda a cargo de expertos y autoridades. (En este mismo campo de problemas se inscribe el conflicto en torno al lenguaje inclusivo, que aquí no abordaremos).

Pero sucede que las imposiciones hechas sobre la lengua se dan de bruces con por lo menos dos dimensiones que dan cuenta de la vivacidad y mutabilidad permanentes del lenguaje, y en base a ellas puede esbozarse una crítica a la campaña censora.

Tenemos, por un lado, la variación sincrónica de significados o, en una palabra, la polisemia: fenómeno del lenguaje consistente en que una misma palabra tiene varios significados. Es así que la palabra “carne” adquiere diversas acepciones y no todas ellas están referidas al mundo animal. De hecho, el diccionario de la Real Academia Española recoge, entre otras, la siguiente definición: “Parte de un fruto o de un tubérculo, generalmente blanda, que está bajo la cáscara o la piel”. Incluso la palabra “piel”, como puede observarse en esta definición, también es polisémica, ya que puede referirse tanto a la epidermis de los animales como a las cubiertas vegetales. Lo mismo sucede con la palabra “pulpa”, que bien puede referirse al contenido blando de las frutas o a un músculo animal; también ocurre con “hueso”, que puede nombrar al carozo de las frutas o al tejido óseo que conforma el esqueleto animal ‒y así en muchos otros casos‒. Pese a esto, nunca hemos visto, por ejemplo, a una cámara de productores frutícolas reclamar la exclusividad de algunas de estas denominaciones para sí. De todos modos, lo que importa resaltar es que la polisemia es una interesante virtud del lenguaje que permite el florecimiento de fenómenos como la diversidad, el humor y la poesía, entre otras cualidades que cultivan el espíritu.

Por otro lado, existe la variación diacrónica de los significados, es decir, la evolución de las palabras, fenómeno del cual la etimología nos brinda un amplio y profundo conocimiento. En todas las lenguas es una constante la permanente mutación semántica en función del uso que hacen de ella los hablantes. Por ejemplo, la palabra “trabajar” proviene de tripaliare, verbo latino que viene del sustantivo tripalium (“tres palos”), un instrumento de tortura medieval con el que se azotaba a los esclavos y delincuentes, y que posteriormente se asoció a cualquier actividad que produjera dolores en el cuerpo semejantes a los producidos por dicha herramienta, tales como las labores de gran esfuerzo físico (el trabajo propiamente dicho). No pareciera ser, pues, que los esencialismos sean de positivo afecto para el lenguaje ‒a pesar de que para muchos, hoy día, trabajar siga siendo una real tortura‒.

Hasta aquí puede decirse que hay argumentos lingüísticos suficientes para refutar la censura que propone la ley. Pasemos entonces a otro orden de temas.

La cuestión del poder

Ahora abordamos la siguiente cuestión: ¿cuál es el interés que sostiene al proyecto de ley?

Como es sabido, la industria de los alimentos es una de las más poderosas del mundo. No sería esta la primera vez que busca influir en el Parlamento ‒así como en el Poder Judicial y los medios masivos de comunicación‒ para proteger e imponer sus intereses capitalistas.

Sin ir muy lejos, el sector lácteo nacional, que está en franco declive (reducción de los productores, deuda impagable y alta conflictividad laboral) logró el año pasado obtener un subsidio en la tarifa eléctrica, que vino a sumarse a la obtención por tercer año consecutivo del Fondo Lechero y el Fondo de Garantía para deudas (por 36 millones de dólares) y a la exoneración por un año de lVA al gasoil para los productores que tributan impuesto a la enajenación de bienes agropecuarios.2

Otras industrias poderosas también han tenido éxito, a su vez, en imponer falsedades como verdades a nivel mundial; es el caso de la tabacalera, que logró persuadir incluso hasta a los médicos para promocionar su consumo aduciendo ventajas para la salud (“More doctors smoke Camels than any other cigarette”, decía una publicidad a comienzos del siglo XX, señalando además los beneficios del fumar para el asma).

El artículo 281 del proyecto de presupuesto subestima a los consumidores al considerarlos estúpidos. ¡Hasta el más ignorante entiende la diferencia entre “hamburguesa de carne vacuna” y “hamburguesa de lentejas”!

La industria cárnica, como es de esperar, mantiene la misma línea de acción. Al respecto debe señalarse que sus defensores no ven con buenos ojos la evolución del mercado, que rápidamente ha variado en función de un cambio en las preferencias de los consumidores, fundamentalmente motivados por la toma de conciencia ecológica sobre los beneficios de un menor consumo de productos de origen animal, mutación que viene a sumarse a las limitaciones que le ha supuesto la pandemia por covid-19.3 Con todo, el consumo global de animales continúa en ascenso.

Paralelamente a la paulatina debacle que está sufriendo la industria alimentaria animal, acontece un alza del mercado de productos basados en plantas (o veganos). Se estima que para 2026 el mercado mundial de carne vegana alcanzará el valor de 8,1 billones de dólares estadounidense.4 Un caso icónico de esta tendencia lo representan dos productos que han revolucionado la oferta gastronómica y han desestabilizado el estatuto de la carne animal en el imaginario social: la impossible burger, desarrollada por Impossible Foods Incorporation y la beyond burger, de Beyond Meat Company. Estas hamburguesas, hechas fundamentalmente a base de proteínas de arveja, trigo o arroz, con su sabor logran engañar hasta a los más fanáticos de los consumidores autodenominados “carnívoros”, e implican un cuarto del impacto ambiental frente a las de carne animal (99% menos gasto de agua, 93% menos uso de tierra, 90% menos emisiones de gases de efecto invernadero y 46% menos consumo de energía).

Este acelerado progreso de la naciente industria vegana en los países centrales tiene tanto éxito comercial que ha logrado, en algunos casos, revertir la legislación y así volver a utilizar las denominaciones comerciales que le fueran prohibidas. El triunfo fue fruto de litigios en los que se invocó la libertad de expresión postulada en la Primera Enmienda (por ejemplo, en el estado de Misisipi).5 (Como se infiere de todo esto, el veganismo también puede llevarse muy bien con el capitalismo).

Volviendo al artículo 281, aunque su redacción presenta una muy vaga o nula argumentación, podemos suponer que esta es la misma que se ha esgrimido en otros países, esto es, que los consumidores desatentos podrían accidentalmente terminar comiendo alimentos vegetales creyendo que son animales, y de este modo estar teniendo una dieta carente de “nutrientes esenciales”, razón por la cual hay que advertirles y protegerlos. Esta idea, por un lado, subestima a los consumidores y, por otro, ignora la actualidad de la investigación científica en el campo de la nutrición.

En definitiva, entendemos que subestima a los consumidores al considerarlos estúpidos. ¡Hasta el más ignorante entiende la diferencia entre “hamburguesa de carne vacuna” y “hamburguesa de lentejas”! Decimos, además, que no tiene fundamento científico porque desconoce los recientes avances en el conocimiento que sostienen que una dieta basada en plantas es superior ética, sanitaria y ecológicamente a las basadas en elementos de origen animal.

En todo caso, la argumentación detrás de la iniciativa legal cae por el peso de su propia hipocresía, en tanto que la industria que ahora pretende proteger la salud de los consumidores prohibiendo determinadas denominaciones comerciales es la misma que se ha negado sistemáticamente a etiquetar los alimentos dañinos para la salud por ser excesivos en grasa, azúcar y sodio.6

En fin, independientemente de lo que finalmente resuelva el Poder Legislativo, es bueno recordar que ni la lengua ni la dietética se gobiernan con leyes jurídicas.

Gustavo Medina es licenciado en Sociología.