A raíz de las fotos del presidente practicando surf se generó una polémica que decantó hacia un lado que me resulta en extremo asombroso. La discusión, pensé, iba a girar en torno a qué es lo que hace el primer mandatario de un país yéndose de vacaciones cuando se están batiendo récords diariamente (de muertos, de casos positivos de covid-19, de ocupación en CTI), sin importar demasiado que el presidente estuviera haciendo surf, pescando, jugando al fútbol o practicando yoga; pensé, de nuevo equivocadamente, que el tema a debatir era la responsabilidad presidencial y no en qué gastaba su tiempo libre el presidente.

De un modo que nunca pude haber previsto, las redes y muchos medios de prensa se volcaron a discutir sobre si era correcto que el presidente hiciera surf o no cuando, a mi entender, la cuestión reside en si es correcto que se tome vacaciones (por mínimas que sean) cuando estamos en medio de una crisis sanitaria, social y económica. Pero no iba a terminar ahí la cuestión, porque de la discusión sobre el surf se saltó a la estigmatización que sufren ciertos deportes (el surf, el rugby) como deportes de la clase acomodada y de ahí, llegando al cénit del ridículo, a la discriminación que los sectores acomodados sufren y el supuesto castigo al éxito que prima en este país. En el programa radial La mesa de En Perspectiva del 4 de enero, el ingeniero Pablo Carrasco afirmó sin ningún pudor que “el fracaso es lo que se homenajea en Uruguay y mientras no estemos agradecidos con las personas que les va bien este país no tiene arreglo” (sic).

Quiero discutir esta afirmación que, me da la impresión, cada día gana más terreno; es relevante, según lo entiendo, pues avanza en un sentido profundamente equivocado y peligroso, avanza en la interpretación de que la pobreza es un fenómeno cultural y, aunque no sea lo que siempre se busca, de ahí al tan mentado “son pobres porque no se esfuerzan” hay apenas un pasito. Es una afirmación que no tiene ningún fundamento empírico, porque resulta que los pobres siguen siendo pobres y los ricos siguen siendo ricos y dudo mucho que el azar haya distribuido toda la voluntad y el esfuerzo entre los sectores pudientes y toda la pereza y desidia en los sectores pobres; es sencillamente ridículo afirmar eso sin defender alguna clase de metafísica de la superioridad (lo cual, insisto, es en extremo peligroso). Es cierto que hay un aspecto cultural en la pobreza y en la riqueza –nadie lo podría negar–, pero la explicación de la situación económica de Uruguay y el mundo está muy lejos de poder explicarse por fenómenos de tipo cultural y, muchísimo menos, afirmando que se castiga al empresario. Tanto se los castiga al parecer que, según una nota publicada por la diaria en julio de 2020, el número de multimillonarios aumentó en plena pandemia, mientras aumentaban los homenajeados, al decir de ingeniero Pablo Carrasco: los desempleados, los que salen a changar para agarrar un peso.

Se volcaron a discutir sobre si era correcto que el presidente hiciera surf cuando, a mi entender, la cuestión reside en si es correcto que se tome vacaciones cuando estamos en una crisis sanitaria, social y económica.

Sí hay cierta mirada temerosa al empresario local por parte de algunos trabajadores, pero esto no es resultado de una estigmatización del éxito ni nada por el estilo, sino más bien a aquel refrán popular que reza “El que se quemó con leche ve la vaca y llora”. Personalmente no me muevo en círculos empresariales, pero alguno conozco y me han contado sin ningún tipo de pudor que en algunos casos sus propios contadores les recomiendan declarar siempre menos de lo que efectivamente facturan y después, si algún día la Dirección General Impositiva (DGI) detecta el ilícito, corregir el “error”: es mejor pedir perdón que pedir permiso; también conozco algún que otro empresario que se asocia con otros de su mismo rubro en lugar de competir (el sueño idílico de los liberales, para quienes el mundo es una planilla Excel) para establecer los precios que se les antoja y no los que debería establecer el mercado.

He tenido también bastantes trabajos en el mundo privado, los suficientes para quemarme más de una vez. Trabajé en un local comercial donde se me pagaba la mitad del sueldo en negro pese a mi deseo manifiesto de cobrar “en blanco”: al parecer era una ventaja para mí no aportar al Banco de Previsión Social; en el mismo lugar, el dueño se esforzaba por mantener los precios de los bienes en secreto, con un código que actualizaba mes a mes y que, en caso de estar vencido, había que consultarle personalmente antes de realizar la venta. Parecerá mentira, pero el dueño establecía el precio mirándole la cara al que preguntaba. No hace falta decir que tenía una contabilidad paralela y que no facturaba ninguna de sus ventas a menos que el cliente pidiera una factura. Las condiciones de trabajo eran otro cantar, pero no hace falta aburrir con lo que cualquiera puede imaginar.

De ahí pasé a trabajar a un call center en que directamente se engañaba a la gente: se llamaba con la falsa excusa de actualizar datos para una financiera cuando lo que se estaba haciendo era actualizar datos para que los gestores de deudas pudieran seguirles el rastro con mayor eficiencia. El negocio del engaño.

Trabajé también en una multinacional, de esas que cotizan en bolsa y todo. En dicha empresa se organizó un sindicato para cuestiones muy elementales vinculadas con las condiciones de trabajo. Los supervisores, gerentes y personal de recursos humanos se pusieron de inmediato manos a la obra para juntarse uno a uno con todos los trabajadores y comunicarles que quienes habíamos formado legítimamente el sindicato éramos unos fracasados y teníamos los días contados dentro de la empresa. Ahí mismo un supervisor me llegó a decir: “Acá no hay horas extras”; como si de una república independiente se tratara, la empresa se otorgaba el lujo de establecer cuáles leyes laborales cumplía y cuáles no.

En este país no se castiga el éxito ni a la clase acomodada, se castiga el esfuerzo y el trabajo y se premia la viveza criolla: el que se cuela por los recovecos burocráticos a fuerza de amistades y favores, el que por su peso se impone a los demás, el que ve como un acto de justicia eludir impuestos, el que engorda sus ganancias con base en llevarse puesto el derecho laboral y sus obligaciones fiscales. No es que los trabajadores –que tendrán sus propios pecados– sean moralmente superiores a los empresarios, pero quienes tienen a la mano la posibilidad de ejecutar dicha viveza (no declarando ventas, no declarando ganancias, no declarando empleados) no son ellos. Por supuesto que no todos los empresarios pregonan la viveza como modelo de negocio; la mayor parte de ellos (entre los que se incluyen muchas pequeñas y medianas empresas, cooperativas, entre otros) trabajan con esfuerzo y dedicación y son también víctimas de aquellos que ejercen la viveza como oficio.

Martín Biramontes es antropólogo social y educador en el Centro Educativo Comunitario Bella Italia, dependiente de CETP-UTU.