En El maestro ignorante, Jacques Rancière escribe: “Sabemos que esto es lo que define la visión embrutecedora del mundo: creer en la realidad de la desigualdad, imaginarse que los superiores en la sociedad son en efecto superiores y que la sociedad estaría en peligro si la idea de que esta superioridad es tan sólo una ficción convenida se propagara, sobre todo entre las clases bajas. De hecho, sólo un emancipado puede escuchar sin perturbarse que el orden social es por completo una convención y obedecer escrupulosamente a superiores que sabe que son todos iguales… Los embrutecidos no tienen nada que temer, pero no lo sabrán jamás”. Si bien está claro que Rancière propone una emancipación del sujeto en su individualidad, diferente de la emancipación freireana e incluso de la marxista, que refieren a la construcción de una praxis colectiva, el autor apunta a la comprensión del mundo más allá de aquello que la hegemonía naturaliza.
Como precisión al uso de algunos conceptos, podríamos decir que la desigualdad existe objetivamente pero que su génesis es social, no natural. No obstante, la instalación por parte de los grupos de poder de juicios a priori se encarga de naturalizar esas desigualdades, relegándolas al ámbito de lo no pensado, logrando entonces la tranquilidad a la sombra de la ignorancia: el embrutecido no teme, pero desconoce, diría Rancière.
En relación con la hegemonía, Antonio Gramsci proponía algunas distinciones bien interesantes. Para el autor, vivimos sometidos a la hegemonía que impone la clase dominante –es decir, las condiciones superestructurales– y pensamos y actuamos a partir de dichas formas. Esa hegemonía instala prácticas que se naturalizan y que esconden raíces ideológicas que las definen, sin necesidad de ser declaradas a partir de dichas prácticas. La ideología sería, en ese sentido, la teoría que subyace a las prácticas.
La ideología de la clase dominante tiene la particularidad de que opera en el mayor de los casos de forma inconsciente, es decir que la mayoría de nuestras prácticas no son sometidas a reflexión y mucho menos a crítica, porque eso no parecería inicialmente necesario.
Para Gramsci, y aquí la diferencia con muchos marxistas, un proceso de transformación social requiere la construcción de una nueva hegemonía, una hegemonía de izquierda, capaz de enfrentarse a esos procesos devenidos causalmente de la dinámica de los procesos productivos. Es decir, entonces, que la transformación de las relaciones de producción sería insuficiente de no ser acompañada de un proceso paralelo, educativo, que apunte a la comprensión de los fenómenos sociales y de las formas en que se instalan las relaciones y la forma en que esas relaciones afectan al pensamiento. En su perspectiva, la nueva hegemonía debe comenzar a trabajarse antes incluso que cualquier proceso transformador, revolucionario.
Esta última idea fue debatida en tiempos no tan lejanos por varios pensadores contemporáneos. Un ejemplo fueron Noam Chomsky y Michel Foucault, cuando este último afirmaba que cualquier revolución estaba destinada al fracaso porque el ideal de sujeto al que se aspiraba siempre terminaba siendo el sujeto europeo y burgués. Por lo tanto, en la medida en que la clase trabajadora se apropiase de los medios de producción, era inevitable que su intención fuese avanzar hacia el modelo de sujeto burgués. Paulo Freire decía que, en esta línea hegemónica, el dominado quiere ser siempre dominador. Walter Benjamin escribía, en su célebre texto sobre la obra de arte, que la superestructura siempre se transforma más lento que la estructura, idea que había tomado acérrimamente de Marx.
Nos molesta el obrero en la playa, el pobre en la rambla, el trabajador de vacaciones, el pobre que compra a su hijo la bicicleta y el que tiene celular nuevo. Porque es pobre, debería asumirlo de una vez por todas.
Podríamos decir entonces que aquel sujeto que se piensa en sí no deviene mágicamente en para sí, ya que la fuerza de la hegemonía dominante y la profundidad con que los procesos hegemónicos afectan el inconsciente es tal, que los procesos de construcción de la nueva hegemonía parecerían apremiantes.
Un último punto del pensamiento gramsciano es el hecho de que la nueva hegemonía no promueve un nuevo tipo de sujetos que actúen sin pensar, sino todo lo contrario. La nueva hegemonía impone una toma de conciencia sobre las acciones y sobre cómo esas acciones afectan al resto de los sujetos y a la sociedad en su conjunto. La nueva hegemonía propone develar la teoría que subyace a nuestras prácticas, como condición indispensable para transformarlas.
Si bien este tipo de reflexiones parecerían complejas e incluso anacrónicas, pueden ser esclarecedoras para pensar nuestra actualidad. Nuestra sociedad es cada vez más un lugar donde los pobres quieren el poder para hacerse ricos, la clase media degrada al pobre con palabras que los ricos instalaron en su pensamiento, el desprecio puebla el lenguaje habitual del trabajador que culpa al pobre de su pobreza y lo relega a la categoría de “pichi”, mandándolo al grupo de los que “no trabajan porque no quieren”. Estamos llenos de pobres hablando el lenguaje de los ricos, es decir, reproduciendo la hegemonía de la clase dominante, y tenemos, peor aún, aquellos que asumen que cambiaron de bando y que hoy cumplen el sueño de explotar al de abajo, usando el discurso de los otros y con la experiencia de haberlo sufrido en carne propia. Nos rodeamos día a día de trabajadores que se autoexplotan para acceder a aquello a lo que los ricos acceden, afirmando así un rasgo característico del hombre unidimensional de Herbert Marcuse, aquel que desea en colectivo.
Y en este movimiento permanente, hemos asumido que el mundo es como es y que siempre fue así. Y que así va a ser siempre. Nos molesta el obrero en la playa, el pobre en la rambla, el trabajador de vacaciones, el pobre que compra a su hijo la bicicleta y el que tiene celular nuevo. Porque es pobre, debería asumirlo de una vez por todas. En fin, estamos en la cresta del desarrollo de la miseria humana, tal vez el momento ideal para comenzar a construir la nueva hegemonía.
José Luis Corbo es licenciado en Educación Física y magíster en Educación.