El debate político en Uruguay comienza a transitar por una especie de sendero tenebroso, donde casi nadie reconoce al otro ni lo escucha.

La política como llega hasta nuestros días, en buena medida, es heredera de lo que se ha definido como modernidad, y esta es heredera de la Ilustración. Con la Ilustración se funda un mundo que deja de estructurarse en torno al miedo a Dios y pone su fe en el hombre y la ciencia. O, como teorizara Hirschman,1 pasó de guiarse por las pasiones a guiarse por los intereses. Estos pueden ser muy diversos y provocar, como de hecho lo hacen, discordias y enfrentamientos, pero también permitieron ir encontrando intereses comunes que contribuyeron para que la sociedad avanzara en un rumbo de progreso humano.

No es el objetivo de esta nota ahondar en la complejidad de estos aspectos brevemente enunciados, sino dar cuenta de algunas transformaciones desde mi punto de vista “radicales” que se vienen observando en el debate político nacional.

Lo que se ha definido como posmodernidad trajo aparejado el cuestionamiento a algunas de las ideas centrales del proyecto ilustrado y que, como señalábamos, definían lo que se entendía como modernidad. Esto no quiere decir que las ideas de la Ilustración no fueran interpeladas con anterioridad: en todo momento estuvieron controvertidas por diversas corrientes de pensamiento. Las religiones, sin duda, fueron sus primeros contrincantes, pero también el romanticismo, distintas corrientes de pensamiento conservador, el nacionalismo, el comunitarismo, entre otras, cuestionaron los ideales impulsados por el pensamiento ilustrado.

Luego del colapso del socialismo real, la caída del muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría, se reforzaron las teorías del fin de la historia y la muerte de las ideologías. Otras transformaciones, que vinieron de la mano de la revolución digital, como las redes sociales y la virtualidad, han impactado profundamente a las sociedades y a la política.

El proyecto de la Ilustración ponía a la persona en el centro, y resulta bastante claro que la revolución digital no lo hace. Esto, como sostiene el experto español José María Lassalle,2 tiene un efecto deshumanizador, ya que este avance tecnológico se traduce en el odio y la polarización que campean en las redes sociales.

Los impactos sobre la política, los partidos políticos y la democracia comienzan a ser preocupantes. Esta, cada vez más al impulso de la virtualidad y de las redes, se transforma en un mal espectáculo muchas veces escandaloso, carente de racionalidad, cada vez más simplista en la carrera desenfrenada por los “me gusta”.

Los debates se vuelven cínicos, oportunistas, se montan puestas en escena y cada vez se hace más difícil abordar con honestidad intelectual los complejos y difíciles asuntos que están en el centro de la preocupación de los ciudadanos.

Ignatius Reilly, el entrañable personaje de La conjura de los necios, el libro de John Kennedy Toole,3 repetía como un mantra que al mundo le hacía falta geometría y teología. Si bien esto podría tomarse como un alegato contra la modernidad, prefiero pensar que su “abogacía” es por un mundo que vuelva a tener en su centro ciertos fundamentos morales.

Lo que resulta incontrastable es que es imposible una política, una vida en sociedad y, sin duda, una democracia de calidad sin fundamentos morales, y a estos sólo pueden proveerlos las ideas. Sin ideas rectoras, sin marcos conceptuales, sin parámetros éticos, la política deviene en mera lucha por el poder.

El debate político en Uruguay comienza a transitar por una especie de sendero tenebroso, donde casi nadie reconoce al otro ni lo escucha.

Ignatius añoraba la teología que por muchos siglos aportó los fundamentos morales para una vida en sociedad; la Ilustración permitió la secularización de estos debates y probablemente sea con Immanuel Kant que el proyecto ilustrado encuentre sus mejores fundamentos éticos seculares.

Entre otras cosas, sus imperativos categóricos nos hablaban de que cualquier acto es moral si consideramos al individuo como un fin en sí mismo y no como un medio para alcanzar algún fin, o pensar que nuestros actos pueden convertirse en leyes universales.

La sociedad se polariza empujada por redes sociales que promueven un debate público superficial, autorreferencial y carente de empatía; lo grave adviene cuando la política no combate esto sino que, por lo contrario, lo refuerza.

Albert Hirschaman4 reflexionaba que las retóricas de la intransigencia son enemigas de las democracias, y estas, más allá de sus carencias, siguen siendo, sin dudarlo, el menos malo de los sistemas políticos.

Las democracias se fortalecen en sociedades igualitarias, tolerantes, plurales, con partidos políticos fuertes y que en sus prácticas no atenten contra esa pluralidad propia de las sociedades humanas. Los partidos políticos legítimamente pueden proponerse con firmeza el convencer a los otros de sus ideas, pero sería saludable que fuera con respeto y tolerancia, ya que el pluralismo es irreductible. Las absurdas pretensiones hegemónicas terminan conduciendo a creer en una violenta y utópica pretensión de una cuasi “eliminación del otro”.

Todo esto está más que debatido, las experiencias acumuladas de siglos nos muestran los mejores caminos y las nefastas consecuencias de abordar los equivocados, pero también sabemos sobre la necedad de las personas y de su capacidad para incurrir en los mismos errores.

Marcos Otheguy es dirigente de Rumbo de Izquierda, Frente Amplio.


  1. Albert O Hisrschman, Más allá de la economía, en José Woldenberg (compilador), Fondo de Cultura Económica. 

  2. Jose María Lasalle, Ciberleviatán: el colapso de la democracia liberal frente a la revolución digital, Arpa & Alfil editores. 

  3. John Kennedy Toole, La conjura de los necios, Anagrama. 

  4. Op. cit.