La contundente victoria de Gabriel Boric sobre José Antonio Kast (de extrema derecha) confirma en las urnas –una vez más– la potencia del “reventón chileno” que atravesó transversalmente a toda la sociedad. Y, también hay que decirlo, revela un sistema electoral que lució impecable. Alrededor de las 20.00 (hora local) se conocían los resultados y el perdedor aceptaba su derrota.
Chile pareció volver a su “normalidad”: la de las victorias electorales de fuerzas partidarias de transformaciones sociales en un sentido progresista. Sin equivocarse, los medios definen la elección como histórica. Y lo es. El triunfo de Apruebo Dignidad, nombre nacido de la anterior batalla política (la que logró poner en pie la Convención Constitucional), lleva inscrita la promesa de cambio.
Los partidos que dirigieron la transición democrática post Pinochet quedaron fuera de la contienda presidencial (si bien resistieron en las elecciones de diputados y senadores). Boric, el candidato de izquierda, arrasó con 60% en la Región Metropolitana y, de la mano de Izkia Siches, la joven expresidenta del Colegio Médico, uno de sus mejores fichajes para la campaña de la segunda vuelta, logró mejorar sus resultados en las regiones y consiguió casi 56% en la elección nacional.
En la primera vuelta, la centroizquierda fue desbordada desde la izquierda por Apruebo Dignidad (Frente Amplio y Partido Comunista) y la centroderecha naufragó electoralmente tras un segundo gobierno de Sebastián Piñera que nunca encontró un rumbo y terminó apoyando, casi sin condiciones, a un candidato que reivindicaba a Augusto Pinochet (con excepción de su política de derechos humanos –sic–). Pero esto no significa que, como titularon muchos medios internacionales, las elecciones chilenas enfrentaran “dos extremos”. En el flanco derecho, en efecto, se puede hablar de un extremo. Fue la paradoja de esta elección: el “pinochetismo” de Kast –junto con sus posiciones conservadoras en el terreno de los derechos sexuales, las demandas LGBTI o el feminismo– apareció como más “transgresor” que el programa de Boric. Por eso convocaba al voto con la consigna “Atrévete”: porque votar por él implicaba ir contra la corriente. Significaba, de hecho, manifestarse contra el nuevo sentido común que fue emergiendo al calor de las movilizaciones y de las olas feministas, de los movimientos contra las administradoras de fondos de pensiones (AFP), por el reconocimiento de los pueblos indígenas y en favor de la lucha contra el cambio climático y las “zonas de sacrificio”.
En el caso de Boric, pese a ser el candidato de una alianza a la izquierda de la Concertación, su programa está lejos de ser radical. Es, más bien, la expresión de un proyecto de justicia social de tipo socialdemócrata en un país donde, pese a los avances en términos de lucha contra la pobreza, perviven formas de desigualdad social –y jerarquías étnicas y de clase– inaceptables junto a la mercantilización de la vida social. Por otro lado, pese a que Kast se presentaba como un candidato de “orden”, todos sabían que el postulante de la derecha habría sido un presidente potencialmente desestabilizador, por su seguro enfrentamiento con la Convención Constitucional en funciones, pero también por la previsible resistencia en las calles. El “orden” en un país que, como se vio en la campaña y en la elevada participación electoral, sigue profundamente movilizado, rima con el cambio y no con los retrocesos conservadores que prometía Kast.
Más que a un radical, muchos en la izquierda consideran a Boric, de 35 años, demasiado “amarillo”, la forma clásica para referirse a las izquierdas reformistas. Y gran parte de su éxito en la segunda vuelta fue haber podido captar el apoyo de la Democracia Cristiana y del Partido Socialista, incluido el de la expresidenta Michelle Bachelet, hoy alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, que viajó a Santiago a votar y llamó, mediante un video, a votar por Boric. Como ocurrió con Podemos en España, el Frente Amplio (surgido de las movilizaciones estudiantiles) criticó duramente la transición posdictadura, pero no podía ganar sin el apoyo de las fuerzas que la dirigieron (sólo que, a diferencia de España, sí logró dar el sorpasso frente a la vieja centroizquierda; al menos en la presidencia, no así en el Congreso). Y menos aún podría gobernar, una tarea cada vez más difícil en una América Latina revuelta.
Con un gobierno de Jair Bolsonaro cada vez más impopular, la derrota de Kast, aliado de Vox y de otras fuerzas reaccionarias globales, constituye también un freno a la extrema derecha en la región.
Exdirigente estudiantil y actualmente diputado, Boric llegó a la candidatura presidencial tras un período de crisis del Frente Amplio, luego de ganarle las primarias a Daniel Jadue, del Partido Comunista (el sistema electoral chileno favorece la conformación de coaliciones para participar juntas en las primarias y aprovechar los espacios publicitarios y la visibilidad que generan). En la campaña, el ahora presidente electo planteó un choque entre una nueva cultura de izquierda –con eje en los derechos humanos– y la vieja cultura comunista propia de la Guerra Fría, por ejemplo, en temas como las crisis en Venezuela y en Nicaragua. En uno de los debates con Jadue señaló: “El Partido Comunista se va a arrepentir de su apoyo a Venezuela como Neruda se arrepintió de su oda a Stalin”. Ahí Boric puede hacer la diferencia respecto de unas izquierdas latinoamericanas demasiado “campistas” (expresión para señalar a quienes ven el mundo como dos campos geopolíticos opuestos), que terminan mirando con desconfianza los discursos sobre derechos humanos en lugar de transformarlos en un instrumento de la batalla por un mundo más igualitario.
La candidatura de Boric sella una serie de victorias electorales de la idea de “cambio”: el masivo “Apruebo” a la necesidad de una Convención Constitucional en octubre de 2020, la elección de alcaldes y alcaldesas apenas treintañeros en varias ciudades del país, y la propia composición de la Convención. Estos liderazgos reflejan un fuerte cambio generacional del cual es expresión el Frente Amplio, pero también las nuevas caras del Partido Comunista como Irací Hassler, que hoy gobierna la comuna de Santiago Centro. Estos nuevos liderazgos son sociológicamente cercanos al Frente Amplio y plasman también el ascenso de nuevas camadas de mujeres feministas. De hecho, el Partido Counista chileno es uno de los pocos casos de un partido comunista en Occidente que, sin renunciar a su identidad, logró renovarse en términos generacionales, pero también de género.
Es posible que el posicionamiento del Frente Amplio en la Convención Constitucional, donde trabaja en coordinación con el Partido Socialista y más que con el Partido Comunista, anticipe algo de lo que viene: su lugar como pivote entre la izquierda del Partido Comunista y la centroizquierda. En su campaña, Boric debió parecerse más a Bachelet que a Salvador Allende. Al final, el “reventón” no significó un giro hacia la izquierda tradicional ni añoranza hacia el pasado, y por eso el desafío del nuevo presidente será llevar adelante las banderas de transformación social, sobre todo la de un país más justo, pero sin sobreactuación. Boric captó en su campaña –que en la segunda vuelta penetró en el electorado moderado– que hay en las demandas de cambio más de “frustración relativa” que de añoranzas de la época allendista, aunque sin duda el expresidente brutalmente derrocado en 1973 constituyó para muchos una suerte de faro moral de las protestas.
Con un gobierno de Jair Bolsonaro cada vez más impopular, la derrota de Kast, aliado de Vox y de otras fuerzas reaccionarias globales, constituye también un freno a la extrema derecha en la región. Con Boric en Chile, la izquierda latinoamericana suma un nuevo presidente –y hay quienes ya colocan a Brasil y hasta a Colombia en esta estela para 2022–. Pero esta “segunda ola” es mucho más heterogénea que la primera y, en general, de menor intensidad programática. Frente a una izquierda latinoamericana desgastada después de la primera “marea rosa”, desde un país como Chile –más institucionalizado que otros en la región–, quizás Boric pueda mostrar una vía democrática radical e igualitaria capaz de construir instituciones de bienestar más sólidas (una agenda que tomó una nueva dimensión en la pandemia). Pero también puede significar aire fresco en términos de principios: el “populismo de izquierda” en la región terminó por quedar pegado a la decadencia política y moral del proyecto bolivariano. Y Boric tiene el desafío de mostrar que se puede avanzar en el campo social sin deteriorar la cultura cívica; aunque eso no sólo depende de él, sino también de la futura oposición (tanto política como social). El récord de votos que lo aupó a la Moneda sin duda le da un poder que nadie esperaba días antes de esta elección.
“Esperamos hacerlo mejor”, le dijo a Sebastián Piñera, de manera educada pero contundente, al aceptar un desayuno de transición. Poco después, ante una multitud, dio inicio a lo que sin duda es un nuevo ciclo; posiblemente el fin de la transición tal como la conocíamos.
Pablo Stefanoni es jefe de redacción de Nueva Sociedad. Este artículo se publicó originalmente en Nueva Sociedad.