Desde el inicio de su actuación pública, el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, viene cometiendo crímenes en serie. En las últimas semanas, debido a la falta de control de la pandemia de covid-19 (con la muerte de pacientes por falta de oxígeno en Amazonas, Pará y Rondônia) y la ausencia de planificación para la adquisición y distribución de vacunas, se ha vuelto a discutir su destitución. La pregunta que hay que hacerse es: ¿qué falta para condenar a Bolsonaro? Más concretamente: ¿qué lo mantiene en el poder?

Cuando se trata del impeachment esta pregunta adquiere mayor ironía, porque se refiere a su uso más reciente: el juicio político a Dilma Rousseff en 2016. La pregunta podría reformularse una vez más: si Dilma cayó sin “delitos de responsabilidad” probados (un “golpe institucional”), ¿qué sostiene a Bolsonaro y sus delitos de responsabilidad y comunes?

Había una base legal para la condena e inhabilitación política de Bolsonaro mucho antes de que asumiera el cargo. Para poner algunos ejemplos: Bolsonaro fue expulsado del Ejército por insubordinación y por planificar, supuestamente, atentados terroristas. Posteriormente, basó toda su carrera parlamentaria en la defensa de milicianos, en el apoyo a la dictadura cívico-militar, en los ataques a las minorías y en las propuestas de exterminio de la izquierda. Propuso el fusilamiento del presidente Fernando Henrique Cardoso. Y dijo que no violaría a una compañera parlamentaria “porque era muy fea”.

En la campaña presidencial de 2018, prometió el exilio, la cárcel o la muerte a quien se opusiera a su gobierno. Desde entonces, está buscando controlar a las instituciones para amenazar a los sectores críticos y protegerse a sí mismo (y a sus familiares) de las investigaciones por corrupción. Ha estado apoyando una política de desmantelamiento de la ciencia y la educación brasileñas, de persecución de las minorías, de fomento de la destrucción sistemática del Pantanal y la Amazonia.

Desde la pandemia de covid-19, Bolsonaro ha elevado su política de muerte a nuevos niveles. Ha hecho todo lo posible por negar la gravedad de la enfermedad; por deslegitimar el distanciamiento social, el uso de mascarillas y la prohibición de las aglomeraciones (las únicas formas de reducir la propagación del virus); y por desacreditar las vacunas. Es importante dejar claro que no se trata sólo de “omisión” o “desorganización logística”: ha habido una política deliberada que ha producido miles de muertes que podrían haberse evitado con otro gobierno.

El Ministerio de Salud ha sido desmantelado y ahora está ocupado por personal militar sin ninguna experiencia en el área. Ciertamente, los únicos dispuestos a poner en práctica las propuestas bolsonaristas de “tratamiento precoz” que fueron recomendadas hasta hace unos días por el ministerio. En la práctica, se trata de presionar para el uso de medicamentos sin efectos contra el coronavirus. Bolsonaro y su ministro de Salud desmontaron cualquier posibilidad de acción coordinada contra la pandemia, así como el desarrollo y la compra de vacunas con planificación y anticipación.

Todavía hay quienes se molestan por el uso del concepto de “genocidio” para caracterizar la política bolsonarista en relación con la pandemia. “Genocidio” implica el exterminio de grupos sociales específicos, por razones políticas, étnico-raciales o religiosas. Al gobierno parece molestarle el avance de esta narrativa, lo que se puede demostrar con la investigación abierta contra el abogado Marcelo Feller a petición del ministro de Justicia.

El “delito” que se investiga es la acusación al presidente de “genocidio político” en el enfrentamiento a la covid-19, y se basa en la Ley de Seguridad Nacional (un instrumento de la dictadura en desuso hasta la toma de posesión de Bolsonaro), que tipifica como “calumnia y difamación” las críticas al presidente de la República.

La política que nos ocupa evidentemente mata proporcionalmente a los más pobres, a los negros y a los indígenas. Pero concedamos que la intención no es eliminar a ningún grupo en particular. ¿Qué tal si la llamamos intención de “matanza”? ¿De asesinatos en masa? ¿De “necropolítica” (política de la muerte)? En una encuesta reciente (20/01/2021) del Centro de Pesquisas e Estudos de Direito Sanitário de la Facultad de Salud Pública de la Universidad de San Pablo (USP) y de la organización de Derechos Humanos Conectas, se constató “una estrategia institucional para la propagación del virus, promovida por el gobierno brasileño bajo el liderazgo de la Presidencia de la República”.

El diario Folha de São Paulo (21/01/2021) enumeró al menos 23 posibles crímenes de responsabilidad y delitos comunes cometidos por Bolsonaro desde el inicio de su mandato. El epidemiólogo Pedro Hallal publicó un artículo en The Lancet (22/01/2021) en el que enumera los episodios de descrédito a la ciencia y los ataques a los investigadores brasileños realizados por Bolsonaro y sus partidarios. Para él, las consecuencias llevaron al país a ocupar el segundo puesto en el mundo en número de muertes por covid-19 y el tercero en casos registrados. Y dijo: “Como científico, tiendo a no creer en las coincidencias”.

Volvamos a la pregunta inicial: ¿qué sostiene a Bolsonaro? Podemos señalar al menos tres factores para su mantenimiento en el cargo. El primero es su debilitada pero aún considerable base social. Según las encuestas realizadas en los últimos días, este apoyo está en declive, en torno a 30%. En particular, una parte de las élites económicas sigue apoyando a Bolsonaro: siguen esperando que actúe como garante de alguna otra “reforma” salvadora (del desmantelamiento de algunos derechos sociales más).

En cualquier caso, el apoyo de casi un tercio de la población a Bolsonaro dice algo sobre el brasileño medio y sobre la herencia autoritaria, esclavista, patriarcal y colonial del país. También dice algo sobre el colapso institucional producido por las acciones de la operación Lava Jato y el golpe institucional de 2016.

El segundo factor es la falta de manifestaciones masivas. Seguramente son esenciales para sostener un proceso de juicio político, como señalan los politólogos especializados en el estudio de las “caídas presidenciales”. Aquí tenemos una ecuación difícil de resolver. Hay que encontrar la manera de evitar la propagación de la pandemia y al mismo tiempo hacer algo más que mesas redondas, caravanas y recolección de firmas.

Pasemos finalmente al tercer factor (y el más importante): quién tiene las armas. Además del apoyo de la Policía Militar y de las milicias criminales, las Fuerzas Armadas vienen incumpliendo su papel constitucional al unirse a Bolsonaro, con la ocupación de ministerios y cargos en todos los niveles de la administración.

Por muy fuerte que se diga que es el bolsonarismo en la tropa y en los mandos inferiores pero no en la cúpula de las Fuerzas Armadas, lo cierto es que están actuando como garantes de su política de muerte. No se trata sólo de oficiales de reserva que actúan en primera línea de la confraternidad, sino también de las fuerzas activas.

Así, las Fuerzas Armadas se han asociado a los crímenes cometidos por el gobierno. Aunque no haya impeachment, aunque la Justicia brasileña no pueda condenar a Bolsonaro en el futuro, algunos de estos crímenes son imprescriptibles (contra la humanidad). Esto implica la posibilidad de condena en cualquier momento por los tribunales internacionales, y de cárcel fuera del territorio nacional. Esto puede extenderse a algunos de sus aliados, incluidos los uniformados.

Fabricio Pereira da Silva es profesor de Ciencia Política de la Universidad Federal del estado de Río de Janeiro.