“Nos colocamos en posición de militancia en el grupo de los últimos ‒los partidarios de la mesa colectiva‒ porque entendemos que la mesa representa un espíritu de la educación que triunfa a pesar de todo; una concepción que se abre paso; una esperanza que apunta al porvenir, aspirando alcanzar soluciones de libertad”. Julio Castro, El banco fijo, la mesa colectiva.
En su emblemático libro, Julio Castro no sólo escribió sobre dos mobiliarios escolares, sino también sobre dos concepciones pedagógicas: la educación tradicional y la ‒ya en ese entonces‒ nueva educación. En el actual contexto, tan extraordinario, tenemos el desafío de que la necesidad de usar bancos fijos no signifique volver a esa educación tradicional. Implica estar siempre muy alerta porque, como todo lo tradicional, se cuela en nuestra realidad casi sin que lo percibamos, como si fuera lo natural, lo obvio, lo normal.
A veces pareciera que anhelamos que las vacunas hagan su efecto para que todo se normalice y vuelva a ser como antes, para que esta pandemia quede como un paréntesis en el devenir de la historia y como una anécdota en nuestras vidas. Pero hay personas para las que este momento está siendo su primer año de vida o su primer año de escuela, están transitando sus primeras experiencias vinculares con otras personas de su edad, aprendiendo cómo relacionarse y convivir.
¿Cómo aprende a hacer amigas una niña que no puede acercarse a sus pares? ¿Qué pasa cuando la maestra rezonga a un niño por acercarse a una amiga para prestarle un sacapuntas? ¿Cómo se vincula con su propio cuerpo un niño que no puede caminar por el salón de clases?
¿Eso es lo que queremos para nuestros niños y niñas? Más allá de los absolutismos entre garantizar la presencialidad plena en todas las escuelas y afirmar que es imposible empezar las clases en estas condiciones, es imprescindible también analizar pedagógicamente las prácticas educativas que esta situación nos exige, porque estamos hablando de niñas y niños que están construyendo su forma de ser y estar en el mundo.
Estas preocupaciones las venimos manifestando distintos actores, la vulneración del derecho a la educación la vienen anunciando organismos internacionales, así como sindicatos de la educación y familias organizadas. Es fundamental poner a la niñez en el centro, porque la escuela es algo más que el lugar donde asisten los y las hijas de quienes tienen que continuar produciendo para sostener el sistema. La escuela debe ser un espacio educativo, un lugar para el aprendizaje, para el desarrollo de infancias libres.
¿Qué pasa cuando la maestra rezonga a un niño por acercarse a una amiga para prestarle un sacapuntas? ¿Cómo se vincula con su propio cuerpo un niño que no puede caminar por el salón de clases?
Después de un año en el que las escuelas tuvimos que reinventarnos con creatividad, algo nos tiene que quedar resonando sobre la flexibilidad de los escenarios educativos, sobre la necesidad de los vínculos, sobre la circulación de saberes, sobre el lugar de la otredad en la construcción de los aprendizajes.
Pero para este tipo de cuestiones no hay protocolos, ni guías, ni documentos generados por la Administración Nacional de Educación Pública. Ver dónde se depositan las preocupaciones puede ser una forma de entender qué concepción de educación y de infancia hay detrás. Apenas hay algunas líneas introductorias en el “Protocolo de aplicación para actividades presenciales” (publicado el 18 de febrero) que hacen referencia al derecho a la educación. Luego de esa introducción se desarrollan 21 artículos que explican detalladamente medidas de precaución, así como anexos que incluyen desde un protocolo de lo que se debe hacer en caso de que se presente un caso positivo de COVID-19, una guía de cómo utilizar adecuadamente un tapabocas, cuáles son los síntomas de la enfermedad y una guía de cómo lavarse las manos.
En dicho documento se indica el distanciamiento mínimo que debe haber permanentemente en los salones de clases: en educación inicial, primaria y media básica el mínimo es un metro. Cualquier persona que conviva diariamente en espacios con muchas niñas y niños sabe que es una reglamentación poco sensata.
Tampoco hay nada distinto en el documento “Guía para la organización de espacios educativos” (del 8 de febrero), que tiene el objetivo de brindar apoyos a las instituciones para identificar la capacidad de cada salón y cómo disponer el mobiliario escolar para asegurar las distancias protocolares. Incluye planos modélicos indicando cómo disponer cada mesa y silla en salones con distintas medidas, señalando con líneas rectas la distancia que debe haber entre el mobiliario. En estos modelos, las mesas están ordenadas en largas filas, el escritorio delante del todo y detrás el pizarrón.
Pareciera que más que documentos de asesoramiento, es una manera de que toda la responsabilidad recaiga sobre las docentes. Ya hace casi un año del comienzo de esta situación de emergencia sanitaria, y a menos de un mes del comienzo del año lectivo empiezan a publicarse estos documentos y a buscarse locales alternativos para el desarrollo de las clases. En muchos lugares el espacio es insuficiente, el mobiliario y la cantidad de baños y canillas, también. ¿No podrían haber instalado más piletas en las escuelas para el lavado de manos? ¿No podrían aumentar al doble la cantidad de auxiliares de servicio o aumentar su carga horaria? ¿Construir más salones? ¿Aumentar los cargos docentes para hacer grupos más chicos? ¿Enviar pizarrones móviles y mobiliario liviano que puedan ser instalados en espacios al aire libre para dar clases en los patios? Todas estas propuestas se podrían haber planificado el año pasado para comenzar las clases con otras certezas. Claro, para implementarlas es necesario aumentar el presupuesto destinado a la educación pública de gestión estatal.1 Y seguimos sin tener muy claro a dónde se destina el Fondo Coronavirus.
Pero no es sólo presupuesto, ni falta de tiempo, ni voluntad de responsabilizar a las docentes. Son opciones pedagógicas, y la pedagogía es profundamente política. Julio Castro, en su comparación entre el banco fijo y la mesa colectiva, explica que elegir un mobiliario escolar u otro habla de concepciones distintas sobre la educación, formas distintas de entender la niñez, su lugar en la sociedad y su proceso de aprendizaje. Las disposiciones en filas idénticas, donde lo que se ve del resto son los perfiles y las nucas, facilitan que la atención se centre en las docentes paradas frente a todas las filas. Esta disposición favorece el silencio y la escucha a quien se para delante. Sin embargo, la disposición en mesas colectivas donde se pueden mirar a los ojos entre un grupo de pares facilita la comunicación, la disposición del mobiliario hace más fácil sostener la atención en esa grupalidad que en la docente. De esta manera se facilita la interacción y el compañerismo.
Es curioso leer que en 1942 ‒cuando se publica la primera edición del libro‒ Castro explicaba cómo quienes defendían el uso de bancos fijos utilizaban argumentos de sanidad para defender su postura. Recordemos las proliferaciones de tuberculosis y sífilis que sucedieron durante la primera mitad del siglo XX en nuestro país. Hoy, en otro contexto y en otra situación sanitaria, los argumentos pasan por los mismos lugares. Cualquier parecido con el higienismo no es pura coincidencia.
Elisa Michelena es feminista, maestra y militante política.
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En vez de continuar proliferando instituciones educativas públicas de gestión privada, que se financian a partir de la exoneración de impuestos de empresas, podrían destinarse esos impuestos a adaptar las condiciones de las escuelas a este contexto. ↩