Avanzado el año 2019, un video institucional del Ministerio del Interior muestra algunas cualidades de la Policía uruguaya con la intención de atraer aspirantes. Bajo la forma de una pieza audiovisual de gran elaboración, las imágenes están asociadas con la acción, la pericia aérea, la rapidez del patrullaje, la modernización de las capacidades científicas y la demostración de armas y destrezas en el tiro. La pieza se inicia con una referencia ineludible a la luz de lo que se muestra: “Servir no es fácil”. Más adelante, el relato pretende impugnar prejuicios que se suponen altamente instalados a nivel social y político. Es una pieza publicitaria de autopromoción, pero también de reivindicación de una identidad. El prejuicio indica que los policías son maleducados, que insultan y que nunca están cuando se los necesita. Mientras esto se dice, las imágenes revelan funcionarios impecablemente vestidos, en actitud de cercanía y diálogo, con altas tecnologías y patrulleros que llegan raudos a conjurar el peligro.
Luego de 15 años de gobiernos del Frente Amplio, la Policía uruguaya salió fortalecida simbólica y materialmente. Este producto publicitario logró transmitir potencia y sacrificio, inteligencia y vocación, unidad de acción y capacidad de combate. Transmitió un mensaje de realidad consolidada para mitigar una identidad deteriorada y una imagen social cargada de contradicciones. En última instancia, la Policía uruguaya se fortaleció a lo largo del tiempo en la medida en que logró ser el actor hegemónico de la seguridad. Centro de atención y objeto de disputa política: nadie es capaz de dibujar una estrategia de política pública sin la presencia de este actor excluyente.
Pero la Policía uruguaya es una institución problemática. Durante décadas ha pasado por distintos modelos de gestión, ha sido objeto de pujas clientelísticas, ha absorbido laboralmente a los sectores más vulnerables de la sociedad, se ha empobrecido material y profesionalmente (aunque este proceso se revirtió en algo durante los últimos 15 años) y ha sido exigida –desde adentro y desde afuera– por las nuevas dinámicas de la criminalidad y la inseguridad. Los gobiernos de izquierda intentaron construir la imagen de una Policía fortalecida, y la oposición política de derecha trabajó sobre la idea de una Policía sin respaldo y sin posibilidad de ejercer la autoridad.
Un lugar destacado en el proceso reciente lo tienen los sindicatos policiales. Además del Círculo Policial, que nuclea hace décadas a los oficiales de la Policía uruguaya, desde el primer gobierno del Frente Amplio hasta la fecha prosperaron muchas experiencias de sindicatos de personal subalterno. Este ha sido un cambio muy importante para la Policía uruguaya, que no ha recibido la suficiente atención. Al inicio, estos gremios estaban orientados a canalizar evidentes desigualdades internas, y su discurso lograba articular el campo policial entre el arriba y el abajo, entre dominantes y dominados. La “familia policial” no era más que una organización de dominación reforzada sobre su naturaleza jerárquica y burocrática. El modelo militar de mando y control siempre operó en la institución, y los sindicatos emergentes sólo impugnaron sus excesos. Las reglas del juego no se discutieron, pero sí se denunciaron los malos tratos de los oficiales, el acoso sexual de las jerarquías sobre las mujeres policías y el trabajo cotidiano con miedo permanente. Desde afuera, desde el propio movimiento sindical, se llegó a señalar que el policía subalterno es el “sector más retrasado del movimiento popular”, y que fue desde siempre “el brazo armado de la oligarquía”.
Esta apelación a lo popular y subalterno sirvió para canalizar muchas reivindicaciones, mitigar algunas formas de abuso y obtener reconocimientos simbólicos por parte del poder. El sufrimiento del policía común pasó a ser el eje vertebrador de la actuación de los distintos sindicatos policiales, hacia adentro pero sobre todo hacia fuera. Los sindicatos policiales pasaron a cumplir una doble función: en primer lugar, pusieron al descubierto que la familia policial funcionaba, en realidad, como cualquier familia, bajo un esquema de reproducción de la dominación patriarcal. Todos los intentos del gobierno de proyectar una imagen de fuerza y potencia obtenían como contrarrelato la debilidad y la vulnerabilidad del funcionario común. Todo avance corporativo –en lo salarial, lo profesional, lo tecnológico– era interpelado desde las coordenadas humanas del mundo de la vida del policía. Cada una de las estrategias para controlar y reprimir el delito era cuestionada por la falta de respaldo legal para la actuación policial (la Policía tiene “las manos atadas”).
Con el tiempo, la defensa de los “débiles” pasó a ser un poderoso instrumento de oposición política. Quien más rápidamente sintonizara con esas demandas lograría más niveles de adhesión. Una buena parte del discurso político está construido con los argumentos que algunos sindicatos policiales han hecho circular con éxito.
La segunda función que cumplieron los sindicatos policiales fue la legitimación de la Policía como sujeto protagónico de la seguridad, y sobre todo la justificación de una manera obvia de controlar, reprimir y castigar los delitos. La debilidad, la vulnerabilidad y la victimización de los policías –y, por ende, de la Policía– son el punto de arranque a ser revertido si se quiere satisfacer la demanda social de ley y orden. Nadie puede ejercer la autoridad como se debe si los funcionarios más débiles no cuentan con las herramientas básicas. La Policía como víctima ha sido uno de los insumos más eficaces para la reproducción del populismo punitivo y la habilitación plena de las políticas que padecemos en estos días.
Según la perspectiva de los sindicatos, la vocación policial es muy sacrificada. Es un trabajo duro que lleva al desgaste psicológico, la proliferación de enfermedades mentales y la obligación de nunca mostrar debilidad. El policía como brazo ejecutor de acciones y procedimientos es analizado ahora desde el ángulo de una individualidad desgastada. Los sindicatos logran poner en palabras la realidad de un sujeto víctima de amenazas y desafíos cotidianos, y eso más por la naturaleza del trabajo que por la lógica de funcionamiento institucional.
El policía agotado y estresado es una víctima. A esto se le suma la realidad salarial. Durante mucho tiempo, los policías complementaban ingresos con servicios legales que permitían su contratación para vigilancia en lugares públicos o privados. Para redondear un ingreso de sobrevida, los policías subalternos debían hacer jornadas de 16 horas, con la inevitable afectación de su rendimiento y disponibilidad en el servicio ordinario. Las mejoras salariales estimularon al Estado a limitar la cantidad de horas autorizadas para los servicios especiales de vigilancia. Un policía mejor pago iba a permitir un desempeño acorde a las necesidades estratégicas. Pero la realidad fue otra: las importantes mejoras salariales de la última década no lograron revertir la precariedad económica de los policías, y ante la restricción de horas legales de complemento, muchos se volcaron a tareas particulares de vigilancia sin regulación legal. Policías de particular trabajaban –y trabajan– custodiando comercios chicos o camiones de reparto. En no pocas oportunidades se ven envueltos en asaltos violentos, y en algunos casos han perdido la vida.
La precariedad laboral los expone a la victimización. Según los sindicatos, el multiempleo es un camino directo a las tragedias. El trabajador policial concentra todas las vulnerabilidades: por un lado, “anda con los zapatos rotos, está cansado, tiene problemas en la familia o no tiene para comer”; por el otro, “arriesga todos los días su propia vida”. Un sujeto marcado por la inseguridad económica y la inseguridad vital sólo puede proyectar –para sí y los demás– un estatus de víctima en el marco de una identidad profesional consolidada y fuerte.
Hoy día, sindicatos policiales y gobierno de coalición comparten la misma sensibilidad. Aquel viejo discurso popular y subalterno es parte, en la actualidad, del poder hegemónico.
Pero los problemas no se agotan: hay algunos policías que la pasan peor que otros. Por ejemplo, los que trabajan en el sistema penitenciario “son el último orejón del tarro”, recalan allí como sanción y están expuestos a violencias continuas. La cercanía física con los “delincuentes” no se limita al espacio carcelario. Según estimaciones, cerca de 1.000 funcionarios (de los más de 30.000 que revisten en el Ministerio del Interior) viven en asentamientos, y por lo tanto en “zonas marginales”, “en contacto directo con los delincuentes”, bajo la amenaza de “bandas criminales”. El Estado es el responsable de que sus funcionarios vivan en esas condiciones y expuestos a riesgos y peligros. Tal como lo expresa una de las voceras sindicales, “si sos policía, sos antidelincuente”: este antagonismo debe ser garantizado mediante una adecuada distancia física y moral. Cualquier otro escenario de indiferenciación y coexistencia expone al policía a la victimización.
De hecho, el policía como víctima ha adquirido hace más de un año una nueva dimensión. En plena transición de gobierno (entre noviembre de 2019 y marzo de 2020), se produjeron reiterados ataques a policías, algunos de los cuales terminaron en homicidios. Si bien estos no pueden entenderse como una novedad, sí sorprendió la cantidad de casos en poco tiempo, sobre todo con el fin de robar armas y chalecos antibalas. Las reacciones de los sindicatos policiales no se hicieron esperar, y según algunos puntos de vista estas cosas hay que enmarcarlas en la “ola de violencia que se ha dado en los últimos dos años”, de la cual no se salva “ni la Policía”. La victimización policial llegaba así a su punto culminante.
La realidad de la Policía como víctima refuerza el interés por esta y exige respuestas estatales y sociales de distinto tipo. Los actores políticos compiten para demostrar quién es capaz de ofrecer mayor empatía. Respaldos, apoyos incondicionales y promesas en la línea de ese sentido común institucional. Cualquier intento de revisión crítica de sus formas de ser y actuar es tildado de “antipolicía” y “prodelincuencia”. En ese juego, los sindicatos policiales han cumplido un papel político fundamental: han logrado instalar la idea de que la sociedad tiene una deuda histórica –simbólica y material– con la Policía uruguaya. Una buena parte de esa deuda comenzó a saldarse con la ley de urgente consideración.
Para intentar revertir esa situación y dar satisfacción a las demandas de las víctimas, el Estado debe otorgar mayor respaldo legal a la Policía. Esta es la mayor reivindicación de los sindicatos policiales. Si para algunos la Policía es “el sistema inmunológico contra la enfermedad de la delincuencia”, cualquier esfuerzo para mantener altas sus defensas será poco. El funcionario tiene que tener protección jurídica, entre otras cosas porque tiene que poder actuar sin vacilaciones. Las iniciativas legales para garantizar la “presunta inocencia” a la hora de hacer uso del derecho a la legítima defensa pasa a ser el centro del debate. Para los sindicatos, “lo que existe no es suficiente, y en muchos juzgados el policía entra perdiendo. Hay que dar alguna herramienta más”.
Con ese respaldo, la Policía podrá ejercer la “autoridad sin culpa” y la represión necesaria dentro de los marcos legales. Con ello se recuperará el control y ya “no se retrocederá en las zonas de guerra, después de 15 años en los cuales no se reprimió el delito”. El respaldo legal sirve como encuadre de la acción, y mediante este se dará un “mensaje a la delincuencia” y volverán el “respeto y la tolerancia hacia la Policía”. Los sindicatos policiales creen interpretar la demanda popular: “la gente que sufre un delito lo que quiere es que el responsable vaya preso, y si es para toda la vida, mejor”. La Policía está para defender a la gente “de bien” y su tarea es “sacar de circulación a la delincuencia”. En definitiva, sólo reconociendo las debilidades de la Policía podrán hacerse las cosas imprescindibles para fortalecer al único sujeto capaz de enfrentar el flagelo de la violencia y la inseguridad. La definición de “víctima” es la clave aquí para la justificación de una de las tantas versiones del populismo punitivo.
Hoy en día, sindicatos policiales y gobierno de coalición comparten la misma sensibilidad. Aquel viejo discurso popular y subalterno es parte, en la actualidad, del poder hegemónico. Cómo interpretar esas demandas profundas de un funcionariado vulnerable y expuesto sobre la base de una nueva concepción de la Policía es el enorme desafío para el campo progresista.
Rafael Paternain es sociólogo.