La Ley 19.932 es la que reglamenta el artículo 38 de la Constitución y suspende las aglomeraciones de personas en espacios públicos y privados de uso público. En base a esta ley es que se le ha dado a la Policía la potestad de disolver las aglomeraciones en la vía pública. Decisión peligrosa que atemorizó a muchos y que al parecer se va a quedar unos cuantos meses más.

Desde que se iniciaron estas medidas gubernamentales, la mayoría de estas reuniones que la Policía disuelve han estado protagonizadas por jóvenes que huyen de una pandemia en la que han predominado el aislamiento y el distanciamiento social. Los espacios elegidos para los encuentros generalmente son plazas que han ido cobrando un especial significado en lo que supuso esta pandemia. Este espacio se ha convertido en el lugar que los jóvenes han elegido para el encuentro, en una ciudad donde todos los bailes y lugares nocturnos se encuentran cerrados.

Judith Butler dice en este sentido que “cuando los cuerpos se congregan en la calle, en una plaza o en otros espacios públicos están ejercitando un derecho que afirma e instala el cuerpo en medio del campo político y que, amparándose en su función expresiva, reclaman para el cuerpo condiciones que hagan la vida más vivible”.

La parafernalia con la que el despliegue policial actúa en estos casos puede bien asemejarse a un espectáculo. Paradójicamente, todos los teatros de nuestra ciudad están cerrados. No hay lugar para que la ficción teatral se apodere de la mente de los uruguayos. Desde el gobierno, el teatro se ha construido como un “espacio peligroso de contagio”, aunque no hay ningún caso comprobado de proliferación del virus entre espectadores o actores.

Para alimentar la ficción, entonces, no tenemos teatro pero sí realidad. Esta se manifiesta en las calles y se asemeja a la peor representación trágica al estilo de los griegos. Con una diferencia: en la Antigüedad, los griegos no se caracterizaban por mostrar escenas violentas. Eran muy pudorosos con lo que mostraban en los escenarios; los golpes, por ejemplo, ocurrían fuera de la mirada de los espectadores.

Hoy, basta con concurrir a una plaza en donde se dan estas llamadas “aglomeraciones” –término que ha sustituido el de “juntarse con amigos”– para presenciar el mejor de todos los espectáculos que la pandemia nos puede ofrecer.

La dramatización sucede de la siguiente manera:

Escena I. Minutos antes de comenzar el espectáculo, las luces azules y rojas de un vehículo se reflejan en el espacio. Como si la obra estuviese a punto de arrancar, los espectadores se ponen ansiosos. Imaginan tal vez que pueda ser una ambulancia. Los más experientes en el ritual saben que se trata de una camioneta policial que ni bien llega comienza a desfilar cerca del núcleo de personas que se amontonan. Como animales acechando su presa, dan varias vueltas al espacio indicándoles a los participantes que llegaron. Luego, esa misma camioneta se coloca cerca contemplando la plaza e imponiendo su presencia avasallante.

Escena II. Algunos participantes van abandonando el lugar. La escena es similar a la de los troyanos que huyen despavoridos creyendo que Aquiles ha vuelto a la guerra, pero es tan sólo Patroclo usando su armadura.

Escena III. Luego de un rato, aparece la verdadera acción, el verdadero núcleo trágico que desencadena en el clímax de la obra. Llega una camioneta mucho más grande que la anterior y se posiciona cerca de la otra. De allí, como si fuese el caballo de Troya, comienzan a descender todos los uniformados. Su vestuario es asombroso: cascos, escudos, pistolas y el elemento infaltable: la cachiporra.

Toda fuerza política necesita sus rituales y actuaciones para legitimarse. La Policía es sin duda el mejor elenco contratado por nuestro gobierno.

Ni bien todos descienden del vehículo, se quedan parados mirando a los espectadores. La mayoría de estos actores son hombres, al mejor estilo griego, por supuesto. Y los que no lo son simulan serlo. El despliegue de esta masculinidad permanece durante toda la obra: la vestimenta, la violencia con la que se presentan, su soberbia.

Escena IV. La siguiente escena consiste en ver a los actores mover la cachiporra y observar cómo van alejando a las personas del espacio público. Algunos incluso en esta actuación golpean sus escudos como si fuesen vikingos.

Escena final. La obra termina con la apropiación del espacio por parte de las fuerzas policiales y todos los espectadores huyendo.

A veces, como hemos tenido noticia en estos últimos tiempos, el final de obra es nefasto y termina con el traspaso de la cuarta pared: los actores golpean a los espectadores al mejor estilo de un happening. Otras, simplemente el espectáculo termina sin traspasar la cuarta pared y los espectadores se diseminan llenos de miedo.

La Policía: el mejor elenco contratado por el gobierno

En la antigua Grecia, los elencos teatrales estaban auspiciados por el gobierno. Con los espectáculos pretendían educar a una población que era en su mayor parte analfabeta. Las representaciones les enseñaban a los griegos a ser más piadosos con los dioses y obedientes al gobierno.

Toda fuerza política necesita sus rituales y actuaciones para legitimarse. La Policía es sin duda el mejor elenco contratado por nuestro gobierno.

Cabe preguntarse entonces qué es lo nos quieren demostrar nuestros gobernantes con estos espectáculos. Sin lugar a dudas, debajo de estas representaciones se esconde la voluntad de una fuerza política que quiere mostrarse intransigente frente a la población. Un gobierno nacional que se construye como un gobierno fuerte, que no negocia y que en definitiva hace lo que quiere. Un gobierno que no sigue las recomendaciones del Grupo Asesor Científico Honorario, que elimina los consejos educativos y que, por medio de estas representaciones, causa un único sentimiento: miedo.

Sófocles, el más grande de todos los trágicos, decía y nos advertía en este sentido: “Para quien tiene miedo, todo son ruidos”.

Pilar Salvo es profesora de Literatura.