En una relectura de reclusión pandémica, me encuentro con el texto de una muy afectuosa carta que Vincent van Gogh escribe a su hermano Theo cuando, para superar un desencuentro puntual y olvidable, le dice que la vida adquiere sentido cuando uno comprende que “el sentimiento de nuestra dignidad depende en gran parte de nuestras relaciones con los demás”.
La frase del genial artista tiene ese objetivo doméstico efímero de recomponer el vínculo con Theo, pero cobra una validez universal en tanto destaca que la dignidad es no sólo un valor inherente a la condición individual de las personas, sino que se sitúa como un producto dependiente de las relaciones que establecemos con los otros. Vincent piensa, obviamente, en relaciones de compañerismo y solidaridad y no de utilitarismo o competitividad, y por ello esa noción de dignidad que se realiza “con los demás” me lleva a evocar la sensibilidad que está en la base de las luchas de los trabajadores desde el advenimiento de la “cuestión social” en el siglo XIX hasta el presente.
El sindicalismo nació como respuesta autónoma y contestataria a las relaciones de inequidad y explotación cuya génesis se sitúa en la circunstancia histórica de la aparición del mercado de trabajo, en el que personas jurídicamente libres debían poner su trabajo en favor de un patrón a cambio de una contraprestación salarial, en una ecuación social y económica básicamente desigual. La doble posición de trabajador libre (no esclavo ni siervo) pero a la vez sujeto a una necesidad material que lo hace dependiente es una tensión que, dependiendo del punto de vista, fundamenta tanto la aceptación como la crítica del funcionamiento del sistema de producción capitalista.
La pandemia de la covid-19 ha dejado en evidencia muchos de los costados más inequitativos e insolidarios del mundo del trabajo, como cuando la marea se retira y deja al descubierto realidades ocultas. Los oficios más invisibilizados y mal remunerados han sido los verdaderos sustentos de las condiciones de vida. Ese repartidor al que se niega la calidad de dependiente sólo por contar con un modesto rodado para trabajar, que semeja más al personaje del film Ladrones de bicicletas (Vittorio De Sica, 1948) que a un pujante emprendedor; ese conductor que sólo advierte las cláusulas leoninas del contrato que firmó con una plataforma digital el día que para dirimir una controversia con su empleador se entera de que debe someterse a un arbitraje en Países Bajos; ese otro trabajador, realmente autónomo, que padece las carencias de un sistema de protección que no lo ampara en la mantención de su ingreso y debe depender de subsidios en cuentagotas y a desgano dados por un gobierno que se ufana de la contención del gasto; ese otro trabajador que presta servicios de cuidados personales sin expectativa por la incertidumbre de continuidad de las políticas públicas. Todos ellos y muchos otros son quienes dejan generosamente su esfuerzo en favor del bien común aunque no lo reivindiquen de ese modo.
Los sindicatos rescatan la fuerza del débil, en eso reside su potencial transformador. Para ellos la dignidad es “con los demás”. Las formas de minar esa potencia son variopintas: a veces se somete a los sindicatos a una suma de requisitos burocráticos para otorgar personería, y en otros casos se restringen sus medios de acción, como cuando se reglamenta excesivamente la huelga.
Los sindicatos rescatan la fuerza del débil, en eso reside su potencial transformador. Para ellos la dignidad es “con los demás”.
El Estado ha tenido el papel histórico de regular las relaciones laborales fijando estándares mínimos de salario, duración del trabajo, salud y seguridad, etcétera. Esa función ha sido siempre resistida por el liberalismo, que postula la más amplia libertad para las partes del “contrato de trabajo”, lo cual se traduce, como es fácil de comprender, en reconocer al empleador el poder de imponer las condiciones que mejor le acomoden.
Esa pertinaz oposición a toda intervención del Estado para recomponer desigualdades que suceden en el plano de las relaciones sociales seguramente sea la que explique que Uruguay haya sido incluido nuevamente en la lista inicial de países a ser examinados en la Organización Internacional del Trabajo (OIT). El grupo de empleadores de la OIT tiene una participación decisiva en la confección de esa lista.
Así es que nuestro país quizá deba otra vez comparecer en la OIT como si las observaciones que el organismo hace al sistema de negociación colectiva fueran un asunto grave. Figurará así junto a países que son llevados a esa instancia en razón de consentir el trabajo forzoso, permitir la impunidad de asesinatos de activistas sociales y sindicales y consagrar el trabajo infantil.
¿Qué es lo que se imputa, realmente, a la legislación laboral uruguaya como para aparecer nuevamente como un caso a ser tratado en la OIT? Lo que genera el malestar de los empleadores es la intervención del Estado en las negociaciones colectivas por rama de actividad para fijar salarios. Las alternativas disponibles no parecen ser mejores. Si el Estado no procurara que democráticamente trabajadores y patronos discutieran sobre las cuestiones que les conciernen, podría ocurrir que todo se resolviera mediante el conflicto destemplado o por la imposición de la voluntad del empleador.
Cómo hacer cosas con palabras
Y ahora, si se nos permite, queremos entrar en algunas consideraciones jurídicas para aclarar los términos del problema. Digamos que el Convenio Internacional del Trabajo 98 prescribe que los convenios colectivos (acuerdos entre sindicatos y empresarios, sin intervención del Estado) deben ser de carácter voluntario. Es un principio fundamental.
Resulta bastante enigmática la protesta de los empleadores en este punto, puesto que los convenios colectivos en nuestro país nunca fueron intervenidos por el Estado, que se ha mantenido al margen de toda participación en los procedimientos y acuerdos laborales de ese tipo.
Lo que sí ha hecho el Estado uruguayo es intervenir, mediante órganos tripartitos denominados “consejos de salarios”, en la negociación colectiva de los salarios, mecanismo que está previsto desde 1943. Y le sobran razones para hacerlo: la fijación de los salarios mínimos es un deber del Estado según la propia OIT, que obliga a los países a contar con métodos de fijación salarial (convenios internacionales 26 y 131). Ese método en nuestro país son los consejos de salarios.
Pero como suele ocurrir, es en el último acto que se devela el enigma: todo se origina en la confusión, primero espontánea y después urdida, de llamarle “convenios colectivos” a los “consejos de salarios”, lo que induce al error de afirmar que la intervención del Estado ocurre en la negociación de los convenios colectivos. Los empleadores y los partidarios de la desregulación laboral han sacado provecho a esa cuestión de palabras y ahora quizá tengan una nueva oportunidad de alcanzar en la OIT un resultado positivo a sus intereses.