Si hay algo que resulta cambiante en este mundo en el que vivimos es el trabajo, esto es lo que Gorz identifica como su metamorfosis. Estos tiempos de cambios intempestivos, indómitos y confusos parecen darle la razón, ya que la flexibilización se ha convertido en el camino privilegiado y el trabajo a distancia en una forma de superar la crisis.

Muchas son las razones que justifican este cambio en la forma tradicional de prestación del trabajo, pero en el contexto actual se vislumbran –al menos– dos: una pandemia que ha puesto en riesgo la salud de las personas provocando una reducción en la movilidad y circulación, promoviendo su aislamiento, y la intervención cada vez más intensa de los medios tecnológicos o informáticos en el espacio laboral. Todo ello ha generado el escenario perfecto para que tome protagonismo una vieja forma de trabajo que hoy irrumpe en la escena laboral de forma tan espontánea como salvadora, el teletrabajo.

Para aquellos “privilegiados” que pueden llevar a cabo sus tareas desde lugares remotos, descentralizados del espacio físico de la empresa, este se ha convertido en una experiencia individual, algo precaria, flexible y con duración, horarios y jornadas variables y –en ocasiones– interminables, pero que permiten conservar aquello que tanto apreciamos: el empleo.

¿Cuánto estamos dispuestos a ceder para obtener o conservar un empleo?

Esta es, si no la interrogante general, por lo menos la de la gran mayoría de los trabajadores, que preocupados por mantener su fuente de ingresos, se sumergen con una voluntad poco consciente en condiciones que los exponen a una gran vulnerabilidad y a una restricción, a veces excesiva, de su autonomía.

Considerando que el teletrabajo no asegura por sí mismo mejores condiciones de trabajo, la disyuntiva que se presenta entonces es qué hacer al respecto: si dejar librado el fenómeno a su reglamentación espontánea, casi natural, y en manos de sus protagonistas, o someterlo a la intervención pública mediante la regulación legal.

La última parece ser la opción más apropiada. En efecto, es el derecho del trabajo a partir de la ley el que puede someter al empleador a ciertos controles en la forma en que se desarrolla la prestación del servicio a distancia, exigiéndole el respeto de la limitación de la jornada, la moderación en el ejercicio del control, o la protección de los derechos fundamentales de los trabajadores, en definitiva, puede limitar la discrecionalidad empresarial a favor de la protección de los trabajadores.

Quizás no sea el camino más fiel a la tradición abstencionista uruguaya, pero a veces vale la pena dejarla a un lado.

Ante esta mutación en la forma tradicional de organización del trabajo, ¿cuáles son los elementos prioritarios a considerar para diseñar una tutela para aquellos que hacen trabajo a distancia?

Junto con incorporar en forma clara que es el empleador quien debe otorgar los equipos y herramientas para trabajar, a la vez que es quien está obligado a tomar todas las medidas necesarias para proteger eficazmente la salud (física y mental) y seguridad de los trabajadores, hay dos aspectos que merecen especial atención.

En primer lugar, la regulación del poder sobre el tiempo. La jornada de trabajo limitada fue uno de los primeros éxitos del movimiento obrero uruguayo. Esta fue una forma de ganar libertad para los trabajadores; no obstante, parece ser que esta ahora resulta amenazada, ya que la modalidad de teletrabajo vuelve difusos los límites entre el espacio laboral y el personal.

Es importante que en un régimen de teletrabajo se respete el derecho de los trabajadores a saber el momento exacto en que se inicia y se termina el trabajo. No necesariamente en términos de continuidad, sino de extensión de la jornada.

Dejar librado este aspecto a una negociación entre las partes es un error. Y ello por una sencilla razón: las partes no están en pie de igualdad; de hecho, este es el fundamento mismo de la regulación laboral, y su finalidad, la de proteger al más débil. Por tanto, resulta contradictorio que en una reglamentación que persigue su tutela, al mismo tiempo se piense que los acuerdos entre empleador y trabajador individual resguardarán los intereses de este último.

En segundo lugar, el derecho a la desconexión, esto es, el tiempo en el cual el trabajador no está obligado a responder a comunicaciones, órdenes u otros requerimientos del empleador. La finalidad que está detrás de una disposición de este alcance no es otra que resguardar los derechos fundamentales del trabajador a su privacidad, intimidad o derechamente a su libertad, pero la misma resulta incompleta si no se brindan mecanismos jurídicos destinados a garantizar estos derechos, y proponer una reparación integral ante la eventualidad de que no sean respetados.

Lamentablemente, Uruguay está al debe en este sentido.

Si no se quiere caer en soluciones retóricas, es necesario que se proporcione a los trabajadores mecanismos de tutela efectiva ante lesiones a sus derechos fundamentales como la integridad física o psíquica, la privacidad, su honra o la libertad de expresión, los que actualmente no tienen un tratamiento acorde a su especial naturaleza.

Es momento, aprovechando la regulación del teletrabajo y las problemáticas que surgen a propósito de su ejercicio, de poner sobre la mesa el debate sobre la necesidad de crear un procedimiento especial que garantice la protección de la dimensión moral del trabajador, para que la expresión de sus derechos no quede en letra muerta.

Para finalizar, una última cuestión a desentrañar: ¿cuál es, en definitiva, el sentido de una regulación sobre el teletrabajo?

Nada más complejo y sencillo que la protección a la libertad de los trabajadores.

La pretensión empresarial por colonizar de a poco todos los espacios de la vida encuentra en el teletrabajo un campo fértil, y si bien esta modalidad de trabajo se presenta como una buena fórmula alternativa para poder hacerle frente al contexto actual, sobredimensionar sus cualidades sin percibir que esta potencialmente borra la frontera física y temporal entre el espacio laboral y el personal, conduce a una visión parcial de la realidad. Así, resulta problemático que desde el gobierno se promueva esta modalidad, sin hacerse cargo de sus efectos indeseados.

Parafraseando a Fisher, hoy en día se espera que los trabajadores se queden en la puerta de la fábrica –o en este caso, del otro lado de una pantalla– “con las botas puestas, cada mañana, sin falta”.1

Es por ello que en ese espacio en donde la plena disponibilidad se naturaliza y el dominio de unos sobre otros es más intenso, se impone la creación de un contrapeso que permita neutralizarlo.

Andrea Rodríguez Yaben es abogada especialista en derecho del trabajo.


  1. Fisher, M. (2016), Realismo capitalista. ¿No hay alternativa?, Caja Negra, p. 125.