Según el diccionario de la Real Academia Española, claudicar significa acabar por ceder a una presión o una tentación. La mención al significado de esta palabra guarda estrecha relación con el nuevo escenario que se presenta en el puerto de Montevideo a partir del acuerdo celebrado por el Estado uruguayo y el grupo Katoen Natie.

El acuerdo de marras refiere en grandes líneas a la ampliación de la concesión otorgada a este grupo por 50 años, los que, sumados a los diez que aún le quedan, suponen un control casi total de la operación especializada de contenedores en el puerto. Concomitantemente, supone un claro debilitamiento del papel de la Administración Nacional de Puertos (ANP), en tanto el Estado se obligó a priorizar el atraque de buques y barcazas portacontenedores en la terminal especializada.

Por si esto no fuera suficiente, el Estado se obliga a no otorgar nuevas concesiones, permisos ni autorizaciones para la instalación y explotación de una nueva terminal especializada de contenedores, salvo que los movimientos de contenedores en la Terminal Cuenca del Plata (propiedad en 80% correspondiente al grupo Katoen Natie y 20% del Estado) superen 85% de la capacidad total de la terminal por dos años consecutivos.

En la misma lógica se inscribe la obligación que asume el Estado de no permitir “la autorización ni la instalación de grúas pórticos y/o equipamiento que puedan dar lugar a una especialización en contenedores fuera de las áreas y muelles especializados”.

A su vez, le otorga todo lo que es hoy espacio destinado a los buques de la marina: 400 metros de muelle en forma gratuita, más 800 metros donde hoy se ubican las balizas y boyas de la Armada, sin ninguna contraprestación.

El combo incluyó un aspecto inédito: se incorporó en el texto del acuerdo lo que se conoce como Reglamento de Atraque de buques en el puerto de Montevideo, que es la norma que regula el núcleo duro de la operativa portuaria. Un traje a medida al que el Estado uruguayo no le podrá efectuar ajustes ni actualizaciones sin el consentimiento del socio mayoritario. Si esto no es resignación de soberanía en materia portuaria, se le asemeja demasiado.

El sinuoso camino de la privatización de los puertos

La historia del proceso de privatización de los puertos en Uruguay es de larga data y está plagada de obstáculos e irregularidades.

Comenzó en 1992, durante el gobierno de Luis Alberto Lacalle Herrera, cuando el Parlamento aprobó, bajo una lluvia de monedas lanzadas por trabajadores de la estiba, la ley de puertos.

Dos años después, en agosto de 1994, la ANP llamó a licitación para adjudicar las terminales 1 y 2, la terminal de contenedores y los muelles 3, 4 y 5 del puerto de Montevideo. La operación fracasó porque las ofertas en aquel entonces fueron insuficientes.

Entre 1998 y 1999 se desataron una serie de hechos, verdaderos escándalos, en relación con esta operación privatizadora, que incluyeron el fracaso de un segundo intento para adjudicar estas terminales y muelles; conversaciones grabadas, en las que un ministro del expresidente Lacalle pedía una coima de dos millones de dólares a uno de los grupos interesados, a cambio de incidir en la licitación; una comisión investigadora, y una nueva licitación que fue observada por el Tribunal de Cuentas en relación con el pliego de bases y condiciones, lo que determinó que una vez más quedara sin efecto el llamado.

Este largo y tortuoso camino terminó en 2001 cuando se llevó a cabo la subasta de la terminal de contenedores, en la que resultó adjudicado el grupo Katoen Natie, en base a una oferta de 17,1 millones de dólares.

Entre presiones y tentaciones, un contrato se renueva

La renovación del contrato de concesión por 50 años con Katoen Natie es reflejo de una concepción reduccionista por parte del gobierno acerca del papel del Estado en actividades estratégicas y sobre todo rentables.

El Estado asume una postura claudicante ante el grupo Katoen Natie mediante la suscripción de un acuerdo leonino y claramente contrapuesto al concepto de interés general.

A casi 30 años de la promulgación de la ley de puertos, cuyo paradigma es la libre concurrencia en el negocio portuario, el Estado asume una postura claudicante ante el grupo Katoen Natie mediante la suscripción de un acuerdo leonino y claramente contrapuesto al concepto de interés general esgrimido por el gobierno a la hora de fundamentar su proceder.

La simple amenaza del grupo en cuanto a entablar un proceso arbitral ante el Centro de Arreglo de las Diferencias relativas a Inversiones bastó para que se concretara tamaño acto de entrega de la soberanía portuaria. Se menciona un reclamo de 1.500 millones de dólares, pero hasta el día de hoy nadie sabe de qué modo el grupo belga llega a semejante monto. Ni hablar de la dudosa fundamentación alegada para justificar la pretensión que hipotéticamente se deduciría en el tan mentado y manido juicio.

La libre competencia a nivel portuario, consagrada en la ley de puertos, 16.246, sancionada durante el gobierno del padre del actual presidente de la República, ha sido sacrificada en el altar de un monopolio privado y mayoritariamente extranjero, violando la Constitución de la República, que en su artículo 85 establece que la constitución de monopolios debe efectuarse mediante el dictado de una ley y con mayoría especial de dos tercios.

Hay un claro direccionamiento de la carga hacia la terminal especializada, que lesiona en forma grave el principio de libre competencia que inspira la legislación portuaria vigente. A su vez, se relega a los muelles del Estado al cumplimiento de un rol meramente subsidiario, ya que podrá autorizarse la operación de estos en caso de ocupación de las instalaciones especializadas.

En materia de tarifas, se plantea una rebaja gradual exclusivamente para las exportaciones y asociada al crecimiento del volumen del comercio exterior en la terminal. Quedan por fuera las importaciones, y, a su vez, se habilita a que la Terminal Cuenca del Plata cobre “libremente por los servicios que preste a los usuarios”. También se garantiza en el acuerdo la liberalización de los precios de los servicios que la terminal presta al buque, todo lo cual podría determinar mayores costos para nuestro comercio exterior.

Hablando de lastres y corsés

Tiempo atrás, el gobierno uruguayo –en el marco del 30º aniversario del Tratado de Asunción– planteó con fuerza la necesidad de flexibilizar el Mercosur. Esa filosofía aperturista, liberalizadora en materia de acuerdos comerciales, se da de bruces con la consolidación de un monopolio privado precisamente en materia portuaria.

La decisión del Consejo Mercado Común del Mercosur, número 18/96, que aprueba el protocolo de defensa de la competencia del Mercosur, es claro cuando establece, en su artículo 2º, que “Las reglas de este Protocolo se aplican a los actos practicados por personas físicas o jurídicas de derecho público o privado, u otras entidades, que tengan por objeto producir o que produzcan efectos sobre la competencia en el ámbito del Mercosur y que afecten el comercio entre los Estados partes”.

Estamos hablando de una unión aduanera en la que la actividad portuaria juega un rol fundamental, por lo cual surgen dudas razonables acerca de la instalación de un monopolio privado en el puerto de Montevideo y su impacto en el Mercosur.

Debilitamiento del rol de Estado, privatización de empresas públicas, desregulación de los mercados, firma de acuerdos de libre comercio y reducción de la participación del Estado en la economía del país son viejas políticas que parecen estar volviendo por sus fueros.

Ana Ferraris es doctora en Derecho y Ciencias Sociales y es asesora de la bancada del Frente Amplio.