Cuando comenzó esta pandemia el mundo no sabía con claridad a lo que se enfrentaba, y poco a poco fue tomando dimensión la gravedad de la situación. Su alcance global, su gravedad en término de impactos sobre la salud de las personas, y las no menores afectaciones en el plano social y económico, comenzaron a mostrar que era de esos eventos de dimensiones catastróficas comparables al impacto de crisis provocadas, por ejemplo, en la Primera o la Segunda Guerra Mundial, o el crack de la bolsa de 1929.
Algunos expresan que en realidad nos enfrentamos a una sindemia más que a una pandemia. El modelo de desarrollo predominante sumado a un mundo totalmente interconectado, globalizado, explica el origen y sobre todo el impacto de esta crisis, que evidentemente no es sólo sanitaria.
En el transcurso de esta crisis se han disparado una serie de debates que van desde augurar el fin del capitalismo (Slavoj Žižek) a todo lo contrario, por ejemplo, señalar que entramos en un tiempo de expansión y consolidación del capitalismo, como sostiene Branko Milanovic, pasando por John Gray, que augura el fin de la globalización.
Sería imposible abarcar de manera sintética los debates que se han generado en estos últimos tiempos, pero sí me interesaba dar cuenta de un aspecto en que muchos analistas coinciden: el papel de la política.
El rol de la política
El historiador israelí Yuval Harari sostiene que, mientras la ciencia ha dado un ejemplo de liderazgo y cooperación, la política y los políticos en la mayoría de los casos han fracasado.
Esto último aparece como bastante obvio si observamos cómo mueren centenas de miles de personas por no actuar a tiempo o porque los sistemas públicos de salud habían sido abandonados. No se puede obviar la deriva nacionalista y mercantilista en la adquisición y administración de las vacunas. Sin duda la lista podría ser más exhaustiva.
Pero estas carencias de la política, los partidos políticos y los políticos no son una novedad; la pandemia las expone y nos coloca frente al desafío de primero comprender las causas profundas de esta realidad para luego buscar soluciones.
La práctica política como la seguimos reconociendo en estos días tiene algunos fundamentos morales que hunden sus raíces en lo que se conoce como pensamiento ilustrado. La ilustración fue un movimiento intelectual y cultural que se inició en el siglo XVII pero tuvo su esplendor en el siglo XVIII. Su impacto fue en todos los órdenes de la vida, pero nos detendremos fundamentalmente en la política, ya que su influencia llega hasta nuestros días.
Si debiéramos rápidamente enumerar los principios cardinales del pensamiento ilustrado, deberíamos colocar antes que nada la fe en la ciencia, la certeza que esta producía para ordenar toda nuestra vida en sociedad. En este sentido, se abandona un mundo organizado en torno a Dios y la religión, y se coloca al ser humano en el centro, generando un impulso de largo aliento de secularización de la vida en sociedad. El conocimiento y la razón sustituirán a la religión.
El impacto de este conjunto de nuevas ideas que se fueron desplegando a partir del siglo XVII provocó transformaciones muy profundas que sin duda llegan hasta nuestros días. A modo ejemplo, permitieron la consolidación del capitalismo no sólo a través de una serie de transformaciones en el ámbito del desarrollo de las fuerzas productivas. Se produjeron importantes cambios en la cultura. Albert Hirschman, en su libro La pasión a los intereses,1 explica con una notable erudición cómo los intereses fueron pensados como una fórmula eficiente para domar las pasiones. Logra explicar cómo se volvieron honorables las actividades comerciales y bancarias para obtener dinero, cuando antes habían sido condenadas durante siglos como amor por el lucro o avaricia.
Pero en relación a la Ilustración pretendemos detenernos en los cambios que produjo en materia política. Se puede decir que hay tres tradiciones políticas que se consolidan en la Ilustración ‒más una cuarta que en realidad es un sistema político‒ y llegan hasta nuestros días.
La primera es la denominada “utilitarismo”: su idea central es poder lograr la máxima felicidad para el mayor número de personas, y lograr esto es lo que legitima la acción de los gobiernos. El desarrollo de esta corriente de pensamiento luego se separará entre utilitarismo clásico y neoclásico. Entre sus principales exponentes estarían Jeremy Bentham y John Stuart Mill.
La segunda tradición política es el marxismo; tomando el nombre de su principal exponente, Karl Marx, gira en torno a la idea de explotación y cómo eliminarla de las relaciones sociales.
La tercera tradición es la del contrato social. Esta tradición gira fundamentalmente en torno al concepto del “consentimiento”, y entre sus principales exponentes están Tomas Hobbes y John Locke, luego desarrollada por Jean Jacques Rousseau, Immanuel Kant, y más contemporáneos, Robert Nozick y John Rawls.
La cuarta es la democracia y su consolidación como sistema político hegemónico, sostenida en la consolidación de estados republicanos y constitucionales.
La anti-Ilustración
Pero como las ideas son un territorio siempre en disputa, la anti-Ilustración también desplegó un conjunto de fundamentos morales contrapuestos a los de la Ilustración.
Ya en el siglo XVIII, Edmund Burke, prácticamente contemporáneo de los principales exponentes del pensamiento ilustrado, reniega de que el hombre sea el centro del universo y del papel de la ciencia. Horrorizado por las consecuencias de la Revolución francesa, pone el foco en la tradición y en los derechos adquiridos.
En el siglo XX, por ejemplo, Alsadair Macintyre, desde una perspectiva católica, es un profundo decepcionado del rol de la ciencia y cuestiona el libre albedrío del ser humano. En su libro Tras la virtud2 propone una vuelta a la filosofía aristotélica que el pensamiento ilustrado habría dejado al costado, a la vez de retomar un “comunitarismo” que abreva del romanticismo y su crítica a la sociedad burguesa, capitalista, liberal, utilitaria y carente de religiosidad.
Charles Stevenson instala la idea del “emotivismo”: para él los juicios éticos sólo expresan nuestras emociones, no son premisas ni imperativos a seguir. Los argumentos morales son por definición persuasivos, no se basan en la razón. Stevenson lleva al extremo el emotivismo instalando una especie de teoría moral del “me gusta, no me gusta”, donde nadie espera convencer al otro de sus valores.
En el último tercio del siglo XX, y en buena medida de la mano del derrumbe del llamado socialismo real, se instala con fuerza la idea de los “post”; posmodernidad, posverdad, etcétera.
Malestar en la cultura
Vivimos en una época donde el Estado, la república, la democracia, los partidos políticos y la política son en buena medida una construcción cimentada en las ideas de la ilustración. Sin embargo, la sociedad es cada vez más “emotivista”; el “me gusta o no me gusta” articula el debate público, sobre todo el que se despliega a través del reinado de las redes sociales, la nueva forma que va adquiriendo la comunicación política.
Seguimos teniendo la expectativa casi reflejo, producto de las ideas de la Ilustración, de presenciar debates e intercambios pautados por la razón, pero cada vez más observamos un debate pautado por emociones que hacen prácticamente imposible alcanzar algún tipo de síntesis razonable.
Este descreimiento que crece día a día en la política y en las instituciones que heredamos de la ilustración alimenta el descreimiento y el crecimiento de alternativas “políticas” mesiánicas o autoritarias.
Mientras tanto, la política navega a la deriva sin poder encontrar respuestas a las expectativas ciudadanas.
Este descreimiento que crece día a día en la política y en las instituciones que heredamos de la Ilustración alimenta el descreimiento y el crecimiento de alternativas “políticas” mesiánicas o autoritarias.
¿Qué hacer?
Tony Judt, sin duda uno de los más lúcidos historiadores del siglo XX, sostiene: “Estamos al final de un ciclo de mejora muy largo. Un ciclo que comenzó en el siglo XVIII y que pese a todo lo que ha pasado desde entonces, básicamente ha llegado hasta la década de los 90, con la constante ampliación del círculo de países cuyos gobernantes se han visto obligados aceptar algo parecido al Estado de derecho. Creo que a partir de la década de 1960 eso se ha visto sobrepasado por dos logros diferentes pero relacionados: la libertad económica y la libertad individual”.3
Cuando el autor habla de “libertad económica” se refiere a un aspecto muy específico, relacionado fundamentalmente con el auge del pensamiento neoliberal; a lo que agrega la creciente inseguridad provocada por el cambio climático y el comportamiento impredecible de algunos estados. Siguiendo con esa línea de razonamiento, sostiene que quizás la principal tarea de esta época sea, más que imaginar mundos mejores, intentar que no sean peores.
Su preocupación y la tarea que propone a los intelectuales es preguntarse cómo defender derechos humanos, normas, libertades, instituciones, legales y constitucionales: “Creo que la forma de defender y promover grandes abstracciones en las generaciones venideras consistirá en defender y proteger instituciones, leyes, normas y prácticas que encarnan nuestra mejor manera de plasmar esas grandes abstracciones. Y los intelectuales que se preocupen de esto serán los que revistan mayor importancia”.4
Y sostiene, como los griegos sostenían, que el riesgo para la democracia no sería sucumbir ante el totalitarismo o la oligarquía, sino ante una versión corrupta de sí misma. Las democracias se corroen rápidamente, se corroen lingüística o retóricamente. Se corroen también porque la mayoría de la gente no se preocupa mucho de ellas. Y pone varios ejemplos vinculados a la cada vez menor participación de los ciudadanos en las elecciones. Acto seguido sostiene que los intelectuales ‒y suma a estos a los periodistas de valía‒ deben contribuir a llenar ese espacio que va creciendo entre las dos partes de la democracia: los gobernantes y los gobernados.
Esta línea de reflexión se emparenta con algunas cosas señaladas por Hirschman en Retórica de la intransigencia.5 Escrito luego del desplome del llamado socialismo real, se interroga sobre las fuentes que hacían casi imposible la comunicación entre liberales y conservadores, entre progresistas y reaccionarios. Su objetivo termina siendo desmontar las dinámicas de las retóricas de la intransigencia, ya que su despliegue terminaría erosionando la reproducción de los sistemas democráticos.
Alerta sobre los riesgos de que el discurso público se estructure con base en posiciones extremas e intransigentes. Postula que los debates deberían ser más “amistosos con la democracia”.
Finalmente, intentando acercarme a la respuesta a la pretenciosa pregunta de qué hacer, me gustaría volver a Tony Judt. Este autor falleció en 2010 producto de una enfermedad degenerativa, por lo que obviamente sus reflexiones son prepandemia. Pero claramente dio cuenta de un conjunto de fenómenos que caracterizan el siglo XXI, y que probablemente la pandemia no haga más que profundizar.
Desde su profesión de historiador, portador además de una notable erudición, venía analizando en profundidad el siglo XX con la intención de señalar aquellas cosas que deberíamos conservar en este nuevo siglo.
Si bien se definía como socialista, había comprendido que la historia de la humanidad no es una inevitable escalera al cielo, y defendía al Marx analista político y tomaba distancia del profeta de la revolución. Ya que la historia nos demuestra que siempre hay avances y retrocesos y que es una construcción profundamente humana.
Desde esta mirada sostiene que quizás la principal tarea de la etapa sea conservar algunos de los mejores logros alcanzados desde el comienzo de la Ilustración en el siglo XVIII, ya que permitieron avances notables para la vida en sociedad.
Cuestiona el neoliberalismo que hegemoniza el mundo desde la década del 80, y propone retomar los logros alcanzados por los estados de bienestar, de la mano del rol del Estado, la planificación económica y las ideas propuestas por Keynes que se consolidaron en el mundo de posguerra. También, como otros pensadores anteriores, reivindica el multilateralismo y la importancia del libre y justo comercio para asegurar la paz.
Hoy podemos observar cómo muchos países desarrollados que enarbolaron y promovieron el pensamiento neoliberal, a la hora de pensar la pospandemia, vuelven a jerarquizar el rol del Estado, políticas contracíclicas, impuestos progresivos, el empleo, entre otros pilares propios del Estado de bienestar.
En todo caso, resulta cada vez más claro que la resolución de los grandes desafíos a los que nos enfrentamos exige compromisos globales. La pandemia, esta u otra por venir, el desastre ambiental, la desigualdad, el monopolio de los datos, entre otros problemas, trascienden las capacidades nacionales.
Me gusta pensar que Tony Judt nos invita a pensar en utopías reales, sin dejar de soñar en las otras.
Esta pandemia probablemente nos haya colocado frente a la profundidad y la gravedad de los problemas que enfrenta la humanidad; será tarea y el desafío de la política estar a la altura, reconociendo que las señales por ahora no son muy alentadoras.
Marcos Otheguy es dirigente de Rumbo de Izquierda, Frente Amplio.
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Albert O. Hirschman, Más allá de la economía. Antología de ensayos. José Woldenberg (compilador). Fondo de Cultura Económica. ↩
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Alasdair Macintyre, Tras la virtud. Editorial Crítica, Barcelona, 1987. ↩
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Tony Judt y Timothy Snyder, Pensar el siglo XX. Taurus, 2012, página 290. ↩
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Ibídem, página 291. ↩
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Óp. Cit. Hirschman. ↩