Según consta en el sitio web del Parlamento, desde el 13 de abril está a estudio del Legislativo un proyecto de ley presentado por el diputado colorado Felipe Schipani con el objetivo de regular el ingreso a espectáculos públicos de personas “no inoculadas contra el covid-19”. La idea del diputado no es original: el primer país que estableció la exigencia de un “pase verde” para ingresar a restaurantes, teatros, cines, hoteles, clubes y hasta ceremonias civiles y religiosas fue Israel, que también es el que más rápidamente avanzó en la vacunación contra la enfermedad causada por el coronavirus. Pronto el ejemplo cundió en Europa, y Dinamarca ya exige un certificado de inmunización para hacer uso de distintos servicios (hasta peluquerías), mientras que Reino Unido lo solicita a quienes quieran asistir a espectáculos deportivos.

Más benévolo que otros, el gobierno de Boris Johnson no tiene pensado incluir a los comercios de alimentos y artículos esenciales, al transporte ni a los bares en esta burbuja sanitaria para inoculados, pero recordemos que Johnson empezó el viaje jugándose a la inmunidad de rebaño y la cosa no le salió del todo bien. La Unión Europea, por su parte, ya anunció que tiene a estudio un “certificado digital verde” para que sus ciudadanos puedan moverse entre países del bloque. El objetivo, por supuesto, es evitar más estragos en la industria turística, víctima principal de las restricciones a la movilidad impuestas por la pandemia. Así, la vacuna contra la covid-19 no ha sido obligatoria en ningún lado, pero las consecuencias de elegir no vacunarse son la exclusión del consumo, o al menos del consumo que se vincula directamente con la sociabilidad.

La gran trampa de este ejercicio mentiroso de la libertad que en Uruguay se ha llamado “libertad responsable” es que deja en manos del individuo una decisión que no es tal, exactamente del mismo modo en que la flexibilización laboral y la invitación a hacer de cada trabajador un empresario independiente ofrecen una falsa salida de las condiciones de explotación evidentes en el vínculo contractual empleador/empleado.

Pongámoslo así: si los estados hubieran resuelto que la vacunación contra la covid-19 era obligatoria (como ocurre desde hace tanto tiempo con otras vacunas) los ciudadanos habrían tenido la oportunidad de rebelarse ante la imposición sanitarista, habrían podido negarse desde una posición de sujetos y habrían experimentado la brutal diferencia de fuerza que existe entre el ciudadano y la institucionalidad que rige su vida. Y se habrían vacunado o no, pero el carácter intrínsecamente autoritario de la obligación habría sido transparente. La libertad responsable, en cambio, elimina la posición de sujeto y deja en su lugar a un individuo que no se resiste a una imposición sino que toma, aparentemente, una decisión motivada por sus propias investigaciones sobre el tema (¿sobre qué base?, ¿con qué fundamentos?) o por sus propias creencias. Y luego, claro, se le cobrará esa falsa soberanía en la posibilidad de participar ya no de la vida cívica sino del consumo. Porque los promotores de la libertad responsable saben que ya no es posible vivir sin ser cliente de algo, consumidor de algún servicio no esencial.

Se aplica así a la política sanitaria el criterio que se desea para el mercado: que cada quien valore sus propios costos y beneficios: por un lado, ofrecer el brazo para recibir una vacuna de la que eventualmente se desconfía; por otro, participar de una calidad superior de acceso al consumo, y sobre todo a lo que se podría englobar como “consumo de tiempo libre”. (Entre paréntesis: en enero de este año el mismo diputado Schipani hablaba de que el certificado de vacunación debería exigirse también para trabajar o estudiar; sorprende que no haya planteado la obligatoriedad y esté en cambio aceptando el juego de la libertad responsable al precio de renunciar a las actividades sociales).

La política sanitaria de este gobierno ha sido desde el comienzo, pero cada vez con más transparencia, la de depositar en los individuos la responsabilidad por lo que ocurra en cualquier circunstancia. “Ya cada uno sabe lo que tiene que hacer”, decía el presidente en una conferencia de prensa no hace mucho, y el senador Sebastián da Silva, integrante de su partido, lo reafirmaba el último día de abril, mes de blindaje fallido, cuando le decía a la diaria que “la gente tiene que decidir si se quiere enfermar o no”, y a partir de esa decisión, “como Antón Pirulero, cada cual que atienda su juego”. Una posición que esconde que la decisión de salir o no, de viajar en ómnibus o no, de ir a trabajar o no, de vivir bajo un techo o estar a la intemperie, como tantas otras, no depende en absoluto de la voluntad o las ganas de los individuos. El resultado de ese discurso de sálvese quien pueda es una violencia crispada y buchona de unos contra otros, una competencia entre individuos aterrorizados y exasperados que perciben la falta de elementos para saber quién les miente y por lo tanto se acusan mutuamente, se vigilan, se culpan de la crisis, de los contagios, de la precariedad sin fondo de la vida. Y para completar la lógica de feria al diputado Jorge Gandini se le ocurre que los presos que hayan tenido covid-19 podrían descontar “dos o tres días de pena” si se ofrecen como donantes de plasma; un regateo que obtura desde el principio la eventual generosidad de los amables donantes y se niega a reconocerlos como sujetos capaces de solidaridad desinteresada.

Somos libres de elegir una vida de mierda, de autoexplotarnos, de mirar al prójimo como competidor y enemigo. Somos recontra libres, así que suerte y a abrocharse el cinturón porque este viaje alucinante empezó hace tiempo y viene acelerándose que da gusto.