El lunes 2 de marzo de 2020 comenzó el año curricular en la Facultad de Química, y junto con el profesor David González comenzábamos un nuevo curso de la asignatura Química Verde. Como lo sugiere su nombre, trata de acercar al estudiante a una química más comprometida con el ambiente, una química que se lleve adelante pensando en un proceso global e integrado de la química, buscando procesos sustentables. Para ello, es esencial que el estudiante tenga contacto con procesos que se realizan en nuestro país, y por eso las visitas a diferentes lugares que involucran procesos sustentables era uno de los objetivos más importantes del curso. Sin embargo, el 13 de marzo de 2020 el gobierno comunicaba los primeros casos de coronavirus en Uruguay, y ese día se suspendieron todas las clases presenciales en la Universidad de la República (Udelar). Luego de haber tenido una única clase presencial en la que conocimos a la mayoría de nuestros estudiantes, esperamos expectantes por dos semanas las resoluciones que tomarían la Udelar y nuestra facultad, con una mínima luz de esperanza en que pudiéramos volver a la presencialidad, hasta que luego de esas dos semanas entendimos que la suspensión de clases se iba a extender más de lo previsto.

Fue así como comenzamos a pensar un curso virtual, pero ¿cómo hacer de forma virtual un curso que necesita tanto de la presencialidad? Sin duda que aquello que nos pasó a nosotros le pasó a la mayoría de los docentes de la Universidad y de todos los niveles educativos, así que el desafío era acercarnos a los estudiantes que desde sus casas, frente a una computadora, debían seguir sus carreras universitarias y motivarse a seguir en aquello que eligieron como su profesión. Así, fuimos creando un curso virtual que intentaba acercar docentes a estudiantes, y a los estudiantes entre ellos, un desafío que parecería sencillo en principio, ya que lo hacíamos todos los años en la presencialidad, pero que sin dudas era una experiencia totalmente nueva para todos en la virtualidad. Y el desafío fue muy grande: primero, armar un curso diferente del que habíamos planificado; después, lograr comunicar de forma eficaz y correcta para no confundir a nuestros estudiantes; y, por último, llegar a nuestra nueva aula, la sala virtual del medio que sea que nos hubiera tocado utilizar.

Nadie pensó que por más de un año nuestras casas serían nuestro lugar de trabajo, nuestras aulas. Por eso es tan importante continuar aprendiendo entre todos de cada experiencia.

Así, un día de fines de marzo de 2020 volvimos a nuestras clases, o en realidad a una forma alternativa de dar nuestras clases: la sala virtual de la plataforma que la Udelar nos asignó. Prendimos nuestras cámaras y nuestros micrófonos, y dimos nuevamente la bienvenida a nuestros 20 estudiantes del curso. Sin embargo, del otro lado, en lugar de caras nos encontramos con muchas pantallas negras con nombres, algunos coincidentes con los de nuestros alumnos, otros nombres desconocidos, resultado de la conexión de un estudiante desde la cuenta de un familiar o un apodo en lugar de un nombre, algo que se fue regularizando a medida que nos íbamos familiarizando con los nuevos medios virtuales de comunicación. Como nuestro curso estaba conformado por estudiantes de grado con un buen avance en su carrera y estudiantes de posgrado, y éramos pocos dentro del universo de estudiantes que puede tener un curso de la Udelar, nos decidimos a pedirles que encendieran o activaran su cámara (siempre que esto les fuera posible) durante la clase virtual. Sin embargo, a pesar de este pedido, la mayoría de los estudiantes decidió no hacerlo en el correr del curso. Tuve personalmente varias charlas con colegas de Udelar y de otras instituciones de enseñanza terciaria, de forma de conocer un poco más las sensaciones y opiniones de cada uno de ellos sobre el encendido o no de las cámaras durante la clase, y realmente me sorprendió la variedad de respuestas con las que me encontré.

Algunos consideraban imprescindible exigirles tener la cámara encendida para participar. A otros les molestaba tener que dar clase a “pantallas negras”, pero no creían que activar la cámara debiera ser un requisito para participar en la clase. A algunos les resultaba irrelevante si los estudiantes la encendían, mientras que otros docentes comentaron que no entendían correcto exigir encender la cámara, porque no conocíamos la realidad de cada uno de nuestros estudiantes, el contexto en que vivían o la calidad de conexión que tenían en sus casas.

Luego de recabar todas estas opiniones, me puse a pensar en qué grupo estaba yo. Comencé a identificarme con alguno de mis compañeros, y la realidad es que estaba un poco entre los que no les parecía correcto exigir el encendido de la cámara, aunque no me era indiferente, ya que varios estudiantes comentaban el hecho de que no tenían buena conexión para encender sus cámaras. Pensé qué pasaría con aquellos estudiantes a los que tal vez el contexto de sus hogares no los dejaba prender la cámara, ya sea porque vivían con su familia, con amigos, o porque no les gustaba la idea de mostrar la intimidad de su casa. Y ahí me detuve un segundo a pensar en qué pasaría si yo cuando doy la clase apago mi cámara. ¿Qué pasaría si al comenzar el curso los docentes nos presentamos pero sin prender la cámara? ¿Los estudiantes serían indiferentes a esto, o no? Estas preguntas no me las he podido contestar porque nunca me pareció bueno dar la clase con la cámara apagada, como creo que le pasa a la mayoría de mis colegas, y nunca se me ocurrió hasta ahora hacerles esta pregunta a los estudiantes.

¿Qué pasa con nuestra intimidad, la de los docentes? Con el contexto en que cada uno de nosotros tenemos que dar clases, con el hecho de contar con un espacio adecuado para dar esas clases en nuestras casas. Porque más allá de la cámara, el micrófono no podemos apagarlo, entonces debemos contar con un espacio silencioso, o pedirle a nuestra familia que en ese horario no haga demasiado ruido, para así brindar la clase que planificamos. Entonces me volví a hacer otras preguntas, como si los estudiantes saben que, al igual que ellos, nosotros estamos en nuestras casas. ¿Saben que muchas veces no tenemos la mejor conexión o el mejor contexto familiar para encender la cámara, pero que, por respeto a ellos y a lo que hacemos, la encendemos? Seguramente la mayoría lo sabe o al menos comprendería estas situaciones, y tal vez alcanza con transmitírselo y pedirles que aquellos que puedan enciendan sus cámaras para sentir como docentes que les hablamos a ellos, a nuestros estudiantes. Que la mayoría de las veces una expresión en sus caras nos dice mucho más de lo que han entendido que sólo las preguntas por micrófono de aquellos más participativos que se animan a preguntar, o una seguidilla de chats que en general nos es casi imposible seguir.

Nadie nos enseñó a presenciar o dictar clases virtuales. Nadie se imaginó que debíamos, en muy poco tiempo, aprender a utilizar una variabilidad de aplicaciones de videollamada para lograr comunicarnos los unos con los otros. Nadie pensó que por más de un año nuestras casas serían nuestro lugar de trabajo, nuestras aulas. Por eso es tan importante continuar aprendiendo entre todos de cada experiencia, de cada colega, de cada expresión de un estudiante, y así construir una nueva forma de dar clases. Una nueva forma de dar clases para nosotros, que seguramente se instale en nuestra vida docente y en un futuro conviva con nuestra “vieja normalidad” de dar clases. Una nueva forma de dar clases que nos ha desafiado, que nos ha hecho crear y actualizarnos. Pero si de algo debemos estar atentos cada uno de nosotros es de no perder la conexión docente-estudiante. Esa conexión que nos permite que la educación sea más que enseñar o aprender, que nos permite que la educación sea un transmitir, motivar, estimular, y compartir el conocimiento entre todos.

Virginia Aldabalde es docente de la Facultad de Química de la Universidad de la República.