Días atrás se hizo público un reclamo de los trabajadores sindicalizados de la Dirección Nacional de Cultura (DNC) ante la Institución Nacional de Derechos Humanos (Inddhh). En esa oportunidad, consultada por la diaria, la directora Nacional de Cultura, Mariana Wainstein, admitió que la situación de precariedad que viven algunos trabajadores es real, que los contratos se atrasaron “de manera sorpresiva”, y destacó que todo esto se arrastra desde administraciones anteriores, cosa que los trabajadores también habían aclarado. Para decirlo brevemente, porque ya la información se ha ido cubriendo en estas páginas desde hace años, varios trabajadores que cumplen tareas permanentes en la DNC tienen contratos precarios que no se renovaron automáticamente una vez vencido el plazo, algunos pasaron meses sin cobrar y trabajando sin contrato, y la falta de una estructura organizativa en la DNC hace imposible para muchos el desarrollo normal de una carrera administrativa. Se producen entonces situaciones de inequidad entre trabajadores que cumplen tareas similares pero en condiciones orgánicamente muy distintas.

La denuncia presentada ante la Inddhh está firmada por Atec-Cofe-Pit-Cnt, lo que significa que acompañan la demanda, sin distinción, trabajadores presupuestados y contratados que se desempeñan en la DNC. Por eso vale la pena detenerse en una observación de Wainstein en relación al asunto: “Me parece estratégicamente raro que quieran empatizar con la ciudadanía desde el lugar de trabajo estable del funcionario público, en un momento como el que estamos viviendo y como el que está viviendo el sector cultural”.

Y sí, el sector cultural está viviendo un momento dramático. Con las salas cerradas, con prohibición de actuar en espacios en los que, por ejemplo, se puede estar comiendo y bebiendo, con propuestas que de ningún modo podrán ser ejecutadas excepto por grandes producciones orientadas a públicos de alto poder adquisitivo, la paralización forzosa de la actividad cultural no parece mostrar un horizonte esperanzador, y los ingresos de los que viven de trabajar en la cultura, ya sean artistas, técnicos, administrativos o conserjes, no se vislumbran aún como recuperables. Pero hablar de los que tienen un “trabajo estable” como si fueran privilegiados que están disfrutando de la comodidad que a otros se les niega es, además de una falsa oposición (porque no es por la estabilidad de los empleos públicos o privados que hay trabajos precarios), una mezquindad. Y no creo, de ninguna manera, que se trate de la mezquindad personal de quien hace la afirmación, sino de una concepción mezquina de los vínculos que atraviesa a toda la sociedad y que es estimulada desde hace años (por cierto, no empezó con este gobierno) con discursos que buscan enfrentar a los trabajadores entre sí al mismo tiempo que les venden la fantasía de que querer es poder y de que cualquiera que tenga la suficiente voluntad, el suficiente empuje y la necesaria mentalidad emprendedora podrá alcanzar las mieles del éxito sostenido y siempre creciente que rodea a esa figura prestigiosa y sólida que todos deberíamos abrazar: el empresario.

Tener un techo, tener comida, tener acceso a la salud, a la educación, al descanso, a la libertad no son privilegios. Son el suelo, y no el techo de lo que nos es dado exigir.

“Yo creo que trabajador es cualquiera que genera un ingreso para su hogar. Sea desde el trabajador más obrero o a cualquiera que genere ingresos. No me gustaría quedarme en eso del trabajador son los unos y los otros no. Cualquiera que genera ingreso es trabajador. Punto”, decía (la cita es textual), en entrevista realizada por El País el 1º de mayo de hace un año, la esposa del entonces flamante presidente de la República, Lorena Ponce de León. La amplia definición incluía, claro, al trabajador “más obrero” o a cualquiera que, en la legalidad o fuera de ella, en condiciones de respeto por el otro o de violencia y abuso, bajo cualquier forma de acuerdo o por la vía de los hechos y la prepotencia generara un ingreso. Es evidente que la expresión “más obrero” estaba puesta ahí para denotar al trabajador explotado en un modelo tradicional como el de la fábrica (aunque el obrero independiente, cuentapropista, existe desde el comienzo de los tiempos, me imagino), y por lo tanto no se refería tanto a la naturaleza del trabajo desempeñado cuanto a la naturaleza del vínculo con los medios de producción. En ese esquema es tan trabajador el obrero como el dueño de la fábrica, puesto que los dos generan un ingreso. La aparente inocencia de una afirmación así no busca destacar que también el dueño de la fábrica pasa, eventualmente, largas jornadas vigilando sus intereses y realizando tareas: busca ocultar la diferencia entre la jornada de uno y la de otro. Busca borrar la naturaleza del vínculo capital-trabajo y anular en ese borramiento cualquier eventual deseo emancipatorio del trabajador con relación al trabajo.

“La gente no quiere subsidios, quiere trabajar”, se dice también, con frecuencia, para explicar que el gobierno es empático con la gente y por eso, supongo, por cumplirle el deseo es que no fija un ingreso digno para los que se vieron forzados a detener sus actividades. La retórica de la dignidad per se del trabajo, del esfuerzo personal, del optimismo, la plasticidad y la creatividad (todos eufemismos para decir que cada uno debe arreglarse como pueda) va minando la idea de que lo social es y debe ser un espacio de contención para todos. No cuesta mucho ver que de esa idea culpabilizadora de las garantías laborales y de los derechos adquiridos se desprenderán otras que llevarán a los más sensibles a confesarse privilegiados por tener un techo sobre sus cabezas y un plato de comida en la mesa y a los más egoístas a repetir que nadie les regaló nada y que parece mentira pero ahora resulta que si sos migrante te dan la cédula y todo y hasta te consiguen casa. Pero nada de esto es verdad. Tener un techo, tener comida, tener acceso a la salud, a la educación, al descanso, a la libertad no son privilegios. Son el suelo, y no el techo de lo que nos es dado exigir. Y entender eso, entender que son derechos universales y que los derechos se defienden llevó siglos, y se puede olvidar en muy poco tiempo.