Es al menos llamativo que un ministro promueva fervientemente un proyecto de ley sobre su área de pertinencia, que este sea aprobado y que, años después, cuando ese mismo político asume la presidencia del país, de las primeras leyes que promulgue sea precisamente una que deroga aquella iniciativa legal.

Julio María Sanguinetti, que fuera ministro de Industria y Comercio entre 1969 y 1971, durante el gobierno de Jorge Pacheco Areco, volvió a integrar el gabinete ejecutivo a partir del 1º de marzo de 1972 como ministro de Educación y Cultura del presidente Juan María Bordaberry. Desde ese cargo redactó un proyecto de ley de enseñanza que fue presentado –sin preanuncios y hacia fin de año– como de “urgente consideración” para disminuir la posibilidad de resistencia que se generaría a nivel político y en las agremiaciones docentes y estudiantiles. Los legisladores de la mayoría del Partido Nacional (sectores Por la Patria y Movimiento de Rocha) así como los frenteamplistas se opusieron fuertemente. La mayoría blanca presentó un proyecto alternativo sin éxito. Recientemente se había conformado un acuerdo entre el Partido Colorado y la minoría blanca –el denominado “pacto chico”, en el que participaba el diputado Luis Lacalle Herrera– que permitió su aprobación exprés el 18 de noviembre en Diputados y el 3 de enero de 1973 en el Senado. Es la Ley de Enseñanza 14.101, más conocida como Ley Sanguinetti.

La dictadura y la 14.101

La Ley 14.101 subordinó los diferentes niveles (Primaria, Secundaria, UTU), que previamente tenían autonomía, a un Consejo Nacional de Educación (Conae) integrado por cinco miembros designados por el Poder Ejecutivo, dos de los cuales debían tener cinco años de experiencia docente previa. El Conae a su vez nombraba a los tres miembros integrantes de los consejos subordinados. Se eliminó la larga tradición que daba presencia a docentes electos por sus pares en los consejos de Secundaria y UTU, que databa de los años 1935 y 1942, respectivamente.

Poco después de nombrado el primer Conae, ocurrió la disolución de las cámaras. Salvo en un caso, el resto de los consejeros designados no tuvieron escrúpulos para continuar su labor e incluso algunos terminaron asumiendo roles de mayor jerarquía durante la dictadura. No es objeto de esta nota dar cuenta de todas las aberraciones ocurridas a lo largo de esos años en términos educativos y de derechos conculcados. Digamos sólo que la norma aprobada facilitó la restricción de libertades y el control y la represión dictatorial en las instituciones educativas, dada su propia inspiración original autoritaria, como puede constatarse con su lectura.1

Al acercarnos al fin de la dictadura, el rechazo al accionar de esta en la educación era unánime. A nivel universitario se propugnaba el cese de la intervención universitaria y se reivindicaba la autonomía y el cogobierno establecidos por la ley de 1958. Avanzado 1984, los propios órdenes universitarios se dieron los mecanismos para establecer autoridades, legitimadas luego legalmente, que condujeron la transición universitaria hasta la elección sin exclusiones a fines de 1985.

Pero en las áreas educativas no universitarias la situación resultaba más compleja. La Ley 14.101, transformada en instrumento de la dictadura, había sido redactada por quien ahora encabezaba el Partido Colorado y formaba parte de la coordinación partidaria y social antidictatorial. La ley era repudiada por las emergentes agremiaciones de estudiantes y docentes, y resultaba inaceptable su subsistencia legal tras la recuperación democrática, por ello se transformó en uno de los nudos a ser negociados dentro de la oposición política y social.

En el trabajo de la denominada Concertación Nacional Programática (Conapro), ámbito en el que participaban las máximas autoridades –y sus asesores– de los partidos políticos así como de las principales organizaciones sociales (intersocial), fue una de las áreas en las que resultó más difícil avanzar, máxime cuando a esa altura el autor de la 14.101 ya había sido electo presidente. Acercándose la fecha de instalación del Parlamento electo, y no lográndose consenso en algunos aspectos centrales –como el retorno de la representación docente en los organismos de gestión–, se acordó promover una ley de “emergencia” que tenía como objeto derogar la 14.101 y establecer un procedimiento interino de funcionamiento hasta que el Poder Legislativo estudiase, con participación política y social amplia, un marco legal más consistente para la educación.

El Parlamento comenzó a funcionar el 15 de febrero de 1985, y la educación y la amnistía fueron algunos de los temas priorizados. Las bases acordadas en la Conapro dieron lugar a la llamada Ley de Emergencia en la Enseñanza, 15.739, que terminó siendo la cuarta promulgada por el novel presidente Sanguinetti.2 Tras 12 años de vigencia, la Ley 14.101, por él mismo promovida, era derogada.

Una “emergencia” demasiada larga

La aprobación de la Ley de Emergencia permitió a Julio María Sanguinetti sacarse la piedra del zapato que incomodaba desde hacía tiempo. Su contenido fue expresión de la correlación de fuerzas existente en ese momento. En el diseño institucional persistía un órgano central, el Consejo Directivo Central (Codicen) designado por el Poder Ejecutivo con venia del Senado, y tres consejos desconcentrados pero, a diferencia de la 14.101, para integrar esos ámbitos se requería que todos sus miembros tuvieran al menos diez años de ejercicio previo de docencia en al ámbito público. Otros cambios operados fueron la restitución de las asambleas docentes nacionales y de centros con iniciativa y función técnico-consultivas, y el concurso para la efectividad en los cargos. Asimismo, se declaró la nulidad de las destituciones ocurridas por motivos ideológicos o gremiales, restituyéndose en sus cargos los afectados, una reivindicación considerada central por las organizaciones gremiales.

El artículo 9 de la Ley de Emergencia establecía que el “procedimiento de designación regirá en esta oportunidad; las futuras autoridades de la Enseñanza serán designadas en el momento y por el procedimiento que establezca una nueva ley a sancionarse en la materia”. Sin embargo, ese compromiso legal y político no fue cumplido por los siguientes gobiernos. Durante el de Luis Lacalle Herrera se introdujo una modificación regresiva. La Ley 16.115 redujo la exigencia de diez años de experiencia docente a tres de los cinco consejeros del Codicen y a dos de los tres integrantes de los consejos desconcentrados. Por su parte, en el segundo gobierno de Sanguinetti y en el de Jorge Batlle no se planteó cumplir con el objetivo acordado.

Fue recién en 2008 que el Parlamento aprobó una nueva ley (Ley General de la Educación 18.437) sustitutiva de aquella de “emergencia”, que no contó con el apoyo de la oposición del momento. Se concretó la aspiración docente de recuperar su presencia en los consejos, ahora subsistemas, y uno de los tres miembros de cada consejo es designado tras elecciones. La participación se extendió al Codicen, donde dos de los cinco miembros son electos por los docentes. Asimismo, se retornó a la exigencia de diez años de experiencia docente para poder ser consejero, se institucionalizaron las asambleas técnico-docentes y se amplió la obligatoriedad de la enseñanza desde los cuatro años hasta el ciclo completo de educación media.

LUC: menos participación y experiencia docente

La ley de urgente consideración (LUC) aprobada en 2020 introduce modificaciones a la Ley General de la Educación. Como es imposible abordar todas, focalizaremos en dos aspectos que hemos historiado: el organigrama de gobernanza y las exigencias para ser autoridad, pues son parte de los 135 artículos que serán sometidos a referéndum.

La LUC elimina la exigencia de haber ejercido docencia pública previa. Es decir, alguien puede ser director general sin siquiera haber dado una hora de clase en una escuela, liceo o centro público.

La presencia de dos docentes electos se mantiene en el Codicen pero, como lo hiciera la 14.101, nuevamente se retira la participación docente de los consejos desconcentrados. Se lo hace de un modo indirecto al transformar a los consejos en órganos unipersonales dirigidos por un director general.

A esta centralización en la gestión se agregan cambios en los criterios para ser consejero o director general de un subsistema, pues la LUC elimina la exigencia de haber ejercido docencia pública previa. Es decir, alguien puede ser director general sin siquiera haber dado una hora de clase en una escuela, liceo o centro público.

Se ha sostenido que tal exigencia respondía a una concepción corporativa, un argumento que podría ser considerado. No obstante, recordemos que dicho requisito está presente ya en la primera ley que crea el Consejo de Secundaria en 1935; se lo mantuvo –parcializado– en la Ley 14.101; formó parte del proyecto alternativo de la mayoría blanca en 1972; fue incluido en la Ley de Emergencia de 1985; se lo parcializó nuevamente en la ley de Lacalle Herrera, y nuevamente se lo amplió en la ley de 2008. Incluso Eduy 21, conjunción de educadores con distintos perfiles partidarios que fuera crítico a lo actuado por los gobiernos frenteamplistas en la educación, sostenía que “es fundamental integrar a los docentes en los procesos de transformación, sin ellos es imposible hacer los cambios. Nunca Eduy21 planteó sacar a los docentes de la gobernanza”. Sin embargo, como vemos, esa firme tradición conceptual ahora es eliminada de un plumazo en el marco de un proyecto de ley que abarcó decenas de temas y debió ser tratado en forma acotada temporalmente, sin posibilidad de un análisis y discusión específica.

Cuando se leen las actas parlamentarias de 1972, se recuerdan las discusiones en la Conapro3 y se escucha a defensores de la actual LUC, emergen coincidencias de procedimientos, concepciones y protagonistas relevantes en los procesos. Tanto aquellos como los actuales cambios coinciden en que se procesaron por vías legales de “urgente consideración” –ambas cuestionadas fuertemente por inconstitucionalidad– así como en sus objetivos de centralizar los procesos de gestión, disminuir las exigencia académicas de los responsables y restringir la participación docente en los órganos de gobierno.

Expresan una concepción restrictiva de la gestión y de la conducción de los cambios que es necesario llevar adelante para mejorar y garantizar la calidad y equidad educativa. Se teme tanto a la discusión ciudadana como a la técnica, obliterando potenciales e ineludibles caminos de acuerdo sin los que los cambios no serán factibles. Se reitera así una senda que ya vimos cómo termina.

Edgardo Rubianes es doctor en Biología y fue presidente de la Agencia Nacional de Investigación e Innovación.


  1. http://www.impo.com.uy/bases/leyes-originales/14101-1973/1 

  2. La primera, la 15.736, declaró “investidas en calidad de autoridades legales de la Universidad de la República, las emanadas de los procedimientos de elección y designación cuya documentación está depositada en la Asociación de Escribanos del Uruguay”, es decir, reconoció lo acordado en la Conapro. La segunda fue la Ley de Amnistía y la tercera, la que designó como “decretos-leyes” ciertos actos legislativos del Consejo de Estado de la dictadura. 

  3. El autor de la nota participó en la Conapro como uno de los representantes de ASCEEP-FEUU.