La contundente victoria de Gabriel Boric en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales chilenas del 19 de diciembre de 2021 mantiene al país en la senda del cambio abierta por el estallido social de octubre de 2019. La victoria garantiza un camino relativamente tranquilo para la finalización de los trabajos de la Convención Constituyente en curso, y para la futura aprobación en referéndum de la nueva Constitución. Sobre todo, confirmó el paso de la revuelta popular a la vía institucional, traduciendo y al mismo tiempo “domesticando” las fuertes demandas que emanaban de las calles.

Un gobierno de refundación

En cualquier caso, más allá de esta “domesticación” institucional del proceso transformador, Boric se presenta como un futuro presidente con una fuerte agenda reformista, adecuada al proceso de refundación inaugurado por el estallido social. El desastre que habría representado una victoria de José Antonio Kast ha sido enterrado (quizás junto con el fantasma del dictador Augusto Pinochet), dando paso a un gobierno que se proyecta como de transición entre la limitada democracia establecida por la transición pactada (que se agotó en 2019) y el nuevo régimen que viene.

Es evidente que la agenda de fuerte reformismo del nuevo gobierno se verá parcialmente bloqueada por la crisis económico-financiera que provocará el sabotaje del mercado financiero y de las élites chilenas, así como por la ausencia de una sólida mayoría parlamentaria. Aun así, la victoria de Boric refuerza la tendencia latinoamericana del retorno de los gobiernos de izquierda y centroizquierda, debilitando las versiones regionales de los gobiernos neoliberales autoritarios, una tendencia global que se traduce aquí principalmente en Jair Bolsonaro.

El regreso del progresismo: vuelta al pasado

Sin embargo, es probable que el gobierno de Boric se diferencie de otras experiencias regionales, que pueden considerarse una reanudación del “ciclo progresista” en una versión rebajada. Gobiernos como los de Andrés Manuel López Obrador en México, Alberto Fernández en Argentina y el probable regreso de Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil apuntan a intentos de retomar proyectos agotados. Agotados porque han llegado al límite de sus propuestas de cambio sin ruptura, y porque han perdido en gran medida su capacidad de movilización. Otros gobiernos, como los de Nicolás Maduro en Venezuela y Daniel Ortega en Nicaragua, el primero sobreviviente del “ciclo progresista” original en su versión refundacional, el segundo de la etapa rupturista anterior, se presentan como degeneraciones de sí mismos, hoy abiertamente autoritarios.

Todo esto ocurre en una coyuntura internacional mucho peor, en un contexto de crisis de las democracias y de ofensiva conservadora. Tomando el ejemplo brasileño: la esperanza que abrigamos abiertamente de un retorno del lulismo en Brasil no se traduce en expectativas de transformaciones estructurales, sino simplemente de bloquear el autoritarismo, la ignorancia, la violencia y el desmantelamiento social llevado a cabo por el gobierno de extrema derecha encabezado por Bolsonaro. Se trata, pues, de una reducción considerable de las expectativas en relación con los primeros gobiernos de Lula (que no eran ya tan altas). Si antes podíamos esperar al menos reformas y una fuerte inversión social, ahora tendremos que luchar para que las elecciones se celebren, para que sean limpias, para que Lula tome posesión, gobierne y termine su mandato.

No es mucho. Parece un intento de reinstaurar la Nueva República en un marco en el que ya no existe. Una cierta sensación de normalidad en medio de un proceso para nada normal, de una crisis orgánica sin fin.

Gobiernos como los de Andrés Manuel López Obrador en México, Alberto Fernández en Argentina y el probable regreso de Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil apuntan a intentos de retomar proyectos agotados. Agotados porque han llegado al límite de sus propuestas de cambio sin ruptura, y porque han perdido en gran medida su capacidad de movilización.

Chile es diferente

Se espera mucho más de Boric. Su gobierno debe presentarse activamente como el inicio de una nueva era, consolidada por el entierro de la Constitución de Pinochet de 1980. Aunque tendrá que llevar a cabo algunas prácticas similares a las de la Concertación de Partidos por la Democracia (la encarnación limitada de la era progresista en el país) para garantizar la gobernabilidad, gobernará en diálogo con los movimientos sociales, con las minorías, con los jóvenes. Tendrá que establecer un gabinete femenino y plural, reconocer las luchas del pueblo indígena mapuche en el sur del país, tratar humanamente la cuestión de los inmigrantes irregulares, buscar memoria y justicia para los crímenes de la dictadura militar y la represión del estallido social.

No hay nada en el proyecto victorioso que se parezca al “socialismo”, al “comunismo” y a otros fantasmas agitados por Kast. Sin embargo, existe un sólido proyecto inclusivo, con la ampliación de los derechos de las minorías oprimidas y la ampliación del acceso a la sanidad, la educación y el bienestar. Un proyecto, por tanto, marcadamente de izquierdas, mucho más que la versión más izquierdista de los gobiernos concertacionistas, el segundo de Michelle Bachelet. Pero, sobre todo, es la traducción institucional de una revuelta popular, que complementa el proceso constituyente refundacional y apoya la posterior regulación e institucionalización de los profundos cambios que se inscribirán en la nueva Carta.

Además (lo que no siempre se tiene en cuenta), es una nueva generación la que emerge: la generación de 1968, los jóvenes cuadros del gobierno de Salvador Allende y los no tan jóvenes cuadros de la transición pactada ya no están. Llegan los chicos y chicas de la revolución pingüina de 2006 y de la revuelta estudiantil de 2011 y 2012.

A nivel regional, el gobierno de Boric también podría presentarse como una novedad, en medio de reanudaciones a la baja en contextos deteriorados de proyectos de hace dos décadas. Podría convertirse en esa necesaria y difícil síntesis entre institucionalidad y movilizaciones populares. También entre las políticas para reducir la pobreza y la desigualdad (políticas tradicionales de izquierda) con las cuestiones ecológicas, los derechos reproductivos, los indígenas y otras minorías. Por último, es una gran oportunidad para fortalecer la democracia sin caer en degeneraciones autoritarias. Es una tradición: en Chile vuelve a estar en juego el futuro de las izquierdas latinoamericanas.

Fabricio Pereira es profesor de Ciencia Política de la Universidad Federal del Estado de Río de Janeiro y vicedirector de Wirapuru, Revista Latinoamericana de Estudios de las Ideas. Tiene un posdoctorado en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile. Publicado en www.latinoamerica21.com