Se define “femicidio” como la muerte violenta de las mujeres por razones de género. Según el Ministerio del Interior, en los primeros diez meses de 2021 hubo 21 femicidios, 90,5% de ellos cometido por hombres vinculados con la víctima: pareja, expareja u otro vínculo afectivo. Uruguay ocupa a nivel regional el segundo lugar en femicidios cada 100.000 habitantes, después de República Dominicana. Cada ocho días, en nuestro país muere una mujer por femicidio.

Estos datos los aportamos a modo de ejemplo ilustrativo y para evitar simples comentarios como “también matan a hombres” o “hay mujeres y mujeres”, o cualquier tentativa de justificar este comportamiento masculino. Las cifras hablan solas, por su gravedad.

¿De qué son víctimas las mujeres? Sin dudas que del estado patriarcal, y es más peligrosa su casa que la calle, si hablamos de salud desde el punto de vista biopsicosocial. Este estado patriarcal, que funciona desde las cavernas, llega al día de hoy teniendo la misma mano ejecutora: el hombre. Muchas veces se ha dicho que el hombre es el lobo del hombre en la sociedad capitalista, pero en el estado patriarcal es el lobo de la mujer.

Los hombres nos arrogamos muchos derechos con base en un concepto machista de los vínculos mujer-hombre y los justificamos: por ejemplo, el derecho a decirle cualquier cosa en la calle a una mujer, de cualquier tenor. ¿Quién nos da la potestad de abordarlas impunemente, a nuestro antojo? Esa actitud es de por sí una agresión.

En ese machismo llegamos a justificar lo injustificable, de tal forma que, si otro hombre se emborracha en una fiesta y le dice improperios a una mujer, lo excusan porque “está borracho, no sabe lo que dice”, cuando en realidad el alcohol juega un efecto liberador y dicen lo que realmente piensan. Nadie le dice “hazte responsable, ándate para tu casa y no sigas agrediendo, pídele disculpas, no tomes más si no te manejas”, y de esa forma avalamos un hecho de violencia de género, lo naturalizamos de tal forma que no vemos la gravedad de la violencia que lleva implícita la situación. Ese mismo hombre, en otra circunstancia, estando borracho, termina apuñalando a su pareja, y volvemos a repetir “estaba borracho” y así seguimos justificando la masculinidad hegemónica.

Entonces es claro que la sociedad patriarcal presiona tanto sobre hombres como sobre mujeres, y los valores de masculinidad que construye se toman como identificación de género: fumar, tomar, la mujer objeto, la posesión de la mujer, el acoso, el abuso sexual y otras.

Hecha esta disquisición, no voy a hacer ningún alegato defendiendo a los hombres. Simplemente, a lo largo de esta columna quiero mostrar la posibilidad de que los hombres reflexionemos sobre nuestros valores, acciones y comportamiento. Deberíamos tener espacios colectivos donde dialogar e intercambiar sobre estas cuestiones.

Soy un viejo militante de izquierda porque comencé joven en esto de la militancia, y porque soy viejo de edad. Nuestra principal preocupación en aquellos años fermentales era el hombre nuevo, la sociedad nueva, la revolución, el socialismo, el antiimperialismo. Nos criamos bajo la influencia del Che, de Fidel, de la Cuba revolucionaria. Corea y Vietnam expulsando a los yanquis. Discutíamos el pensamiento de Mao, leíamos a Hackneker, a Marx, Lenin, Trotsky, Rosa Luxemburgo y a Gramsci. Crecimos culturalmente con los Beatles, Antonio Machado, Paco Ibáñez, Joan Manuel Serrat, Daniel Viglietti, Los Olimareños, Eduardo Darnauchans y muchos otros. Pero sobre la situación social de la mujer, en lo que más que avanzamos fue en llamarlas “compañeras”. No más que eso. La gran diferencia entre la concepción del hombre de las cavernas y nosotros en cuanto al papel de la mujer era ese, llamarlas “compañeras”; en la construcción del hombre nuevo no entró deconstruir el machismo y construir la nueva masculinidad, ni la visión de género. Ni pensábamos que junto a la sociedad capitalista debíamos terminar con el flagelo del patriarcado.

Parecía que ese término lo cambiaba todo, pero en los hechos todo estaba igual. El hombre proveedor, la mujer en el hogar. Si los dos pretendían militar, la mujer a la casa y el hombre a militar, los cargos de mayor jerarquía para los hombres y sí, es verdad, “el techo de cristal” existe desde entonces.

Desde pequeños fuimos criados con una orientación sexual definida: en toda familia existía un tío gordo y pelado, el cómico de la familia, que a veces llevaba el título de padrino, que te decía desde que estabas en la cuna, “a los 14 te llevó a un buen quilombo a debutar, porque eso que tenés ahí debés usarlo mucho”. La sociedad te exigía ser un buen padrillo, si no eras un fracaso como hombre, mientras que a la mujer se le exigía la virginidad, “una virtud para entregar después de la iglesia”. Aquella mujer que tenía muchas parejas sexuales era una puta, porque el hombre era el que debía tener experiencia para enseñarle a su mujer. Entiéndase bien, “su” mujer.

Este cambio no es sencillo y los hombres nos sentimos amenazados por la pérdida del control sobre la mujer y la sociedad.

En los ambientes sociales, desde niños, adolescentes y llegando a hombres, estos fenómenos se reproducían permanentemente, y no sólo se veía en el fondo a la mujer como un objeto de nuestra posesión, sino que además debía cumplir con ciertos cánones impulsados por la sociedad judeocristiana, en la que un dios odiosamente culpabilizador imponía sus reglas a través de la Iglesia o la sinagoga.

Sé que muchos dirán: “¡Pero eso fue hace 200 años!”. Yo digo que no, los que nacimos en 1954 fuimos influenciados por esa cultura, y algunas generaciones más recientes también.

El peor insulto que le podías decir a un hombre era “maricón”, “mujercita” o “hijo de puta”. En suma, homofóbicos y misóginos.

Quiero de esta forma mostrar nuestro punto de partida.

La deconstrucción de nuestra masculinidad y la construcción de la nueva necesita la ayuda de todos y todas o todes, pero somos nosotros los que debemos asumir nuestra cuota de responsabilidad y que la situación es de mucho riesgo para la mujer.

Primero debemos asumirlo, entender que debemos cambiar y romper la sociedad patriarcal. La sociedad machista es parte de la base del sustento ideológico del capitalismo, y sustituyendo el capitalismo solo no rompemos la sociedad patriarcal. Y esta, si no la combatimos, pudrirá el nuevo modelo social.

No va a ser fácil entender que no es más rosado para niñas y azul para varones, que los varones pueden jugar con muñecas y las niñas con pelotas, que se acabaron los juegos por sexo, que los géneros son varios; realmente es pensar con una nueva cabeza.

Bienvenido el cambio, cuando este es para ser más tolerantes y comprensivos, para buscar la igualdad de género, para romper el techo de cristal. Este cambio no es sencillo y los hombres nos sentimos amenazados por la pérdida del control sobre la mujer y la sociedad.

A lo largo de la historia, la mujer fue salvajemente agredida por el hombre, física y psicológicamente, fue tratada como origen del pecado, de bruja, prostituta, etcétera, con castigos que iban desde el escarnio público hasta la tortura y la muerte.

Es lógico su sentir y reivindicar lo que es justo. Nos sentimos amenazados, y aunque muchos de nosotros lo entendemos y lo intentamos, nos cuesta lograr la amplitud del cambio necesario en nuestras conciencias. Apostar a la cabeza de las nuevas generaciones de mujeres y hombres es la salida.

Nosotros, nuestras generaciones, debemos repensarnos, y me refiero con esto a la construcción de una nueva masculinidad, al nuevo ser y al nuevo deber ser. Contribuir lo más posible a construir la equidad de género para lograr la igualdad.

Daniel Parada es médico y fue profesor agregado en la Facultad de Medicina de la Universidad de la República.