A casi dos años y medio de la asunción del gobierno de coalición de derecha en Uruguay, es posible ir desentrañando componentes y tendencias que originariamente no eran tan visibles. Hay que recordar que es un gobierno que fue votado por la mitad de la población y que aún hoy goza de una aceptación y adhesión muy elevada. En esto hay que rastrear dos aspectos convergentes que permiten echar luz sobre este escenario: por un lado, un determinado estilo de gobernar relativamente novedoso, y por otro lado, algunos logros efectivamente obtenidos.
Con respecto a lo primero, habría que comenzar advirtiendo notorias diferencias en el discurso con respecto a las expresiones de las derechas históricas, en particular del herrerismo. El nuevo discurso se caracteriza por una enfática recurrencia a conceptos que en el sistema político uruguayo había introducido la izquierda: participación, transparencia, descentralización, inclusión, derechos humanos, entre otros. La mayoría de estos conceptos han sido desconocidos en los hechos, pero no dejan de ser recurrentes en el discurso cotidiano.
Junto a ello, es un estilo entrañablemente ligado a la cultura massmediática. Hay una presencia en los medios permanente, básicamente por parte del presidente, en donde se busca marcar la agenda y por encima de todos familiarizar al televidente con las figuras del gobierno. Seguramente si se contabilizara las horas de trabajo del presidente, la mayoría del tiempo ocupado corresponde a conferencias de prensa, giras, inauguraciones, celebraciones, compromisos privados, etcétera. Con ello lo que se busca es acercar la figura presidencial, que aunque hueca de contenido, ofrece una percepción más inmediatamente asimilable.
En tercer término, es un estilo presidencialista total. No hay Consejo de Ministros, no hay coordinación permanente con los miembros de la coalición, hay generación autónoma de los proyectos legislativos, y en general las grandes definiciones están centralizadas en la Presidencia. Ello, lejos de estar oculto, se presenta como válido: el presidente a cada rato señala su voluntad de “hacerse cargo”, aunque ello implique la ignorancia hacia sus propios aliados.
Hay que reconocer que este estilo de gobernar ha tenido buenos resultados. La consistente aprobación de la gestión y de la figura presidencial son hechos que lo demuestran.
En segundo lugar, además del nuevo estilo de gobernar es importante destacar logros en este período. Tal vez lo principal y más destacable haya sido la gestión de la pandemia. Hubo cierto rumbo establecido cuya implementación dio la impresión de seguridad y tranquilidad frente a las incertidumbres del evento. Si bien es cierto que el país disponía de un sistema nacional integrado de salud, de un histórico servicio de vacunaciones experimentado, y que hubo un invalorable aporte de la investigación científica, la gestión de todo ello permitió que fuera capitalizado.
Además de la pandemia, es muy poco lo que puede agregarse en materia de logros. El abatimiento del déficit fiscal, o el conjunto de medidas aprobadas en la ley de urgente consideración (LUC), las que en buena medida fueron el desmantelamiento de regulaciones anteriores o propuestas punitivistas en el tema de la inseguridad.
Hurgando más allá del rutilante marketing del estilo protagonizado y de los logros obtenidos, ha venido quedando claro la esencia de una propuesta conservadora en clave siglo XXI. El cuestionamiento al Estado como parte del problema y no como la solución se ha mantenido aunque de manera encubierta; no se habla de la privatización de las empresas públicas, pero sí se las debilita por la vía de favorecer a la competencia, eliminar los monopolios, tercerizar componentes importantes, etcétera.
Las reformas de la educación y de la seguridad social transitan por escabrosos senderos dadas las consistentes oposiciones de actores sociales y políticos que cuestionan las propuestas por encima de todo por la inconsulta forma de presentarlas. La férrea insistencia en reducir al Parlamento el ámbito de diálogo complica de manera creciente la relación del gobierno con el conjunto de la sociedad e inclusive con sus propios aliados.
A todo ello debe agregarse claros fallos en la gestión concreta, como por ejemplo la errática e ineficaz gestión de la vivienda, la disminución del presupuesto de educación y la ciencia, la pérdida de poder adquisitivo, el incremento de la pobreza, en particular de la primera infancia, el fracaso de las políticas antilavado, los reiterados episodios de corrupción.
En esto último cabe destacar dos niveles claros de la corrupción. Por un lado, el nivel superior, en donde fueron casos emblemáticos el pasaporte al narcotraficante Sebastián Marset, la asociación para delinquir montada por el custodio del presidente, los grandes cargamentos de drogas apañados por empresarios uruguayos, y los negocios del exministro de Turismo Germán Cardoso. Por otro lado, se observa la corrupción a nivel de gobiernos departamentales y en la Policía, en donde los montos son menores pero han sido prácticas muy extendidas que, más allá de la condena ética, expresan una característica de la forma de gobernar.
Hay algunas definiciones discursivas y de gestión que emergen intempestivamente para recordar la ideología de clase del gobierno: el apelar a los “malla oro” como actores centrales del desarrollo, el punitivismo como alternativa a la creciente criminalidad, y la concesión a la industria tabacalera en detrimento de las políticas de salud, son recordatorios incontrastables de qué intereses son los que están predominando en este gobierno.
Frente a este panorama, ¿cuál ha sido la respuesta de la izquierda progresista ? Luego de largos meses de anonadamiento producto de la derrota electoral, fue claro que la remontada de las firmas contra la LUC generó un revivir del progresismo. A partir de ello comenzó una estrategia de crítica y denuncia que ha sido la tónica hasta el momento.
Hechos de corrupción, desprolijidades, errores en la gestión, arbitrariedades, etcétera, han sido denunciados por la oposición ya sea por su falta de legalidad o por su notoria inconveniencia. Desde la entrega del puerto de Montevideo, hasta la legislación sobre los cigarrillos, pasando por los vergonzosos episodios sobre los pasaportes y el custodio presidencial, se ha señalado con fuerza y fundamentos las falencias en cuestión.
No es un problema de ir hacia el centro o hacia la izquierda. Esa topografía es engañosa. Se trata de formular un planteamiento radical que sepa enamorar a todos los uruguayos y que se visualice como posible.
En tanto, en propuestas de política más generales como han sido la reforma educativa o la reforma de la seguridad social, la estrategia del FA ha sido básicamente reivindicar un abordaje del tema más abierto y transparente con presencia activa de los principales actores sociales y políticos.
Esta estrategia de denuncias ha sido acompañada por una recurrente apelación a la épica del FA, en donde su historial de lucha se ofrece como una fuente de enseñanzas y reservas morales. Este factor subjetivo es indispensable y tiene muy claras referencias a la realidad que lo convierten en un efectivo llamado movilizador.
Lamentablemente ello no ha sido suficiente para revertir sustancialmente la adhesión social hacia el gobierno. Hasta el momento continúa el país de las dos mitades. Esta circunstancia no es posible perpetuarla: o comienza un desflecamiento del gobierno de coalición con significativo crecimiento de la oposición progresista, o la postura progresista iniciará un retroceso irreversible.
El necesario crecimiento del progresismo requiere la puesta en práctica de una estrategia en la que además de continuar haciendo lo actual en materia de denuncia, se ofrezcan alternativas sólidas y creíbles que permitan visualizar un futuro de esperanza y cambio.
No es posible seguir confrontando la reforma educativa propuesta por la falta de participación en la elaboración, al igual que en el caso de la reforma jubilatoria es ineludible contar con una propuesta propia que sea una efectiva alternativa.
Pero todo ello es aún insuficiente si no encuentra un horizonte alternativo de país. Los 15 años de gobiernos del FA permitieron cumplir holgadamente una serie de compromisos programáticos asumidos, los que junto con una gestión de gobierno eficiente y honesta hicieron posible la transformación del país y el fortalecimiento de sus instituciones. Hoy el desafío es diseñar otro proyecto de país que haga posible los grandes propósitos de igualdad y solidaridad para el logro de una sociedad más justa.
Sabido es cómo el capitalismo global, hoy dominante en todo el mundo, se muestra terriblemente concentrador de la riqueza, destructor del medioambiente y excluyente de una parte importante de la humanidad, la que ya ni siquiera es útil para explotarla, simplemente es irrelevante.
En este escenario es que hay que imaginar el Uruguay de los próximos años. Reconstruir la esperanza significa no rendirse ante la lógica dominante del capital, pero saber diseñar un futuro atractivo y posible. El resurgimiento de una extrema derecha violenta y antidemocrática se ha convertido en la esperanza de numerosos sectores sociales de la más diversa extracción. Se trata de una irracional idea de vuelta a un supuesto pasado más feliz y armónico que permita enfrentar los efectos destructivos del capitalismo global. Casi la mitad de la sociedad brasileña piensa algo parecido a esto, al igual que las expresiones europeas que de manera creciente se manifiestan.
Imaginar un nuevo proyecto de país supone entre otras cosas diseñar propuestas sobre un conjunto de grandes ejes. En primer lugar, es indispensable la sustentabilidad económica de cualquier nuevo horizonte que se proponga. Debemos saber que la lógica del mercado seguirá manteniendo vigencia, así como la sólida integración a la economía global, con lo cual se trata de encontrar los resquicios que permitan lo deseado. No es posible no tener claridad en esto, las buenas demandas a satisfacer tienen que tener un claro referente económico que le dé viabilidad.
Un nuevo proyecto de país requiere una comprometida sustentabilidad ambiental, aunque ello signifique sacrificar en ocasiones ciertas ventajas económicas. No es posible seguir avanzando haciendo caso omiso al calentamiento global y a la depredación del medioambiente. Los jóvenes son los que más claro lo tienen.
La democracia es un sistema de acuerdo social que requiere constante retroalimentación. Hay que apelar permanentemente a nuevas formas de expresión de la gente que garanticen una efectiva y real empatía entre los gobernantes y los gobernados.
En cuarto lugar es indispensable un compromiso en la lucha contra las desigualdades de todo tipo: económicas, de género, raciales, religiosas, etcétera. Una sociedad construida para una convivencia armónica y pacífica necesita garantizar respeto y consideración de todos los derechos humanos. Las personas seguirán siendo diferentes y es bueno que ello ocurra, pero debe sostenerse en una efectiva igualdad de oportunidades para todos.
Es importante advertir que la derecha no está en principio en contra de estos postulados. Su discurso muchas veces los recoge. Lo que no se dice es que su compromiso con el orden constituido no hace posible la efectividad de esta perspectiva. Es en esta contradicción en donde hay que insistir para desnudar las flaquezas y el egoísmo de las distintas derechas.
Un proyecto de estas características urge en el actual escenario político. Se trata de, en primer término, consolidar el apoyo y acompañamiento de la “mitad progresista” de los uruguayos, pero a su vez también es indispensable ganar a esos sectores intermedios que no asumen a priori una determinada postura política e ideológica. No es un problema de ir hacia el centro o hacia la izquierda. Esa topografía es engañosa. Se trata de formular un planteamiento radical que sepa enamorar a todos los uruguayos y que se visualice como posible.
Álvaro Portillo es integrante del MAS-959, Frente Amplio.