Eduardo Ferro es coronel de ingenieros y paracaidista. Lo dice con orgullo, porque son sus títulos. El coronel Ferro está preso en la cárcel de Domingo Arena, procesado por la muerte del militante comunista Oscar Tassino, trabajador de UTE y padre de tres hijos. Tassino fue detenido el 19 de julio de 1977 y hasta hoy está desaparecido. Tenía 40 años al momento de su detención. Dice Ferro, en una entrevista que publicó El Observador el 3 de octubre, que Oscar Tassino integraba el aparato armado del Partido Comunista (PCU). También dice que ese famoso aparato armado es, hasta hoy, mucho más poderoso que el MLN. Y repite: “Hasta hoy”. Ferro dice eso porque lo cree, o porque lo quiere creer, pero no está de más recordar que al famoso aparato armado del PCU, de cuya existencia ininterrumpida hasta el presente él dice estar convencido, no se le ha podido adjudicar un solo acto de guerra. Hasta hoy. No hubo un solo atentado, no hubo una muerte que haya sido atribuible a ese aparato tan poderoso, tan bien escondido, tan paciente y aceitado.
Óscar Tassino, desaparecido desde 1977, fue “detenido sin que existiera flagrancia ni orden judicial”, según se puede leer en los fundamentos de la sentencia fechada el 30 de abril de 2021, y fue sometido “a tratos crueles, inhumanos y/o degradantes” que determinaron su muerte. Los testigos (otros detenidos que también estaban siendo torturados en el mismo lugar) señalan a Eduardo Ferro como responsable. Él, claro está, dice que no estaba ahí, que no sabe quién lo hizo. (El nombre de José Nino Gavazzo, ahora que está muerto, parece sobrevolar todos los crímenes, todas las vergüenzas del período.) Pero admite que sí se dedicó a combatir al PCU, porque “estaba en la ilegalidad”. Omite Ferro, descaradamente, que lo que era ilegal en 1977 era el gobierno, y que la prohibición de toda actividad política constituyó, en sí misma, un crimen contra la democracia.
En tren de explicarse, dice Ferro que los interrogatorios (es decir, las sesiones de tortura sistemática, salvaje, de personas desnudas, encapuchadas y atadas, debilitadas por el hambre y por el frío) son fundamentales para obtener información, y claro, en esa “obsesión por el objetivo” a alguno se le puede ir la moto y después pasa lo que pasa. “Alguna persona muere”, admite. Es feo, sí, pero son accidentes. Él, sin ir más lejos, tuvo que “apremiar” detenidos, pero dice que se controlaba. Y también dice que es mentira que se haya perseguido a alguien por “tener ideas comunistas”. No señor, mire si iba a ser por las ideas: se los perseguía por formar parte, sabiéndolo o no, de un aparato armado peligrosísimo, aunque inactivo. Se perseguía a cualquiera, dice, que fuera parte “del aparato logístico, sanitario o de propaganda” del partido.
Todo esto, todo el parloteo de un criminal procesado con prisión por el homicidio especialmente agravado de Oscar Tassino —que además admitió haber participado del secuestro y traslado clandestino desde Brasil de Lilián Celiberti, sus dos hijos (Camilo, de ocho años, y Francesca, de tres) y Universindo Rodríguez— podría tomarse como un esfuerzo por explicarse ante la sociedad, por mostrarse como un eficiente funcionario que cumplió con las tareas que le fueron encomendadas y hoy lamenta, realmente lamenta, que las cosas hayan llegado a lo que llegaron. Pero hete aquí que Ferro aprovecha sus días en Domingo Arena, y además de entrenar dos horas diarias con un mayor de infantería, karateka como él (¿es otro preso? ¿es un oficial que le hace de entrenador?), dedica tiempo a estudiar. Y de sus estudios saca conclusiones que van directamente del aparato armado del PCU a la hegemonía cultural. “Hoy el conflicto se desarrolla en el campo psicosocial, en las políticas LGTB, raciales, indigenistas”, dice, y aclara que hoy “no hay tiros ni armas”. No como antes, que había armas aunque no hubiera tiros y por eso no le quedó más remedio que hacer lo que hizo. Esa guerra, dice, se manifiesta hoy en, por ejemplo, el ataque a Robert Silva. Buscan tener un muerto, dice. “Otro Líber Arce, otra Susana Pintos”.
Esperemos que no sea necesario tener que andar aclarando que la oposición política, la militancia y la lucha por los derechos no forman parte de otra guerra que la que merecen la justicia, la dignidad y la memoria histórica.
La estrategia discursiva de Ferro es la del tipo que acaba de fajar a la mujer y le dice “mirá lo que me hacés hacer; sabés bien que no me gusta pegarte”. Parte de la base de que hay un enemigo y de que está armado, y asume que además está deseando tener un mártir. Cualquier acción violenta del Estado, cualquier exceso en la represión puede ser imputado entonces a los que ayer tenían un aparato armado por las dudas y hoy tienen una agenda de derechos colorida y fiestera que mal puede ocultar su origen infame, su linaje subversivo y revoltoso. Las detenciones, la tortura, las desapariciones y el silencio que las rodea, las muertes, la vigilancia y el espionaje –incluso en democracia—, todo se explica y se justifica en el marco de esa guerra, que con nuevos ropajes sigue en pie.
En estos días hemos podido ver un video de campaña en el que Lula, el candidato más votado en la primera vuelta electoral en Brasil, dice que nunca conversó con el diablo. Puede parecer increíble que una persona, sea quien sea, tenga que andar haciendo semejante aclaración, pero ocurre que hay quienes creen que sí, que hay diablo y que algunos son sus amigos y tienen tratos con él. Esperemos que no sea necesario tener que andar aclarando, en Uruguay, que la oposición política, la militancia y la lucha por los derechos no forman parte de otra guerra que la que merecen la justicia, la dignidad y la memoria histórica.